—Sí —repuso con calma—, tendría que estarlo.
—He venido para negociar vuestra libertad —le dije, dejando a un lado la cuestión de que eso era lo que menos deseaba en aquellos momentos—. Habéis de saber, señora, que hemos llegado a un acuerdo y que no tardaréis en volver a casa.
La noticia no pareció entusiasmarla. Ciego a lo que la joven sentía, el padre Willibald le sonreía afablemente. Æthelflaed le dedicó un remedo de sonrisa.
—Estoy aquí para daros los sacramentos —comentó el cura.
—Me gustaría recibirlos —repuso la muchacha, muy seria, antes de alzar los ojos hacia mí, con un gesto de desesperación—. ¿Podéis esperarnos un momento? —me rogó.
—¿Esperaros? —contesté, sorprendido al escuchar semejante petición.
—Aquí mismo —respondió—, mientras el querido padre Willibald y yo rezamos en el interior.
—Faltaría más —le dije.
Me sonrió agradecida y, en compañía de Willibald, se dirigió al interior de la cabaña. Mientras, me fui a dar una vuelta por las murallas, trepé por el muro, me incliné sobre la empalizada todavía caliente por el sol, y miré a la ensenada, abajo del todo. El barco que había visto ya no llevaba el dragón en la proa y avanzaba a golpe de remo por el canal. Unos hombres desataban la nave que permanecía amarrada para bloquear el acceso al río Hothlege. Unas pesadas cadenas, atadas a unas recias estacas hundidas en las fangosas riberas, sujetaban el barco por proa y por popa. La tripulación retiraba la cadena de proa, que iba unida a una maroma larga. La cadena se fue al fondo de la ensenada, mientras el barco, todavía amarrado de popa, viraba como una puerta al abrirse, cediendo ante el empuje de la marea. Una vez que los recién llegados lo dejaron atrás, los tripulantes del barco-esclusa halaron la maroma, recuperaron la cadena y arrastraron la embarcación hasta bloquear de nuevo el acceso a la ensenada. Al menos cuarenta hombres estaban allí no sólo para tirar de maromas y cadenas, sino también para ejercer como tripulación. Las amuradas del barco estaban reforzadas con planchas de madera perfectamente ensambladas tan altas como la arrufadura, que superaban con creces la altura de cualquier nave que pretendiera atacarlo. Apoderarse de aquella embarcación era como tomar al asalto la empalizada de una fortaleza. El barco que había exhibido la cabeza de dragón surcó el Hothlege, dejando atrás los buques encallados en la ribera de la ensenada, que unos hombres calafateaban con crines y alquitrán. El humo de las hogueras con que calentaban las calderas de brea ascendía por la ladera mientras, en el cálido atardecer, se oían los graznidos de las gaviotas que volaban en círculo allá en lo alto.
—Sesenta y cuatro barcos —dijo Erik, que había subido hasta donde me hallaba.
—Sí; ya los he contado —repuse.
—La semana que viene habrá cien embarcaciones —añadió.
—Con tantas bocas que alimentar, andaréis escasos de comida.
—Tenemos de todo —afirmó Erik, como quien no quiere la cosa—: disponemos de redes para pescar peces y anguilas, y cazamos aves salvajes. Comida no nos falta. Además, con el oro y la plata que recibamos compraremos montones de trigo, cebada, avena, carne, pescado y cerveza.
—También hombres —supuse.
—Así es —asintió.
—De modo que el pago de Alfredo servirá para acabar con Wessex —concluí.
—Eso parece —repuso Erik con calma. Dirigió la mirada hacia el lejano sur por encima de las verdes tierras de Cent. Por allí el cielo se iba cubriendo de enormes nubes, blancas y plateadas por arriba, oscuras por debajo.
Me volví para echar un vistazo al campamento amurallado. Steapa salía de una cabaña. Mostraba una leve cojera al andar y llevaba la cabeza vendada. Parecía un poco achispado. Al verme, me saludó con la mano, se sentó a la sombra delante de la cabaña de Sigefrid y se quedó dormido.
