Alfredo había reaccionado bien y con celeridad. La ciudad había rechazado dos ataques por parte de los daneses, y los hombres de Gunnkel no sólo tenían que hacer frente a la guarnición de Hrofeceastre, sino a más de mil de los mejores guerreros de Wessex. Al darse cuenta de que el órdago se le había venido abajo, Gunnkel envió una embajada a Alfredo, que se avino a negociar. Lo que el rey esperaba en realidad era la llegada de los barcos de Æthelred a la desembocadura del Medwaeg para tener a Gunnkel a su merced y alargó las negociaciones cuanto pudo, pero los barcos no aparecieron. Cuando Gunnkel cayó en la cuenta de que Alfredo no le entregaría dinero a cambio de levantar el sitio que las negociaciones no eran más que un subterfugio y que el rey se disponía a plantar batalla, huyó. Una noche, después de dos días de conversaciones dilatorias, los invasores dejaron prendidas las hogueras de su campamento para que sus adversarios pensasen que aún seguían allí, subieron a bordo de sus barcos y aprovecharon la bajada de la marea para llegar al Temes. Así acabó el asedio de Hrofeceastre, considerado como una gran victoria que culminó con la expulsión ignominiosa de Wessex de toda una flota vikinga, pero las aguas del Medwaeg no bajaron teñidas de sangre. Gunnkel salió ileso y los barcos de Beamfleot regresaron a casa, junto con más barcos que reforzaron las tropas de Sigefrid con nuevas tripulaciones de ansiosos guerreros. El resto de la flota de Gunnkel se dirigió a Frankia en busca de presas más fáciles, o encontró algún refugio en las costas de Anglia Oriental.
Mientras estos hechos se producían, Æthelred no se había movido de Lundene.
Se quejaba de que la cerveza que servían en sus barcos era demasiado amarga. Le dijo al obispo Erkenwald que sus hombres no podían pelear con las tripas revueltas y vomitando sin parar, y puso mucho énfasis en que se vaciase el contenido de aquellos barriles y los llenasen con cerveza recién fermentada. En ésas se les fueron dos días, el tercero se empeñó en que quería impartir justicia, una función que correspondía a Erkenwald en realidad, pero que, como
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de Mercia, también entraba dentro de sus atribuciones. Es posible que no quisiera verme, igual que era posible que hubiesen despedido sin miramientos a Gisela cuando se acercó al palacio para ver a Æthelflaed. Pero a ningún ciudadano libre se le podía prohibir que asistiese a un juicio, y decidimos sumarnos a la multitud que atestaba el salón de columnas.
Æthelred estaba arrellanado en un sillón que bien podría haber pasado por un trono: respaldo elevado, brazos con adornos tallados y cojines de piel. No sé si llegó a vernos; si lo hizo, no se dio por enterado. Æthelflaed, que ocupaba un asiento más bajo que el de su esposo, sí que reparó en nosotros. Nos observó y puso cara de no conocernos; luego, fijó la vista en otra parte, como si estuviese aburrida. Los casos que le presentaron eran de lo más banal, pero insistió en escuchar a todos los afectados. La primera demanda era contra un molinero a quien acusaban de engañar en el peso, y Æthelred preguntó a todos los perjudicados. Sentado detrás de mi primo, su amigo Aldelmo no dejaba de susurrarle consejos al oído. El otrora apuesto Aldelmo estaba cubierto de cicatrices a consecuencia de la paliza que le había propinado: tenía la nariz rota y un pómulo hundido. Yo, que había intervenido en tantos casos similares, estaba seguro de que el molinero era culpable, pero Æthelred y Aldelmo tardaron una barbaridad en llegar a la misma conclusión. El hombre fue condenado a que le cortasen una oreja y a que lo marcasen a fuego en una mejilla por ladrón. A continuación, un cura joven leyó en voz alta la acusación contra una prostituta por robar del cepillo de los pobres de la iglesia de san Albano— Mientras el cura leía, Æthelflaed sintió un retortijón, se echó hacia delante y se apretó la barriga con una mano. Pensé que iba a vomitar, pero de su boca no salió más que un leve gemido. Se quedó inclinada hacia delante, con la boca abierta, sin apartar la mano del estómago, aunque aún no le notaba el embarazo.
Cesaron las voces en el salón. Æthelred miró a su esposa, incapaz de hacer nada para aliviar el sufrimiento de la muchacha. Dos mujeres salieron por el arco de una puerta y, tras arrodillarse delante de Æthelred y recibir su aquiescencia, sacaron a Æthelflaed de la estancia. Con la cara pálida mi primo le dijo al cura:
—Volved a leer la acusación desde el principio, padre, porque no estaba prestando atención.
—Ya casi había concluido, mi señor —contestó el cura con la mejor intención—. Los testigos os referirán el delito con pelos y señales.
—¡No, no, no! —exclamó Æthelred, alzando una mano—. Quiero escuchar la acusación. Hemos de ser puntillosos antes de emitir un veredicto.
Así que el cura comenzó de nuevo. Aburridos, los asistentes no sabían cómo ponerse, mientras el cura leía con voz monótona. En ese momento, Gisela me dio un golpe en el codo.
