La canción de la espada (30 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La canción de la espada
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—¿Por qué hemos de acabar con todos, mi señor?

—Para que aprendan a tenernos miedo —le dije.

El resplandeciente color dorado del cielo se desvanecía por momentos. El sol brillaba sobre un montón de nubes y el agua rielaba con nuevos destellos. Aquellas aguas poco agitadas y apenas centelleantes nos devolvían una imagen alargada de nuestros adversarios.

—¡Remos fuera y al agua! ¡Con torpeza! —grité.

Los remeros sonrieron, y dejaron caer las palas al agua con desmayo, obligando a nuestra proa a realizar un lento viraje río arriba, como si tratásemos de escapar. Si hubiéramos sido tan inofensivos y vulnerables como pretendíamos que creyesen, lo más sensato hubiera sido remar hacia la ruta sur, encallar el barco y echar a correr como alma que lleva el diablo. En lugar de eso, virábamos y comenzábamos remar río arriba y contra la marea. El chapoteo de nuestros remos no hacía sino confirmar la falta de experiencia de unos pobres necios muertos de miedo.

—Han mordido el anzuelo —les dije a los remeros, aun que como nuestra proa apuntaba al oeste, pudieron ver con sus propios ojos que el barco enemigo remaba con todas sus fuerzas. La nave vikinga se dirigía directamente hacia nosotros; las palas subían y bajaban como las alas de un pájaro salvando la espuma blanca que provocaba cada golpe de remo que impulsaba el barco.

Seguimos fingiendo que estábamos aterrorizados, entrechocando unos remos contra otros, de forma que pareciese que hacíamos poco más que agitar el agua en la que se mecía nuestro torpe cascarón. Dos gaviotas se asentaron en la cúspide de nuestro mástil, lanzando melancólicos graznidos en aquella límpida mañana. Hacia el oeste, en el horizonte lejano, el cielo estaba oscurecido por el humo de Lundene. A pesar de ello, llegué a atisbar el leve y oscuro destello del mástil de otro barco, que también se dirigía hacia nosotros. Pensé que la nave enemiga lo habría visto también y estarían preguntándose si era de los suyos o no.

Poco importaba. En pocos minutos, nuestros enemigos abordarían nuestro pequeño y desmañado barco de carga, en el mejor momento, antes de que el reflujo del mar y la fuerza de los remos acercasen al barco que, por el oeste, se dirigía al escenario del enfrentamiento. La nave vikinga se aproximaba rápidamente, moviendo los remos a un ritmo admirable. La velocidad del barco ponía de manifiesto que sus remeros estarían agotados y en malas condiciones para presentar batalla en el momento en que nos abordasen. La cabeza del animal que tan orgullosamente lucía en la proa era la de un águila con el pico abierto y pintado de rojo, como si estuviera picoteando el despojo sanguinolento de una presa; una docena de hombres armados se apretujaban en el altillo que estaba a sus pies, dispuestos a abordarnos y a acabar con nosotros.

Veinte remos por cada costado, es decir, cuarenta remeros. La partida dispuesta para el abordaje estaría compuesta por unos doce hombres, aunque era difícil dar una cifra precisa de los guerreros que se apretujaban en la parte delantera, además de otros dos, que permanecían de pie junto al gobernalle.

—Son entre cincuenta y sesenta —grité a los míos.

Los remeros del barco enemigo no llevaban cota de malla. Seguro que no sospechaban lo que se les venía encima; la mayoría tendría las espadas a sus pies y los escudos apoyados en el pantoque.

—¡Dejad de remar! —ordené a los míos—. ¡Remeros, en pie!

El águila de la proa del otro barco estaba ya muy cerca. Podía oír los crujidos de los escálamos de los remos, el chapoteo de las palas y el siseo del mar cuando cortaban el agua. Veía las relucientes hojas de sus espadas, los rostros cubiertos de aquellos hombres que pensaban que iban a despacharnos y el gesto del timonel, concentrado en abordarnos. Simulando estar muertos de miedo, mis remeros parecían estar pasándolas canutas. Los de la nave vikinga hicieron un postrer esfuerzo, y oí cómo el capitán les ordenaba que dejasen de remar y retirasen los remos. El barco avanzaba hacia nosotros a toda prisa, provocando olas con la proa. Estaban muy cerca, lo suficiente como para olerlos. Los guerreros del altillo delantero empuñaron los escudos en el momento en que el timonel maniobró para que la proa se deslizase a lo largo del costado de nuestro barco. Habían recogido los remos y se disponían a matar.

Aguardé un instante hasta que el enemigo no pudiera zafarse de nosotros y di la orden de atacar por sorpresa.

—¡Ahora! —grité.

Retiraron la vela que los ocultaba y, de repente, nuestro barquito se pobló de guerreros armados. Me despojé del capote que llevaba, y Sihtric me entregó el casco y el escudo. Uno de los hombres de la nave enemiga lanzó un grito de advertencia, el timonel se dejó caer sobre el gobernalle y el barco comenzó a virar lentamente, aunque demasiado tarde, hasta que oímos el estruendo que se produjo cuando su proa chocó con los remos de nuestra nave.

