El guerrero Uhtred, ahora casado, con dos hijos y propietario de tierras, parece destinado a gozar de una paz semejante a la que hay en Inglaterra, donde el reino danés del norte y el reino sajón de Wesssex inician una nueva etapa de paz. Pero los vikingos siguen al acecho en Londinium, dispuestos a conquistar Wessex, para lo cual precisan la ayuda de su viejo camarada Uhtred. Por su parte, el rey Alfredo el Grande confía en que sea él quien encabece una operación destinada a expulsar a los vikingos de la capital, lo que llevará a Uhtred a enfrentarse de nuevo a su ambivalente identidad, y a poner en la balanza su origen vikingo y la lealtad a su rey; en cualquier caso, su ardor guerrero pesará más que la placidez familiar.
Bernard Cornwell
La canción de la espada
Sajones, vikingos y normandos - 04
ePUB v1.0
Roy Batty17.06.12
Título original:
Sword Song
Bernard Cronwell, 2007
Traducción: Monserrat Batista
Editor original: Roy Batty (v1.0)
ePub base v2.0
La ortografía de los topónimos en la Inglaterra anglosajona era un asunto incierto, incoherente y en el que no hay acuerdo siquiera en el propio nombre. Así, Londres podía aparecer de cualquiera de las siguientes maneras: Lundonia, Lundenberg, Lundenne, Lundene, Lundenwic, Lundenceaster y Lundres. Sin duda, algunos lectores preferirán otras versiones de los nombres enumerados abajo, pero he empleado normalmente la ortografía citada en el
Oxford Dictionary of English Place Names
[Diccionario Oxford de topónimos ingleses] durante los años más cercanos o pertenecientes al reinado de Alfredo el Grande, 871-899 d. de C, pero ni siquiera esa solución es infalible. La isla Hayling, en 956, se escribía tanto Heilincigae como Haeglingaiggae. Ni tampoco yo he sido totalmente coherente; he preferido el moderno Inglaterra a Englaland y he utilizado Northumbria en lugar de Norohymbralond para evitar sugerir que los límites del antiguo reino coinciden con los del actual condado. Así que esta lista, como la ortografía misma de los nombres, es caprichosa:
Æscengum - Eashing, Surrey
Arwan - río Orwell, Suffolk
Beamfleot - Benfleet, Essex
Beardastopol - Barnstable, Devon
Bebbanburg - Bamburgh Castle, Northumbria
Berrocscire - Berkshire
Cair Ligualid - Carlisle, Cumbria
Caninga - Isla Canvey, Essex
Cent - Ken
Cippanhamin - Chippenham, Wiltshire
Cirrenceastre - Cirencester, Gloucestershire
Coccham - Cookham, Berkshire
Colaun, río - río Colne, Essex
Contwaraburg - Canterbury, Kent
Cornwalum - Cornualles
Cracgeland - Cricklade, Wiltshire
Dunastopol - Dunstable (nombre romano, Durocobrivis)
Dunholm - Durham, condado de Durham
Dyflin - Dublín, Irlanda
Eoferwic - York (también la danesa Jorvic, que se pronuncia Yorvik)
Ethandun - Edington, Wiltshire
Exanceaster - Exeter, Devon
Fleot - río Fleet, Londres
Frankia - Alemania
Fughelness - Isla de Foulness, Essex
Granteacester - Cambridge
Gyruum - Jarrow, condado de Durham
Hastengas - Hastings, Sussex
Horseh - Isla de Horsey, Essex
Hothlege - río Hadleugh, Kent
Hrofeceastre - Rochester, Kent
Hwealf - río Crouch, Essex
Lundene - Londres
Maeides Stana - Maidstonke, Kent
Medwaeg - río Medway, Kent
Oxnaforda - Oxford, Oxfordshire
Padintune - Paddington
Pant - Río Blackwater, Essex
Scaepege - Isla Sheppey, Kent
Sceaftes - Islas Sashes (Coccham)
Sceobyrig - Shoebury, Essex
Scerhnesse - Sheerness, Kent
Sture - río Stour, Essex
Sutherge - Surrey
Suthriganaweorc - Southwark, Londres
Swealwe - río Swale, Kent
Temes - río Támesis
Waeced - Watchet, Somerset
Waeclingastraet - Watling Street
Werham - Wareham, Dorset
Wiltunscir - Wiltshire
Witanceaster - Winchester, Hampshire
Wocca - South Ockenden, Essex
Wodenes Eye - Isla de Odney (Coccham)
Negrura. Invierno. Noche gélida, sin luna.
Navegábamos por el Temes, mientras contemplábamos las estrellas que se reflejaban en las trémulas aguas que quedaban más allá de la proa erguida del barco. El río bajaba de las montañas crecido por el deshielo. Rebosantes, las rieras se despeñaban desde las altas tierras calizas de Wessex. En verano, sólo eran cauces secos pero, en aquel momento, las torrenteras se precipitaban por las verdes colinas abajo, iban a parar al río y seguían su curso hasta el mar lejano.
Nuestro barco, sin nada que lo identificase, bordeaba la ribera de Wessex. Al norte de aquellas aguas caudalosas, se encontraba Mercia. Nos dirigíamos río arriba, camuflados tras las ramas desnudas y combadas de tres sauces que plantaban cara a la corriente, gracias a una de ellas, que llevábamos amarrada a la embarcación con una maroma de cuero.
