La canción de la espada (31 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La canción de la espada
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Era casi mediodía y la marea había perdido fuerza. La desembocadura del río se mecía con calma perezosa; el sol ya estaba en lo más alto; remábamos despacio, sin malgastar fuerzas, mientras nos deslizábamos por aquel mar de reflejos plateados. Poco a poco, llegamos a avistar la costa norte del estuario.

Con el calor del día, las bajas colinas parecían resplandecer. Ya había bordeado aquella costa en alguna ocasión, y sabía que las lomas boscosas se alzaban más allá de una zona llana y anegada. Ralla, que conocía el paraje mucho mejor que yo, nos guió, mientras yo trataba de retener en la memoria algunos puntos de referencia en tierra, como una colina un poco más alta, un promontorio escarpado o una arboleda. Estaba seguro de que volvería a verlos, porque nuestros barcos iban rumbo a Beamfleot, madriguera de aquellos piratas, guarida de aquellos depredadores del mar, el refugio de Sigefrid.

Territorio también de los antiguos sajones del este, reino desaparecido hacía mucho tiempo, aunque aún circulaban relatos sobre el temor que aquellos hombres infundían en tiempos remotos: un pueblo de marineros y saqueadores, que acabó sojuzgado por los anglos del norte. Aquella costa estaba enclavada en los dominios de Guthrum, en Anglia Oriental.

Una costa sin ley, lejos de la capital del reino de Guthrum. En aquellas ensenadas, que se quedaban secas duran la marea baja, los barcos aguardaban a que el mar volviese a subir para abandonar semejante barrizal y dedicarse saqueo de las naves de carga que se dirigían Temes arriba En aquel nido de piratas, Sigefrid, Erik y Haesten habían establecido su campamento.

Debieron de darse cuenta de que nos acercábamos, pero, ¿qué fue lo que vieron en realidad? Uno de sus propios barcos, el
Águila del mar
, que se acercaba junto a otra nave danesa, los dos adornados con arrogantes cabezas de animales. Verían un tercer navío, un panzudo buque de carga y pensarían que era Olaf, que volvía a casa después de una correría de provecho. También se imaginarían que el
Espada del Señor
era un navío normando, que acababa de llegar a Inglaterra. En resumen, que nos avistaron pero no sospecharon nada.

A medida que nos acercábamos a tierra, ordené que retirasen las cabezas de animales que llevábamos a proa y popa. Eran detalles que no podían descuidarse cuando el barco regresaba a su puerto de origen, porque el cometido de aquellos animales no era otro que el de ahuyentar a los espíritus hostiles. Si yo hubiera sido Olaf, habría pensado que los seres inmateriales de Beamfleot se mostrarían benévolos y no se me habría ocurrido asustarlos. De modo que los vigías de Sigefrid, al ver que retirábamos las cabezas esculpidas, debieron de imaginarse que éramos naves amigas regresando a casa.

Me quedé mirando la costa. Sabía que el destino me obligaría a volver allí y acaricié el pomo de
Hálito-de-Serpiente
. Ella también tenía su sino y estaba convencido de que regresaría a aquel lugar, tan adecuado para entonar su canción.

Beamfleot estaba al pie de una colina que descendía abruptamente hasta la ensenada. Uno de los pescadores, un joven que parecía más despierto que sus paisanos, se quedó de pie a mi lado y fue dándome los nombres de los lugares que yo señalaba. Me confirmó que el asentamiento que había al pie de la elevación era Beamfleot, e insistió en que la ensenada era en realidad un río, el Hothlege. Beamfleot se alzaba en la orilla norte, mientras que en la orilla sur había un islote bajo, oscuro, vasto y lóbrego llamado Caninga, según me dijo el pescador.

Repetí los nombres y me quedé con ellos, igual que guardé en la memoria el paraje que contemplaba.

Caninga era un lugar anodino, un islote de ciénagas y cañas, donde no había más que aves y lodo. El Hothlege, que se me antojaba más un arroyo que un río, era una maraña de orillas enfangadas por donde serpenteaba un minúsculo brazo de agua en dirección a la colina que dominaba Beamfleot. Al rodear el extremo norte del islote, tuve ocasión de contemplar el campamento de Sigefrid en lo alto de la loma. Era un montículo verde, de laderas terrosas, en cuya cima, allá en lo alto, como una cicatriz de color pardo, se veía una empalizada. La ladera sur era muy empinada y llegaba hasta un montón de barcos que la marea baja había dejado encallado en el lodo. Un barco guardaba la desembocadura del Hotlege impidiendo la entrada a aquel brazo del río. Ocupaba el cauce de lado a lado, atado con cadenas a proa y a popa para aguantar la marea. Una de las cadenas llegaba hasta un enorme poste hundido en la costa de Caninga; la otra estaba atada a un árbol solitario que crecía en un pequeño islote de la orilla norte de la desembocadura del brazo del río.

—La Isla de los Dos Árboles —me informó el marinero al reparar en el sitio al que miraba.

—Pero sólo veo un árbol —le dije.

—Había dos en vida de mi padre, señor.