—¡Ahora! —grité de nuevo.

Clapa, el hombre que se encontraba en la proa de nuestro barco, arrojó un rezón para acercar la embarcación enemiga a nuestra posición. El gancho hizo un ruido sordo al clavarse en la arrufadura. Clapa jaló y el impulso que llevaba la nave hizo que cabecease en el sentido de la maroma hasta chocar contra nuestro costado. Mis hombres no dudaron en saltar. Las tropas de mi guardia personal, intrépidos guerreros con ganas de pelea, se abalanzaron sobre los desarmados remeros, que no estaban en condiciones de hacerles frente. Los hombres que se aprestaban a abordarnos, los únicos armados y dispuestos para la lucha, dudaron en el momento en que los dos barcos chocaron. Podían haber atacado a los míos, que ya estaban haciendo una escabechina, pero su jefe les ordenó que abordasen nuestro barco, con la esperanza de sorprender a mis hombres por la retaguardia. No estaba mal como táctica, pero aún contábamos con hombres suficientes como para desbaratar sus propósitos.

—¡Matadlos a todos! —grité.

Uno de ellos, supongo que sería un danés, trató de llegar de un salto hasta donde yo estaba. Me bastó con dirigir el escudo hacia él para verlo caer entre las dos embarcaciones, y la cota de malla que llevaba se encargó de arrastrarlo a las profundidades del mar. Otros vikingos habían llegado hasta las bancadas de los remeros de proa y atacaban e insultaban a los nuestros. Yo me encontraba a sus espaldas y por encima de ellos. Sólo tenía a Sihtric a mi lado y podíamos habernos quedado tranquilamente en el altillo del timón, pero ningún jefe que se precie puede eludir el fragor de la pelea.

—¡Quédate donde estás! —ordené a Sihtric, antes de saltar, lanzando un grito desafiante.

Un hombre alto se volvió. Llevaba un casco adornado con un ala de águila, una magnífica cota de malla, los brazos cubiertos de brazaletes y un escudo con un águila pintada. Me imaginé que era el armador de la nave que nos había atacado. Era un vikingo, un señor de la guerra, de barba rubia y ojos castaños; llevaba un hacha de mango largo con la hoja ensangrentada. La blandió contra mí y la esquivé con el escudo; la dirigió después contra mis tobillos pero, gracias a Thor, el barco se balanceó y el hacha fue a estrellarse contra una de las costillas de la nave de carga. Con el escudo, aguantó los mandobles que le propinaba, mientras enarbolaba el hacha de nuevo, pero cargué con todas mis fuerzas contra él, con mi escudo por delante, y le obligué a retroceder.

Tendría que haber caído al suelo, pero chocó con sus hombres y logró mantenerse en pie. Dirigí a
Hálito-de-Serpiente
contra sus tobillos, pero la espada se estrelló contra algo metálico: como yo, llevaba las botas protegidas con unas bandas de metal. Se abalanzó con el hacha y golpeó con fuerza contra mi escudo, al tiempo que detenía mi espada con el suyo; el doble encontronazo me obligó a dar un paso atrás, y me di un golpe en el omóplato contra el borde del altillo del timón. Cargó contra mí de nuevo, tratando de derribarme, apenas me daba cuenta de que Sihtric aún permanecía en aquel sitio, y dirigí la espada contra mi adversario, pero la hoja rebotó contra su casco y fue a parar sobre sus hombres protegidos. Me dio una patada en los pies, perdí el equilibrio y caí al suelo.

—¡Eres un mierda! —me gritó, mientras daba un paso atrás. Sus hombres morían a sus espaldas, pero aún tenía oportunidad de acabar conmigo antes de morir—. Soy Olaf Garra de Águila —proclamó altivo— y me reuniré contigo en el salón de los muertos.

—Uhtred de Bebbanburg —repliqué, tumbado aún cubierta, mientras él alzaba el hacha.

En ese instante, Olaf dio un grito. Me había dejado caer a propósito. Era más fuerte y me tenía acorralado. Estaba seguro de que su intención era la de seguir descargando mandobles contra mí. Como no podía hacerle frente, me dejé caer. Los filos de mi espada se habían mellado al chocar contra su magnífica malla y su casco resplandeciente. Pero ensarté por la entrepierna desprotegida con
Hálito-de-Serpiente
por debajo del faldón de la cota, dirigí la espada hacia arriba, se la clavé y seguí desgarrándole mientras su sangre cubre el trozo de cubierta que nos separaba. Se me quedó mirando, con los ojos y la boca abiertos de par en par, y dejó caer el hacha. Me puse en pie, blandiendo la espada, mientras él caía al suelo temblando. Se la arranqué de un tirón y mi fijé en que buscaba el mango del hacha con la mano derecha. Se la acerqué de un puntapié y aguardé a que sus dedos se crispasen alrededor del mango, antes de rematarlo de rápido tajo en la garganta, derramando aún más sangre sobre las cuadernas de la nave.