—¿Creéis —dije, de espaldas a Erik todavía— que Alfredo no ha tenido en cuenta todo lo que podréis comprar con el dinero del rescate?
—¿Qué podría hacer para evitarlo?
—No soy quién para decíroslo —repliqué, dando a entender que sabía la respuesta. Lo cierto era que si en Wessex se presentaban siete u ocho mil hombres del norte, no habría más remedio que plantarles cara y, en mi opinión, la batalla sería una carnicería, más sangrienta que la de Ethandun. Al final, lo más probable era que hubiera un nuevo soberano en Wessex y un nuevo nombre para el reino, Norseland o algo parecido.
—Habladme de Guthred —reclamó Erik de improviso.
—¡Guthred! —repuse, sorprendido ante semejante ruego. Guthred era hermano de Gisela y rey de Northumbria, y no lograba entender qué tenía que ver con Alfredo, con Æthelflaed o con el propio Erik.
—Es cristiano, ¿verdad? —quiso saber Erik.
—Al menos eso dice.
—¿Lo es?
—¿Quién podría asegurarlo? —repliqué—. Afirma que es cristiano, pero dudo que haya renunciado al culto de los verdaderos dioses.
—¿Os cae bien? —me preguntó con gesto preocupado.
—Guthred le cae bien a todo el mundo —contesté, y así era; no dejaba de sorprenderme que un hombre tan afable como indeciso se hubiera mantenido en el trono tanto tiempo. Hasta donde sabía, mi cuñado contaba con el apoyo de Ragnar, mi hermano del alma, y nadie se atrevía a plantar cara a las feroces huestes que éste acaudillaba.
—Era sólo un comentario —dijo Erik, y se quedó callado; aquel silencio bastó para confirmarme que acariciaba un sueño.
—¿Acaso se os ha pasado por la cabeza —le pregunté a bocajarro— que Æthelflaed y vos podríais disponer de un barco, quizá la nave de vuestro hermano, y trasladaros a Northumbria para vivir bajo la tutela de Guthred?
Erik se me quedó mirando como si le hubiera leído el pensamiento.
—¿Os lo ha dicho ella? —me preguntó.
—Vuestros rostros lo dicen todo —repliqué.
—Guthred nos daría protección.
—¿Cómo? —le pregunté—. ¿Imagináis que reunirá su ejército si a vuestro hermano le da por perseguiros?
—¿Mi hermano? —se sorprendió Erik, como si Sigefrid estuviera dispuesto a perdonarle cualquier cosa.
—Sí, el mismo que confía en obtener un rescate de tres mil libras de plata y quinientas libras de oro —repuse con acritud—, y que perderá esa suma, si decidís llevaros a Æthelflaed. ¿Pensáis que no intentará recuperarla?
—Vuestro amigo, Ragnar… —balbució Erik.
—¿Pretendéis que Ragnar dé la cara por vos? ¿Por que debería hacerlo? —le pregunté.
—Porque vos se lo pediríais —replicó Erik, sin dudarlo un instante—. Æthelflaed asegura que os queréis como hermanos.
—Así es.
—Pedídselo, pues —me suplicó.
Alcé la vista y contemplé las nubes en la lejanía, pensando en cómo nos dejamos llevar por la dulce enajenación del amor, aunque nos cambie la vida.
—¿Cómo os defenderéis de los asesinos que, sin duda, se presentarán en mitad de la noche, de esos hombres sedientos de venganza que prenderán fuego a vuestra cabaña?
—Sabré cómo guardarme de ellos —replicó testarudo.
Contemplé de nuevo el cielo anubarrado, y supuse que Thor lanzaría sus rayos sobre los campos de Cent antes de que acabase aquel atardecer de verano.
—Æthelflaed es una mujer casada —sugerí con delicadeza.
—Con un cabrón degenerado —añadió Erik, furioso.
—Su padre piensa que el matrimonio es una institución sagrada —le aclaré.