Una mujer acababa de decirle algo a mi esposa. Gisela me tiró de la túnica, se dio media vuelta y siguió a la mujer hasta abandonar el salón por una puerta que había al fondo. Fui tras ellas, confiado en que Æthelred, enfrascado como estaba en ofrecer la imagen del juez perfecto, no se daría cuenta de que nos íbamos.
Tras los pasos de aquella mujer, recorrimos un pasillo que, con anterioridad, había sido el ala porticada de un claustro. Sus arcos habían sido cegados con paredes de adobe en columna y columna, y acababan en una tosca puerta de la que colgaba de una losa ornamental de piedra, con ramas de parra esculpidas. En el otro extremo, había una estancia con un mosaico en el suelo que representaba a un dios romano lanzando un rayo, que daba paso a un jardín en el que lucía el sol: un reducido espacio cubierto de hierba salpicado de margaritas y ranúnculos, resguardado a la sombra de tres perales. Æthelflaed nos esperaba bajo los árboles.
No mostraba ya los síntomas del malestar que, en el salón, le había obligado a encogerse, como si fuera a vomitar. Por el contrario, estaba en pie, muy erguida y con gesto grave, ademán que se trocó en una cálida sonrisa al ver a Gisela. Mientras se abrazaban, me dio la impresión de que Æthelflaed hacía verdaderos esfuerzos para no echarse a llorar.
—¿Estáis bien, señora? —le pregunté.
—Estoy embarazada, que no enferma —me respondió, con los ojos aún cerrados.
—Hace un momento parecía que no os encontrabais bien.
—Quería hablar con vosotros —dijo, apartándose de Gisela—, pero la única forma de disfrutar de un momento de soledad es fingir que me encuentro mal. No soporta las náuseas y, cuando ve que voy a vomitar, me deja sola.
—¿Os pasa a menudo? —preguntó Gisela.
—Todas las mañanas —repuso Æthelflaed—; me siento fatal, como todas.
—Este embarazo ni lo noto —comentó Gisela, tocando el amuleto que llevaba. Era una pequeña imagen de Frigg, esposa de Odín y reina de Asgard, el mundo donde residen los dioses. Frigg es la diosa del embarazo y del parto y, gracias a aquel amuleto, Gisela confiaba en que no se presentaran dificultades durante el parto de la criatura que llevaba en su seno. Aquella imagen había propiciado el feliz alumbramiento de nuestros dos primeros hijos, y yo le rezaba a diario para que todo fuera bien durante el nacimiento del tercero.
—Todas las mañanas, vomito —continuó Æthelflaed, tocándose la tripa y acariciando a continuación el vientre de Gisela, ensanchado por el fruto que llevaba dentro—; después me encuentro bien el resto del día. Tenéis que contarme cosas del parto. Dicen que es muy doloroso —le dijo, inquieta, a mi esposa.
—Es una alegría tan grande que los dolores no tardan en olvidarse —respondió Gisela.
—No soporto el dolor.
—Hay hierbas para mitigarlo —añadió mi mujer, procurando tranquilizarla—, y no os imagináis la alegría que se siente en el instante del alumbramiento.
Mientras ellas hablaban de partos, yo me apoyé en el muro de ladrillo y me quedé mirando el trozo de cielo azul que se veía por encima de los perales. La mujer que nos había acompañado hasta allí se había ido y nos habíamos quedado solos. Al otro lado de aquella pared de ladrillo, se oían los gritos de un hombre que enseñaba a soldados novatos cómo alzar un escudo y oía los porrazos de los bastones al chocar contra la madera durante la instrucción. Me dio por pensar en la ciudad nueva, en la Lundene que quedaba fuera de las murallas, donde los sajones se habían asentado. Me pedían que levantase una empalizada en aquel lugar, que estuviera defendido por mis hombres pero, cumpliendo las órdenes de Alfredo, me había negado a atender a sus requerimientos. Por otra parte, si erigíamos una defensa en torno a la ciudad nueva, serían demasiadas las murallas que habría que proteger. Intentaba que los sajones se mudasen a la ciudad vieja. Así lo habían hecho algunos, buscando la protección de las antiguas murallas romanas y de los soldados a mi cargo. Pero los más testarudos seguían empeñados en no moverse de la ciudad nueva.
—¿En qué estáis pensando? —me preguntó Æthelflaed, de repente, sacándome de mis cavilaciones.
—Está dando gracias a Thor por haber nacido hombre— comentó Gisela, para no tener que parir.
—Por supuesto —contesté—; también pensaba que si la gente prefiere morir en la ciudad nueva en vez de trasladarse a vivir en la vieja, allá ellos.
Al oír aquella afirmación tan tajante, Æthelflaed esbozó una sonrisa. Se acercó a mí. Con los pies descalzos parecía mucho más baja.
—¿Verdad que vos no pegáis a Gisela? —me preguntó, alzando los ojos hasta encontrarse con los míos.
Miré de reojo a Gisela, y sonreí a mi vez.
—Claro que no, mi señora —repuse, con dulzura.
