La canción de la espada (29 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La canción de la espada
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La respuesta a esa pregunta estaba más que clara, lo que no evitó un debate general, preñado de divagaciones, mientras discutíamos sobre cuántos hombres necesitaríamos para defender las murallas. No participé en la discusión. Me apoyé en el muro posterior de la estancia, y me dediqué a observar qué
thegns
se mostraban entusiastas y quiénes reticentes. De vez en cuando, el obispo Erkenwald me miraba, como queriendo saber por qué no aportaba mi granito de arena en medio de tamaña confusión, pero preferí guardar silencio. Æthelred escuchaba a todos con interés y, por fin, llegó a una conclusión.

—Mi rey —aseveró muy ufano—, la ciudad necesita una guarnición de dos mil hombres.

—De Mercia, claro está —repuso Alfredo—. Esos hombres han de salir de Mercia.

—Por supuesto —admitió Æthelred, mientras yo observaba que algunos
thegns
mantenían sus reservas.

Alfredo también se dio cuenta, y me preguntó:

—Eso cae bajo vuestra responsabilidad, lord Uhtred. ¿No tenéis nada que decir?

Sentí deseos de bostezar, pero logré controlarme.

—Tengo algo mejor que una opinión, mi rey —repuse—; me atendré a hechos.

Alfredo alzó una ceja, y se me quedó mirando con un gesto de desaprobación.

—¿Y bien? —exclamó irritado, al ver que no acababa de darle una respuesta.

—Cuatro hombres por cada vara —respondí; una vara era el equivalente de seis pasos, unos cinco metros más o menos, una disposición que no me había inventado yo, sino que había impuesto el propio Alfredo. Cuando ordenó que se erigiesen las ciudadelas, había calculado tan meticulosamente como siempre cuántos hombres serían necesarios para defender cada fortaleza, cifra que venía determinada por la longitud de las murallas. Las defensas de Coccham, por ejemplo, medían mil cuatrocientos pasos, así que entre mis tropas y el
fyrd
debíamos proporcionar mil guerreros para su defensa. Pero Coccham no era sino una pequeña ciudadela; Lundene era una ciudad.

—¿Cuánto miden las murallas de Lundene? —quiso saber Alfredo.

Miré a Æthelred, como si confiase en que él le daría la respuesta. Al verlo, también el rey clavó los ojos en su yerno Æthelred se quedó un instante pensativo y, en lugar de decir la verdad, que no tenía ni idea, hizo un cálculo aproximado

—Unos ochocientos pasos, mi rey.

—La muralla que mira a tierra firme mide seiscientos noventa y dos pasos —aseguré tajante—, y la parte que da al río tiene una longitud de trescientos cincuenta y ocho pasos lo que equivale, mi rey, a mil cincuenta varas.

—Cuatro mil doscientos hombres —calculó el obispo Erkenwald de inmediato, lo que me dejó muy impresionado. Yo había tardado mucho más en llegar a esa cifra, y no me sentí seguro de haber hecho los cálculos pertinentes hasta que Gisela se ofreció a repasarlos.

—Ninguno de nuestros enemigos está en condiciones de atacarnos por todas partes al mismo tiempo —continué—, así que he calculado que, para la defensa de la ciudad, nos bastaría con una guarnición de tres mil cuatrocientos hombres.

Uno de los
thegns
de Mercia emitió un silbido, como si aquella cifra le pareciese una quimera.

—Sólo son mil guerreros más que la guarnición que defiende Wintanceaser, mi rey —concluí, aunque, claro está, Wintanceaster estaba enclavada en un condado sajón leal, acostumbrado a que sus hombres respondiesen a las necesidades del
fyrd
.

—¿De dónde sacaréis esos hombres? —me preguntó uno de los
thegns
.

—Vosotros nos los proporcionaréis —repliqué con afilada sequedad.

—Pero… —comenzó a decir aquel hombre, hasta que desistió. Estaba a punto de evidenciar que el
fyrd
de Mercia era un instrumento inservible, debilitado por falta de uso, y que cualquier intento de reunirlo podía levantar ampollas entre los señores daneses que gobernaban el norte de Mercia. Aquellos hombres estaban acostumbrados a agachar la cabeza y a guardar silencio, como los podencos, que tiritan ocultos entre la maleza para no atraer a los lobos.

—No hay excusas que valgan —repuse en voz alta y aún más cortante—. Si un hombre no contribuye a la defensa de su país es un traidor, que debe ser despojado de sus propiedades, condenado a muerte y su familia reducida a la esclavitud.

Pensé que Alfredo rebatiría aquellas afirmaciones, pero guardó silencio y, por si fuera poco, hizo un gesto de asentimiento. Yo era la espada que colgaba de su cintura, y estaba claro que se sentía satisfecho de que hubiera blandido el acero en aquel instante. Los hombres de Mercia callaban.

—Necesitamos también hombres para los barcos, mi rey —añadí.

—¿Barcos? —preguntó Alfredo, extrañado.

—¿Barcos? —repitió Erkenwald.