—Alfredo no la obligará a regresar desde Northumbria —aseguró Erik, muy convencido—. Ningún ejército sajón de Wessex se aventuraría a llegar tan lejos.
—Enviará curas para que le remuerda la conciencia —continué—, y no estéis tan seguro de que no mande hombres en su busca. No tiene por qué ser un ejército. Bastaría con una partida de osados guerreros.
—¡Sólo pido una oportunidad! —exclamó—. Una cabaña en un valle, unas tierras de labranza y unos cuantos animales de cría, ¡un lugar en el que podamos vivir en paz!
Guardé silencio durante un rato. En mi opinión, en sus sueños, Erik, construía un barco, una maravillosa embarcación, una nave exquisita, de airosa quilla. Pero sólo era una ilusión. Cerré los ojos y traté de medir mis palabras:
—Æthelflaed es una recompensa —dije—. Tiene un precio. Es hija de un rey y ha recibido tierras como dote. Es pudiente, hermosa y valiosa. Cualquier hombre que sueñe con hacerse rico deseará saber dónde se encuentra. Cualquier carroñero en pos de dinero fácil sabrá dónde dar con ella —añadí, mientras me daba media vuelta para mirarle—. Cuando atranquéis la puerta cada noche, tendréis miedo de los enemigos que estarán al acecho en la oscuridad, y saldréis a buscarlos cada mañana. No encontraréis un remanso de paz, ni nada que se le parezca.
—Dunholm —dijo, sin alterarse.
—Conozco el sitio —contesté, esbozando una media sonrisa.
—En tal caso, sabréis que allí se alza una fortaleza inexpugnable —continuó Erik con tenacidad.
—Yo la conquisté —repuse.
—Pero nadie será capaz de emular vuestra hazaña —afirmó Erik—, al menos no antes de que el mundo desaparezca. Podemos irnos a vivir a Dunholm.
—Dunholm está en el territorio de Ragnar.
—Le juraré fidelidad —replicó Erik muy convencido—. Seré súbdito suyo y le seré leal de por vida.
Reflexioné un momento, sopesando la viveza de los sueños de aquel muchacho y la dura realidad de la vida. Asentada en un recodo del río, coronando un risco escarpado, Dunholm era una plaza casi inexpugnable. Cualquier hombre que dispusiese de aquel bastión podría soñar con que moriría tranquilamente en su lecho: bastaba con disponer de un puñado de hombres armados para defender la única forma posible de llegar allí, un abrupto sendero rodeado de peñascos. Por otro lado, estaba seguro de que Ragnar se tomaría a bien la peripecia de Erik y Æthelflaed, así que me dejé llevar por la pasión que animaba al joven. Quizá su sueño no fuera tan descabellado como imaginaba.
—¿Cómo os llevaréis a Æthelflaed de aquí sin que se entere vuestro hermano? —le pregunté.
—Contando con vuestra ayuda —me contestó.
Al oír la respuesta, me pareció escuchar las risotadas de las tres Hilanderas. El sonido de un cuerno retumbó en el campamento. Supuse que era la llamada para acudir al banquete que Sigefrid nos había prometido.
—He jurado lealtad a Alfredo —dije con serenidad.
—No os pido que faltéis a vuestro juramento —replicó Erik.
—¡Sí, claro que sí! —me revolví—. Alfredo me encargó una misión, que he cumplido sólo a medias. ¡Lo que me queda por hacer es recuperar a su hija!
Erik apretó y aflojó sus enormes puños en torno a las afiladas puntas de la empalizada.
—Tres mil libras de plata y quinientas libras de oro —dijo—. Pensad cuántos hombres podrían comprarse con ese dinero.
—Ya lo he pensado.
—Basta una libra de oro para comprar una cuadrilla de buenos guerreros —continuó.
—Cierto.
—Disponemos de hombres suficientes como para atacar Wessex.
—Para atacarlo, quizá, pero no para derrotarlo.
—Si disponemos del oro y de los hombres, eso es lo que haremos.
—No lo dudo —admití.