La marea había cambiado y comenzaba a subir. El agua del mar penetraba en el estuario, arrastrando las tres naves hacia las posiciones del enemigo.

—¡Media vuelta! —le grité a Ralla, que respiró tranquilo—. ¡Antes volved a colocar la cabeza de dragón!

Los hombres de Sigefrid tuvieron que observar que poníamos de nuevo la cabeza de dragón y que una torva cabeza de águila ondeaba en lo más alto del mástil del
Águila del mar
. Debieron de sospechar que algo no iba bien, no sólo porque habíamos vuelto a colocar las cabezas de los animales, sino porque nuestros barcos viraban. Ralla cortó la maroma que unía su embarcación a la nave de carga, que era más pequeña. Al avistarnos desde la cima, habrían visto mi estandarte desplegado en lo alto del mástil del
Águila del mar
. Gisela y sus criadas habían bordado la cabeza de lobo en aquella bandera. Lo icé para que los vigías supiesen quién había acabado con la tripulación del
Águila del mar
.

Nos alejamos de allí remando con todas nuestras fuerzas contra la subida de la marea. A la altura de Caninga, seguimos rumbo suroeste, y aprovechamos la fuerte corriente que nos llevaba río arriba, en dirección a Lundene.

La corriente arrastró la nave de carga, repleta de cadáveres ensangrentados y picoteados por las gaviotas, hasta la ensenada, y chocó contra el largo barco amarrado a la entrada de aquel brazal.

Ya disponía de tres barcos de guerra. Mi primo tenía quince, sin embargo. Se había llevado río arriba las naves que nosotros habíamos apresado donde, según mis noticias, se estaban pudriendo. De haber contado con diez barcos más con sus tripulaciones correspondientes, habría podido tomar Beamfleot. Pero no tenía más que tres embarcaciones, mientras que la ensenada al pie del campamento fortificado estaba atestada de mástiles.

Sin embargo, acababa de enviar un mensaje. La muerte se cernía sobre Beamfleot.

* * *

Antes, la muerte se dio una vuelta por Hrofeceastre, una ciudad próxima a Lundene, situada en la orilla sur del estuario del Temes, en el antiguo reino de Cent. Los romanos habían erigido en su día una fortaleza en aquel lugar y, alrededor de aquel antiguo bastión, había crecido una ciudad bastante grande. Cent formaba parte de Wessex desde hacía mucho tiempo. Alfredo había dado órdenes de reforzar las defensas de la urbe, tarea que pudo llevarse a término sin grandes inconvenientes, porque aún se mantenían en pie las antiguas murallas de adobe de la ciudadela romana. Sólo fue necesario hacer más profundo el foso, levantar una empalizada de roble y derruir unas cuantas construcciones que estaban fuera de las murallas, pero demasiado pegadas a ellas. Fue una suerte que ya hubieran finalizado las obras porque, a principios del verano, se presentó una enorme flota danesa procedente de Frankia. Tras arribar a Anglia Oriental, pusieron rumbo sur, siguieron Temes arriba y acostaron sus barcos en el río Medwaeg, cerca de Hrofeceastre, con la esperanza de asaltar a ciudad y apoderarse de ella a sangre y fuego, pero las nuevas murallas y la numerosa guarnición que la defendía resistieron el envite.

Tuve noticias de su llegada antes que Alfredo. Le envié un emisario para que le informase del ataque y, aquel mismo día, me fui Temes abajo y Medwaeg arriba, en el
Águila del mar
para nada. En la orilla cenagosa del río, descansaban no menos de sesenta barcos de guerra, aparte de otros dos que unidos por una maroma, taponaban el río para impedir cualquier ataque por parte de naves sajonas. Observé cómo los atacantes construían un amarradero de adobe en la orilla, lo que me llevó a pensar que trataban de cercar la ciudad, privándola de todo contacto con el exterior.

El cabecilla de aquellos guerreros era un hombre llamado Gunnkel Rodelson. Más tarde me enteré de que, después de una temporada poco lucrativa en Frankia, se había hecho a la mar con la intención de apoderarse de la plata que, al parecer, guardaban la colosal iglesia y el monasterio de Hrofeceastre. Me alejé de aquellas naves y, aprovechando un golpe de brisa del sureste, icé la vela del
Águila del mar
y pasé al otro lado del estuario, con la esperanza de que nuestros enemigos se hubieran ido de Beamfleot. Si bien muchos de los barcos y guerreros de Sigefrid habían acudido en ayuda de Gunnkel, habían dejado dieciséis naves y, en lo alto de la empalizada que rodeaba su campamento, aún quedaban muchos hombres armados. Así que optamos por regresar a Lundene.

—¿Quién es ese Gunnkel? —me preguntó Gisela, en danés, la lengua en que solíamos hablar los dos.

—No tengo ni idea.

—¿Un nuevo enemigo? —me sondeó sonriendo.

—No paran de llegar desde el norte —repuse—. Acabas con uno, y resulta que otros dos ya están camino del sur.