Éramos treinta y ocho los tripulantes de aquel barco anodino, una nave mercante que faenaba en la parte alta del Temes. El timonel se llamaba Ralla y estaba de pie a mi lado, con una mano en el gobernalle. Apenas podía verlo en la oscuridad, pero sabía que llevaba un jubón de cuero y una espada colgada de la cintura. Los demás íbamos con chalecos de cuero y cotas de malla, nos cubríamos con cascos y llevábamos escudos, hachas, espadas o lanzas. Aquella noche nos disponíamos a matar.
Sihtric, mi criado, permanecía en cuclillas junto a mí, mientras restregaba una piedra de amolar a lo largo de la hoja de su puñal.
—Dice que me quiere —afirmó.
—¡Qué te va a decir! —repuse yo.
Calló un momento; cuando continuó, parecía más animado, como si mi respuesta le hubiese infundido valor.
—¡Pero si ya debo de tener diecinueve o veinte años, señor!
—¿No serán dieciocho? —le comenté.
—¡Podría estar casado desde hace cuatro años, amo!
Hablábamos casi en susurros, aunque era una noche ruidosa. El río bajaba encrespado, el viento agitaba las ramas desnudas de los árboles; un animal nocturno se lanzó al agua, una raposa aulló como alma en pena y, en alguna parte, una lechuza ululó. El barco crujía. La piedra de Sihtric rechinaba al frotarla contra el puñal. Un escudo golpeaba contra la bancada de uno de los remeros. A pesar de los ruidos nocturnos, no me atrevía a hablar más alto; la nave enemiga iba delante de nosotros y los hombres que habían desembarcado habrían dejado centinelas a bordo. Vigías, que podían habernos avistado cuando navegábamos río abajo por la orilla de Mercia, y que, para entonces, pensarían que ya estábamos muy lejos, camino de Lundene.
—Vamos a ver, ¿por qué quieres casarte con una puta? —le pregunté a Sihtric.
—Porque es… —empezó a decir el muchacho.
—Es vieja —rezongué—, puede que haya cumplido incluso los treinta. Y tiene la cabeza a pájaros. ¡En cuanto ve a un hombre, Ealhswith se abre de piernas! Si mandaras formar a todos los que se han trajinado a esa furcia, dispondrías de un ejército suficiente para conquistar Britania —me di cuenta de que Ralla se reía con disimulo—. ¿También vos formáis parte de la cuadrilla, Ralla? —pregunté.
—Más de veinte veces, señor —repuso el timonel.
—Pero me quiere —insistió Sihtric, de mal talante.
—Lo que quiere es tu plata —repliqué—; además, ¿qué sentido tiene meter una espada nueva en una vaina correosa?
Es curioso: antes de una batalla, los hombres hablan de cualquier cosa menos de lo que se les viene encima. En una ocasión, estaba en un muro de escudos, observando la oscura amenaza de las resplandecientes espadas del enemigo, cuando oí cómo dos de mis hombres discutían acaloradamente sobre la taberna que mejor cerveza servía. El miedo flota en el aire como una nube, y hablamos de necedades, simulando que no hay nubarrones.
—Búscate una chica en sazón y joven —le aconsejé—. La hija de ese alfarero está en edad casadera. Debe de andar por los trece años.
—Es idiota —comentó Sihtric, de mal humor.
—¿Y tú cómo eres, si a eso vamos? —le pregunté—. ¡Te pongo plata en las manos y la dilapidas en el primer orificio que encuentras! La última vez que me fijé en ella llevaba el brazalete de plata que te di.
Arrugó la nariz, y no dijo nada. Era hijo de Kjartan
el Cruel,
un danés que había dejado preñada de Sihtric a una de sus esclavas sajonas. Era un buen muchacho, aunque bien mirado ya era un hombre. Un hombre que había participado en un muro de escudos, que había matado. Un hombre que se disponía a matar de nuevo aquella misma noche.
—Te encontraré una esposa adecuada —le prometí.
Fue entonces cuando oímos un grito. Un sonido lejano, casi imperceptible en la distancia, pero que rasgaba la oscuridad hablando de dolor y muerte hacia el sur. Voces y alaridos. Las mujeres chillaban, los hombres morían.
—¡Malditos sean! —exclamó Ralla, con un deje amargura.
—Son cosas que pasan —le espeté.
—Deberíamos… —empezó Ralla, pero prefirió guardar silencio.
Me imaginaba lo que iba a decir: que deberíamos habernos acercado al poblado y defenderlo, pero de sobra sabía cuál habría sido mi respuesta.
Le hubiera dicho que no sabíamos cuál era el sitio que los daneses pensaban atacar, y que, aun en el caso de haber estado al tanto, no habría acudido en su defensa. De haber estado seguros del lugar exacto, habríamos protegido la aldea.
Hubiera desplegado a los hombres que venían conmigo por aquellos chamizos y, en el momento en que apareciesen los saqueadores, los míos habrían salido a la calle con espadas, hachas y lanzas, y habrían acabado con unos cuantos; pero, en la oscuridad, muchos más habrían huido y yo no quería que se me escapase ni uno. Quería liquidar a todos los daneses y hombres del norte, acabar con esos depredadores. Con todos, excepto uno, a quien enviaría al este para que divulgase por los campamentos vikingos asentados a orillas del Temes que Uhtred de Bebbanburg estaba dispuesto a plantarles cara.
—Pobres almas —musitó Ralla.
Hacia el sur, por entre la maraña de negras ramas, distinguí el resplandor rojizo de unas techumbres en llamas. El fulgor fue a más: se tornó tan intenso que iluminó el cielo invernal que se cernía sobre los árboles de un soto. El brillo se reflejaba en los cascos de mis hombres, bañando el metal de un lustre rojizo. Les ordené que se los quitasen para evitar que los vigías del enorme barco enemigo que llevábamos delante advirtiesen los destellos.