—Además, el oro atraerá a más hombres —añadió Erik, sin darse un respiro— y más barcos, y este otoño o la próxima primavera lanzaremos nuestras hordas contra Wessex. Reuniremos un ejército que dejará tamañito al que vos derrotasteis en Ethandun. Arrasaremos las tierras. Nuestras lanzas, hachas y espadas se adentrarán en Wessex. Quemaremos vuestras ciudades, convertiremos en esclavos a vuestros hijos, abusaremos de vuestras mujeres, nos apoderaremos de la tierra y mataremos a todos los hombres. ¿Tiene eso algo que ver con vuestra idea de servir a Alfredo?
—¿Son ésos los planes de vuestro hermano?
—Para que eso suceda —prosiguió Erik, haciendo caso omiso de mi pregunta, porque de sobra sabía que estaba al tanto de la respuesta—, tendrá que entregar a Æthelflaed a su padre a cambio de dinero.
—Así es —admití. Si no se pagaba el rescate, los hombres acampados dentro y en los alrededores de Beamfleot desaparecerían como el rocío en una mañana de calor. No llegarían más barcos, y Wessex se vería libre de amenazas.
—A mi entender, habéis jurado que serviríais a Alfredo de Wessex —afirmó Erik con respeto—. ¿Creéis, lord Uhtred, que servir al rey pasa por consentir que mi hermano se haga lo bastante rico como para acabar con él?
Se me pasó por la cabeza que el amor había puesto a Erik en contra de su hermano, que su pasión segaría como una daga cualquier juramento que hubiera pronunciado con anterioridad. El amor es más fuerte que todo. Sonó de nuevo el cuerno, apremiante. Raudos, los hombres se encaminaban hacia el gran salón.
—¿Sabe vuestro hermano que amáis a Æthelflaed? —le pregunté.
—Cree que es un capricho, que la dejaré en cuanto la plata esté aquí. Piensa que me lo paso bien con ella, y a él le hace gracia la situación.
—¿Se trata sólo de un capricho? —quise saber de inmediato, mirándole a sus ojos sinceros.
—Eso no os incumbe —repuso desafiante.
—No, ya lo sé —contesté—, pero habéis solicitado mi ayuda.
Dudó un momento y asintió con la cabeza.
—No debería decíroslo —replicó a la defensiva—, pero los dos nos queremos.
Así que Æthelflaed había bebido el agua amarga antes de haber pecado, lo que me pareció muy sensato por su parte. Sonreí, pensando en ella, y me dirigí al banquete de Sigefrid.
* * *
Æthelflaed ocupaba un lugar de honor, a la derecha de Sigefrid, y yo estaba sentado a su lado. Erik estaba alejado de su hermano, junto a Haesten. Observé que Æthelflaed nunca miraba a Erik. Con tantos hombres como había en el salón muertos de curiosidad en cuanto a la hija del rey de Wessex, una sola mirada habría bastado para que cualquiera se diese cuenta de que se había convertido en la amante de Erik.
Los hombres del norte saben lo que es una fiesta por todo lo alto: comida más que abundante, cerveza escanciada con generosidad y espectáculos entretenidos. Había malabaristas, hombres que andaban sobre zancos, músicos, acróbatas y dementes, que provocaban carcajadas en las mesas más retiradas.
—No deberíamos reírnos de los locos —me comentó Æthelflaed, que apenas había probado bocado, aparte de picotear de un cuenco de berberechos hervidos.
—Les tratan bien —repuse—, y siempre es mejor tener comida y alojamiento que vivir entre animales.
En aquel instante, miraba a un loco desnudo que no dejaba de examinarse la entrepierna. Incapaz de sacar algo en limpio de lo que se traía entre manos, se acercaba a diferentes mesas, mientras los comensales se morían de la risa. Una mujer de pelo enmarañado, incitada por gritos soeces, se quitó toda la ropa que llevaba encima, sin que nadie entendiese a cuento de qué. Æthelflaed no apartaba los ojos de la mesa.