Tal como lo estoy contando, parece que fue una pelea fácil. Nada de eso. Es cierto que me derrumbé a propósito, pero Olaf ya me había hecho tropezar, sólo que, en lugar de plantarle cara, me dejé caer. Aunque ya soy viejo, a veces despierto temblando por la noche al recordar las ocasiones en que pude haber muerto pero salí ileso. Si la memoria no me juega una mala pasada, ésa fue una de ellas. La edad enturbia los recuerdos. Tuvo que escucharse ruido de pasos apresurados en cubierta y jadeos de hombres resollando, además del hedor de los pantoques cubiertos de inmundicias y los gemidos de los heridos. Recuerdo el miedo que pasé, ese pánico que te revuelve las tripas y te ofusca la mente ante la inminencia de la muerte. Fue un breve instante, nada más, una mezcolanza de estertores y de pánico, una pelea que apenas merece recordarse; pero todavía hoy, Olaf Garra de Águila es capaz de despertarme en mitad de la noche, y me quedo tendido, escuchando el mar que bate la arena, seguro de que me estará esperando en el salón de los muertos para preguntarme si lo maté de chiripa o si había planeado la fatal estocada. Pero también me dará las gracias, al recordar que de un puntapié, le permití hacerse con el hacha para que muriera empuñando un arma. Estoy deseando encontrarme con él.

Tras la muerte de Olaf, nos apoderamos del barco y pasamos a cuchillo a todos los hombres. Finan había dirigido el ataque contra el
Águila del mar
. Supe que así se llamaba el barco, porque llevaba escrito el nombre con caracteres rúnicos en la estaca de proa.

—No ofrecieron resistencia —me dijo Finan; parecía disgustado.

—Ya os lo había dicho —repuse.

—Unos pocos remeros llegaron a empuñar las armas —añadió, encogiéndose de hombros, como queriendo quitar la importancia al esfuerzo que habían hecho. Señaló a continuación el pantoque ensangrentado del
Águila del mar
, donde había cinco hombres temblando, hechos un gurruño. Anticipándose a mi pregunta, me explicó la razón de que aquellos nombres siguiesen aún con vida—: Son sajones, señor.

Eran cinco pescadores. Me explicaron que vivían en lugar llamado Fughelness. Me costaba mucho entender que decían. Hablaban un inglés tan peculiar que sonaba como una lengua extranjera, pero llegué a comprender que se trataba de un árido islote situado en una ensenada pantanosa y yerma, un desolado refugio de aves, habitado por unos pobres hombres que vivían rodeados de lodo, y se alimentaban cazando pájaros y pescando anguilas y peces. Me contaron que Olaf los había hecho prisioneros una semana antes y les había obligado a trabajar como remeros. Eran un grupo de once hombres, pero seis habían muerto durante el feroz ataque de Finan, antes de que los cinco supervivientes convenciesen a los míos de que eran cautivos, no enemigos.

Nos apoderamos de todo lo que había en la nave, amontonamos a los pies del mástil del
Águila del mar
cotas de malla, armas, brazaletes y ropas. A su debido tiempo, nos repartiríamos el botín. Todos los guerreros recibirían su parte, Finan tendría derecho a tres, y cinco partes me las que daría yo. Estaba obligado a entregar un tercio del botín Alfredo y otro tanto al obispo Erkenwald, pero rara vez les daba nada de lo que nos quedábamos después de una pelea.

Arrojamos los cuerpos desnudos de los muertos en nuestro barco, horripilante carga de cadáveres ensangrentados: Recuerdo que pensé en el contraste entre aquellos cuerpos lechosos y sus rostros atezados. Oímos los gritos de una bandada de gaviotas, ansiosas por abalanzarse sobre los cuerpos para darse un festín, pero nuestra presencia les había puesto nerviosas y no se atrevían a acercarse. En aquel momento, la nave que, desde el oeste, había seguido el curso de marea se situó a nuestra altura. Era un magnífico barco de guerra, con la proa coronada con una cabeza de dragón, un cabeza de lobo en la popa y, en lo alto del mástil, una veleta con forma de cuervo. Era uno de los navíos de guerra que habíamos capturado durante la toma de Lundene. Ralla lo había rebautizado con el nombre cristiano de
Espada del Señor
, algo que Alfredo habría visto con buenos ojos. Viró hasta detenerse, y Ralla, que iba al frente, utilizando las manos como bocina, gritó:

—¡Buen trabajo!

—Hemos sufrido tres bajas —le contesté.

Tres de los nuestros habían muerto luchando durante el abordaje de los guerreros de Olaf, y habíamos trasladado sus cuerpos a bordo del
Águila del mar
. Hubiera preferido arrojarlos al mar para que el dios de los mares los acogiera en su seno, pero eran cristianos y sus compañeros querían llevarlos de vuelta a Lundene y enterrarlos en un cementerio cristiano.

—¿He de remolcarlos? —me preguntó Ralla a gritos, señalando a la nave de carga.

Contesté que sí, y pasó un rato hasta que anudó una maroma a la estaca de proa del carguero. Más tarde, los tres barcos pusimos rumbo al norte surcando el estuario del Temes. Envalentonadas, las gaviotas se dedicaban a picotear los ojos de los muertos.

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