—Necesitamos tripulantes —le aclaré; cuando nos apoderamos de Lundene, habíamos capturado veintiún barcos, diecisiete de los cuales eran navíos de guerra; los cuatro restantes eran más espaciosos, naves de carga, pero que también podían sernos de utilidad—. Dispongo de los barcos —continué—, pero necesito marineros, tripulaciones de guerreros avezados.

—¿Pensáis defender la ciudad con barcos? —preguntó el obispo, en tono desafiante.

—¿De dónde si no sacaréis el dinero? —le repliqué—. De los derechos de tránsito. Ahora ningún comerciante se atreve a llegar hasta aquí; así que lo primero que tenemos que hacer es expulsar del estuario a las naves enemigas. Para acabar con esos piratas, he de disponer de tripulaciones aguerridas. Puedo recurrir a mis tropas, pero otros hombres habrán de ocupar sus posiciones en la guarnición de la ciudad.

—Yo también necesito barcos —terció Æthelred, de improviso.

Me quedé tan sorprendido de que Æthelred también necesitase embarcaciones que no fui capaz de articular palabra. La tarea que se le había encomendado a mi primo era la defensa del sur de Mercia: empujar a los daneses hacia el norte, hasta obligarles a abandonar su territorio, es decir pelear en tierra firme. Y ahora se descolgaba con que necesitaba barcos. ¿Para qué? ¿Para surcar pastizales?

—Lo que propongo, mi rey —dijo, con una sonrisa y voz meliflua y aduladora—, es que todos los barcos al oeste del puente queden bajo mi mando para ponerlos a vuestro servicio —añadió, haciendo una reverencia—, y que mi primo disponga de los barcos del otro lado.

—Que… —comencé a decir, pero me interrumpió Alfredo.

—Me parece justo —aseveró el rey con firmeza.

No era justo, era una insensatez. Sólo había dos barcos de guerra en la parte del río que quedaba al este del puente, mientras que del otro lado de la brecha había quince navíos de combate. Aquellas quince embarcaciones me habían llevado a la conclusión de que, antes de que lo derrotásemos, Sigefrid había pensado llevar a cabo una incursión importante en los dominios de Alfredo. Necesitaba aquellos barcos para acabar con los enemigos que surcaban el estuario. Pero Alfredo, deseoso de que todos vieran que apoyaba a su yerno, hizo caso omiso de mis reparos.

—Utilizaréis los barcos de que disponéis, lord Uhtred —insistió—, y os enviaré a setenta hombres de mi guardia personal como tripulación de una de esas naves.

¿Así que dispondría de dos barcos para expulsar a los daneses del estuario? Me desentendí del asunto, y volví a apoyarme en la pared, mientras seguían con su monótona disensión sobre los derechos de tránsito que habrían de aplicar las exacciones que deberían pagar las embarcaciones procedentes de los condados vecinos; entretanto no dejaba de preguntarme por qué no me había ido al norte, donde los hombres manejaban la espada a su antojo, había pocas leyes y mucha diversión.

Al concluir la reunión, el obispo Erkenwald se acercó a mí. Estaba abrochándome el cinturón de la espada, cuando reparé en su mirada acuosa.

—Habéis de saber —me dijo a modo de saludo— que me opuse a vuestro nombramiento.

—Yo también me habría mostrado contrario a vuestra designación —repuse, con acritud, irritado todavía por el modo en que Æthelred me había arrebatado quince barcos.

—Acaso Dios no dispense sus bendiciones a un guerrero pagano —añadió el recién nombrado obispo—, pero el rey, en su prudencia, considera que sois un buen soldado.

—Todos sabemos lo prudente que es Alfredo —repuse con sorna.

—He hablado con lord Æthelred —continuó, sin prestar atención a lo que le acababa de decir— y está de acuerdo en que ordene a los condados más próximos a Lundene que nos envíen hombres. ¿Tenéis algún inconveniente?

Erkenwald me estaba diciendo que ahora tenía autoridad para convocar el
fyrd
. Habría sido mejor que ese poder hubiera recaído en mí, pero imaginé que contaba con la aprobación de Æthelred. A pesar de lo mal que me caía el obispo, en ningún momento dudé de su lealtad a Alfredo, así que le dije que sí, que me parecía bien.

—En ese caso, informaré a lord Æthelred de que dais vuestra aprobación —añadió, con gran formalidad.

—Cuando habléis con él, decidle que deje de maltratar a su esposa.

Erkenwald se estremeció, como si le hubiera propinado una bofetada.

—Es un deber cristiano inculcar la obediencia a la propia esposa —repuso, sofocado— igual que obligación suya es someterse a los dictados de su marido. ¿Acaso no habéis escuchado mi sermón?

—De cabo a rabo —repliqué.

—Se lo tenía merecido —refunfuñó Erkenwald—. ¡Es orgullosa y le planta cara!

—Pero si no es más que una niña y, además, está embarazada —contesté.