—Razón de más para dejar de matarlos —me contestó. Fue casi la única vez que Gisela me echó en cara que me dedicase a diezmar a su pueblo.

—He jurado lealtad a Alfredo —fue todo lo que se me ocurrió a modo de explicación.

Al día siguiente, desperté para enterarme de que llegaban barcos por el camino del puente. Me alertó el sonido de un cuerno, procedente de un centinela que había apostado en las murallas de una pequeña ciudadela que estábamos levantando en el extremo sur del puente. Nos referíamos a ella como Suthriganaweorc, es decir, la defensa del lado sur; las obras estaban bajo la custodia de los hombres del
fyrd
de Suthrige. Quince barcos de guerra remaban río abajo. Sorteaban la brecha aprovechando la marea alta, cuando la corriente era más floja en el centro del puente en ruinas. Todos la cruzaron sin sufrir ningún percance. La tercera de aquellas naves exhibía el estandarte con un caballo blanco encabritado de mi primo Æthelred. Tras pasar del otro lado del puente, los barcos remaron hasta llegar a los embarcaderos, donde quedaron amarrados de tres en fondo. Por lo visto, mi primo había decidido regresar a Lundene. A principios de verano, se había ido con Æthelflaed a sus tierras del oeste de Mercia para hacer frente a los ladrones galeses de ganado, que tenían querencia a hacer de las suyas en aquellas tierras fértiles. Al parecer, ya estaba de vuelta.

Se fue derecho a su palacio, sin separarse de Æthelflaed, claro está, porque no soportaba no saber dónde estaba, aunque no creo que fuese por amor, sino por celos. Permanecí a la espera de que me llamase para ir a verlo, pero no recibí ningún recado. Al día siguiente por la mañana, cuando Gisela se acercó hasta el palacio, no le permitieron la entrada. Le dijeron que lady Æthelflaed no se encontraba bien

—No me trataron con rudeza —me dijo—, pero sí con firmeza.

—A lo peor es cierto que está enferma —aventuré.

—Razón de más para ver a una amiga —contestó Gisela contemplando a través de las contraventanas abiertas los destellos plateados que el sol estival arrancaba en las aguas del Temes—. Creo que la tiene encerrada.

La conversación se vio interrumpida por el obispo Erkenwald o, mejor dicho, por uno de sus curas, que nos anunció la inminente llegada del prelado. Como Gisela sabía que Erkenwald no expondría con claridad a lo que venía en su presencia, se fue a las cocinas en el momento en que yo salí a recibirlo.

Aquel hombre me caía mal, incluso hubo una época en que llegamos a odiarnos, pero era leal a Alfredo, además de eficaz y concienzudo. No se anduvo por las ramas y, de entrada, me dijo que había dado la orden de convocar el
fyrd
local.

—El rey —añadió— ha ordenado a los hombres de su guardia personal que pasen a formar parte de la tripulación de los barcos de vuestro primo.

—¿Y yo?

—Vos permaneceréis aquí —me atajó inapelable—; tal es mi voluntad.

—¿Y el
fyrd
?

—Se hará cargo de la defensa de la ciudad, en sustitución de las tropas del rey.

—Por lo de Hrofeceastre.

—El rey ha tomado la determinación de dar a los paganos su merecido —replicó Erkenwald—, pero mientras él continúa la obra de Dios en Hrofeceastre, es posible que otros paganos decidan atacar Lundene. Nosotros somos los encargados de frustrar tales propósitos.

Nadie atacó Lundene, y allí me quedé vegetando mientras en Hrofeceastre se desarrollaban esos acontecimientos de los que, curiosamente, tanto se ha hablado. Son muchos los que vienen a verme a estas alturas de mi vida para preguntarme cosas de Alfredo, porque soy uno de los pocos hombres vivos que llegaron a conocerlo. Todos ellos son clérigos, que pretenden que les hable de lo devoto que era, un asunto del que finjo no saber nada, si bien algunos, aunque muy pocos, me preguntan por hechos de guerra. Todos están al tanto de la época del destierro en los pantanos y de la victoria de Ethandun, pero quieren saber más detalles de lo que ocurrió en Hrofeceastre. Es curioso. Alfredo derrotó a sus enemigos en numerosas ocasiones, y no cabe duda de que Hrofeceastre fue una de ellas. Sin embargo, no fue un triunfo tan resonante como se imaginan esos curas.

Por supuesto que fue un éxito, pero pudo haber sido una victoria aplastante. Se desaprovechó una oportunidad para destruir una flota entera de vikingos y tintar de rojo con su sangre las aguas del Medwaeg. Alfredo confió en la guarnición de la plaza para mantener a raya a los enemigos, y murallas y hombres cumplieron su cometido, mientras él reunía todo un ejército a caballo. Contaba con los hombres de su guardia personal, a los que se sumaron los guerreros mejor adiestrados de todos los
ealdorman
desde Wintanceaster hasta Hrofeceastre, un ejército a caballo que se tornaba más numeroso a medida que avanzaba hacia el este y que se concentró en Marides Stana, al sur de la antigua ciudadela romana que era entonces Hrofeceastre.

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