Æthelflaed no apartaba la vista de mí. Tenía unos ojos azules con motitas marrones, una nariz tirando a chata y el labio inferior más carnoso que el superior. Ya no tenía moratones, aunque aún le quedaba una leve mancha oscura en una mejilla, fruto de la última paliza que había recibido. De la papalina, le salían unos mechones rubios.
—¿Por qué no me lo advertiste, Uhtred? —me preguntó.
—Porque nadie podía decirte nada —respondí.
Se quedó pensativa un momento e hizo un contundente gesto afirmativo con la cabeza.
—Es cierto; tienes toda la razón. Yo sola me metí en la trampa y la cerré.
—Pues, ábrela —repliqué, sin miramientos.
—No puedo —repuso con amargura.
—¿Por qué no? —quiso saber Gisela.
—Sólo Dios tiene la llave.
Al escuchar aquellas palabras, sonreí.
—Nunca me gustó tu dios —le dije.
—Por eso mi marido no deja de decir que eres malo —añadió Æthelflaed sonriendo.
—¿Eso dice?
—Dice que estás hechizado, que no se puede confiar en ti y que eres un traidor.
Sonreí y guardé silencio.
—Cerdo, simplón, animal… —continuó Gisela la retahíla.
—Se refiere a mí —le aclaré a la joven.
—Pero muy cariñoso —concluyó mi esposa. Æthelflaed no apartaba los ojos de mí.
—Te tiene miedo y Aldelmo te odia —continuó—. Si le presenta la ocasión, te matará.
—Que lo intente —repuse.
—Aldelmo quiere que mi esposo sea rey —añadió la joven.
—¿Y qué dice tu marido?
—A él le encantaría —dijo Æthelflaed, cosa que no me sorprendió.
En Mercia no había rey y Æthelred aspiraba a serlo, pero mi primo no era nada sin el apoyo de Alfredo y el rey no quería que nadie se erigiese en rey de Mercia.
—¿Por qué tu padre no le designa rey de Mercia? —le pregunté.
—Algún día lo hará —repuso.
—Pero habrá que esperar.
—Mercia es una tierra de gente orgullosa —dijo la joven, y no todos ven a Wessex con buenos ojos.
—Y te utiliza a ti para que se muestren más benevolentes con Wessex.
—A lo mejor lo que mi padre tiene en mente es que su primer nieto sea el rey de Mercia —aventuró, llevándose una mano a la barriga—, un rey de sangre sajona.
—Y de la sangre de Æthelred —añadí, con acritud.
Dio un suspiro.
—No es un mal hombre —dijo, con melancolía, como tratase de convencerse a sí misma.
—Te pega —aseveró Gisela, de mal humor.
—Aspira a ser un hombre bueno —añadió Æthelflaed, tocándome un brazo—; aspira a ser como tú, Uhtred.
—¡Hay que ver! —dije, con una risotada.
—Aspira a ser un hombre que inspire temor —me aclaró.
—Si eso es cierto, ¿por qué sigue aquí, perdiendo el tiempo? ¿Por que no se pone al frente de sus barcos y se va a luchar contra los daneses?
La muchacha suspiró de nuevo.
—Porque Aldelmo le aconseja que no lo haga. Aldelmo es de la opinión de que si Gunnkel se asienta en Cent o en Anglia Oriental —continuó Æthelflaed—, mi padre tendrá que disponer de más tropas aquí, y su obligación es la de permanecer atento a cuanto ocurra en el este.
—Eso es lo que tiene que hacer, en cualquier caso —repliqué.
—Pero Aldelmo asegura que si a mi padre no le queda otro remedio que estar pendiente todo el tiempo de la horda de paganos que merodea por el estuario del Temes, no prestará demasiada atención a los asuntos de Mercia.
—La tierra en la que mi primo pretende alzarse como rey —dije, como quien no quiere la cosa.
—Ésa será la recompensa que exigirá por haber defendido la frontera norte de Wessex.
—Y tú serás reina —añadí.
—¿Crees que es eso a lo que aspiro? —me preguntó, torciendo el gesto.
—No —tuve que reconocer.
—Claro que no —aseguró—. Lo que quiero es que los daneses se vayan de Mercia, de Anglia Oriental y de Northumbria.
Era poco más que una niña, una frágil muchacha, de nariz chata y ojos resplandecientes, pero del mismo temple que el acero. Eso me lo estaba diciendo a mí, que les tenía afecto a los daneses por haberme criado y porque Gisela era una de las suyas. No tenía pelos en la lengua. Odiaba a los daneses con todas sus fuerzas, un rencor que había heredado de su padre. De repente, se estremeció y el acero se destempló.
—Y también quiero vivir —concluyó.
No supe qué responderle. Muchas mujeres morían al dar a luz. En las dos ocasiones en que Gisela se puso de parto, había ofrecido sacrificios a Odín y a Thor, y ni por ésas dejé de tener miedo, igual que me sentía asustado en aquel momento, embarazada de nuevo como estaba.
—Para eso están las parteras —comentó Gisela—; tienes que tener fe en las hierbas y los bebedizos que te den.
—No —replicó Æthelflaed, con firmeza—; no es eso, no.