—Caprichoso es el corazón de un niño —repuso Erkenwald—, ¡eso es lo que nos dice Dios! ¿Y qué nos reclama para enmendar esa situación? ¡Que apliquemos la vara de la corrección con el rigor pertinente! —concluyó, estremeciéndose—. ¡Eso es lo que debemos hacer, lord Uhtred! ¡Hay que pegar a un niño para que obedezca! Porque los niños aprenden con dolor y a fuerza de golpes, y esa niña embarazada debe aprender cuáles son sus deberes. ¡Así lo ha dispuesto Dios! ¡Alabado sea!

* * *

La semana pasada me enteré de que quieren elevar a los altares a Erkenwald. Unos curas que pasaron por mi casa, a orillas del mar del Norte, me dijeron que estoy a un paso de abrasarme en el fuego del infierno, pero que si me arrepiento, iré al cielo, donde viviré para siempre en la gloria con los santos.

Prefiero arder como una tea hasta la consumación de los tiempos.

C
APÍTULO
VII

El agua corría por las palas de los remos y las gotas que caían se estrellaban en un mar de franjas luminosas y resplandecientes, que tan pronto se agitaban con lentitud, inestables y alejadas, como al unísono y acompasadas. Sin hacer ruido, nuestro barco se mecía en aquel resplandor ondulado.

Hacia el este, el cielo parecía de oro líquido, derramándose alrededor de una nube que cubría el sol; el resto del firmamento era azul, pálido hacia el este y más oscuro hacia el oeste, por donde se ausentaba la noche camino de tierras desconocidas allende el ancho océano.

Por el sur, a corta distancia, veía la costa verde y marrón de Wessex, desnuda de árboles. No podía acercarme más, porque aquellas aguas que iban y venían con suavidad escondían bancos de lodo y arena. Si bien los remos estaban en reposo y no soplaba viento, la nave se desplazaba sin cesar hacia el levante, arrastrada por la marea y la poderosa corriente del río. Estábamos en el estuario del Temes, un colosal espacio abierto, lleno de agua, lodo, arena y terror.

Nuestro barco carecía de nombre y no ostentaba cabezas de animales ni en la proa ni en la popa. Era una embarcación de carga, ancha, remolona, panzuda y lenta, una de las dos que había apresado en Lundene. Disponía de una vela, plegada en un mástil astillado. La marea nos guiaba hacia aquel amanecer dorado.

Yo iba de pie sujetando el gobernalle con la mano derecha. No llevaba casco y tanto la cota de malla como las dos espadas colgadas de mi cintura permanecían ocultas bajo un sucio capote marrón de lana. Doce remeros ocupaban las bancadas, tenía a Sihtric a mi lado y otro hombre iba en el altillo de proa. Ninguno de nosotros parecía llevar armadura o portar armas.

Queríamos parecer un carguero que bordeaba la costa de Wessex, intentando que no lo descubriera ningún barco de los que navegaban por el extremo norte del estuario. Pero ya nos habían visto.

Uno de aquellos depredadores se mantenía al acecho desplazándose rumbo al sureste, a la espera de que virásemos y tratásemos de huir río arriba, a contracorriente. Se hallaba a una milla más o menos de nosotros; podía distinguir el palo recto, corto y negro de la proa, coronado con la cabeza de un animal. El capitán ya debía de haberse dado cuenta de que nuestros remos no se movían; quizás estuviera pensando que el pánico nos había paralizado. Se imaginaría que estábamos discutiendo sobre lo que había que hacer. Sus remos se movían con lentitud, pero cada golpe acercaba aquel barco lejano al punto en que bloquearía nuestra salida al mar.

Finan, que manejaba uno de los remos de proa de nuestro barco, echó un vistazo por encima del hombro.

—¿Cincuenta hombres? —aventuró.

—Quizá más —le contesté.

—¿Cuántos más? —preguntó, con gesto sonriente.

—No sé; quizás unos setenta —repuse, calculando a ojo. Nosotros éramos cuarenta y tres; todos, menos quince permanecían escondidos en el lugar en que se almacena carga en un barco de esas características. Tapados con retazos de velas viejas, parecía que transportábamos grano, sal o cualquier otro cargamento que hubiera que proteger de la lluvia o de las salpicaduras.

—Si son setenta, va a armarse una buena —exclamó Finan, encantado.

—No habrá tal —le repliqué—, no estarán preparados.

Tenía razón. Parecíamos una víctima propiciatoria: un puñado de hombres a bordo de una nave achaparrada. Los piratas nos abordarían, unos cuantos hombres saltarían y el resto de la tripulación se limitaría a contemplar la carnicería. Eso era, al menos, lo que yo esperaba. Como es natural, la tripulación del barco enemigo iría armada, pero jamás sospecharían que pensábamos presentar batalla, una situación para lo que mis hombres estaban más que preparados.

—¡Recordad que hemos de liquidarlos a todos! —grité, para que me oyesen con claridad los guerreros ocultos bajo los jirones de vela.

—¿A las mujeres también? —preguntó Finan.

—No, a ellas, no —repuse, aunque mucho me temía que no hubiera ninguna a bordo de la nave.

Acurrucado a mi lado, Sihtric alzó la vista y me miró de soslayo.

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