La canción de la espada (8 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La canción de la espada
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En aquel momento, no pensaba en Bebbanburg, donde nací, donde está mi fortaleza junto al mar del Norte, mi terruño. Siempre había pensado en que dedicaría la vida a arrebatárselo a mi tío, que me lo había quitado de las manos cuando aún era un niño. Soñaba con Bebbanburg y, en mis sueños, veía las rocas contra las que rompía aquel mar gris en forma de espuma blanca y sentía el vendaval que azotaba la techumbre de mi hogar. Sin embargo, mientras Björn hablaba no pensé en Bebbanburg, sólo pensaba en que sería rey, en que dominaría un territorio, en que estaría al frente de un gran ejército capaz de derrotar a mis enemigos.

También pensé en Alfredo, en las obligaciones que tenía para con él y en los juramentos que le había hecho. Sabía que si quería ser rey tenía que quebrantarlos. Pero, al fin y al cabo, ¿a quién se presta juramento sino a un rey? Y si un monarca puede revocar la promesa de un hombre, me dije, siendo rey podría liberarme de cualquier juramento. Todas esas ideas pasaban por mi cabeza como un remolino atrapado en un granero, cuyas ráfagas levantan briznas desde el suelo y ascienden vertiginosamente hacia el cielo. No era capaz de pensar con claridad. Estaba confuso, perdido como una hebra de paja en medio de aquel vendaval, y no era capaz de decidirme por el juramento que le había prestado a Alfredo o mi futuro como rey. Veía dos sendas ante mí: una era empinada y difícil, la otra discurría por un verde valle que me conducía a un trono. Por lo demás, ¿realmente tenía elección?
Wyrd bid ful arad.

Entonces, en mitad del silencio, Haesten se arrodilló inesperadamente ante mí.

—Mi rey —exclamó, con profundo respeto.

—Tú rompiste el juramento que me habías hecho —repuse con aspereza. ¿Por qué se lo dije en aquel preciso momento? Podía habérselo echado en cara antes, cuando estábamos en el salón, pero formulé la acusación delante de aquella tumba abierta.

—Lo hice, mi rey, y lo lamento —respondió.

Callé un momento. ¿En qué estaba pensando, en que ya era rey?

—Te perdono —contesté. Oía los latidos de mi corazón. Björn se limitaba a observarnos, mientras las llamas de las antorchas proyectaban lúgubres sombras sobre su rostro.

—Gracias, mi rey —dijo Haesten. A su lado, Eilaf
el Rojo
se postró ante mí y todos los hombres que se encontraban en aquel húmedo cementerio hicieron lo mismo.

—Todavía no soy rey —afirmé, avergonzado por el tono autoritario que había utilizado con Haesten.

—Lo seréis, mi señor —repuso Haesten—. Es lo que dicen las Norns.

Me volví hacia el cadáver.

—¿Qué más dijeron las tres Hilanderas?

—Que seríais rey —aseguró Björn— y rey de otros reyes. Serás el señor de los territorios que se extienden entre los dos ríos y el azote de vuestros enemigos. Seréis rey —se interrumpió de repente, comenzó a tener convulsiones y su torso se sacudió hacia delante. Cuando cesaron los espasmos, se quedó quieto un instante y se inclinó dando arcadas, antes de desplomarse lentamente sobre la tierra removida.

—Enterradlo de nuevo —ordenó Haesten a los hombres que le habían cortado el cuello al sajón, mientras se ponía de pie rápidamente.

—El arpa —le recordé.

—Se la devolveré mañana, mi señor —repuso Haesten, indicando que fuéramos al salón de Eilaf—. Hay comida y cerveza, mi rey, y una mujer para ti, o dos, si así lo prefieres.

—Tengo esposa —repliqué, con sequedad.

—En ese caso, disfrutaréis de comida, cerveza y una temperatura agradable —contestó con humildad. Los otros hombres seguían de pie. Los míos me miraban sorprendidos, confusos ante el mensaje que acababan de escuchar, pero decidí ignorarlos. Rey de otros reyes. Señor de los territorios entre los ríos. Rey Uhtred.

Miré a mis espaldas. Dos hombres removían la tierra para cubrir de nuevo la tumba de Björn; seguí a Haesten al interior y me senté en el centro de la mesa, en el lugar de honor. Observé a los hombres que habían asistido a la resurrección del muerto, y comprendí que, al igual que yo, estaban seguros de lo que habían visto, lo que significaba que sus tropas se pondrían del lado de Haesten. Un muerto era quien estaba al frente de aquella revuelta contra Guthrum, de aquella rebelión que se extendería por toda Britania y acabaría con Wessex. Apoyé la cabeza en las manos y reflexioné. Pensé en que sería rey y estaría al frente de los ejércitos.

—Me han dicho que vuestra esposa es danesa —comentó Haesten, interrumpiendo el hilo de mis pensamientos.

—Así es —repuse.

—De modo que los sajones de Mercia tendrán un rey sajón —añadió—, y los daneses de Mercia una reina de su pueblo. Tanto unos como otros estarán encantados.

Alcé la cabeza y me lo quedé mirando. Sabía que era listo y taimado, pero aquella noche se mostraba servil y muy comedido.

—¿Qué pretendes, Haesten? —le pregunté.

—Sigefrid y su hermano —replicó, sin responder a mi pregunta— quieren conquistar Wessex.

—Lo de siempre —dije con desprecio.

—Para ello —continuó, sin hacer caso de mi comentario— necesitaremos hombres de Northumbria. Ragnar acudirá si vos se lo pedís.

—Claro que lo haría —asentí.

—Si Ragnar viene, otros hombres le seguirán —añadió, mientras partía una hogaza de pan y me presentaba el trozo más grande. Delante de mí había una fuente de estofado, pero no lo probé; comencé a desmigajar el pan, acariciando esos granitos que siempre quedan después de moler el cereal. Ni siquiera me daba cuenta de lo que estaba haciendo; sólo mantenía las manos ocupadas, sin dejar de mirar a Haesten.

—No has respondido a mi pregunta —insistí—. ¿Qué quieres tú?

—Anglia Oriental.

—¿Ser el rey Haesten?

—¿Por qué no? —repuso con una alegre mueca.

—Claro, rey. ¿Por qué no? —respondí, mientras se le iluminaba el rostro con una amplia sonrisa.

—El rey Æthelwold en Wessex —continuó Haesten—, el rey Haesten en Anglia Oriental y el rey Uhtred en Mercia.

—¿Æthelwold? —pregunté con desdén, pensando en el sobrino beodo de Alfredo.

—El es el legítimo soberano de Wessex, mi señor —contestó Haesten.

—¿Y cuánto tiempo vivirá?

—No mucho —convino Haesten—, a no ser que sea más fuerte que Sigefrid.

—Es decir: habrá un Sigefrid de Wessex —añadí.

—Es muy posible que así sea, mi señor —replicó Haesten, sonriendo de nuevo.

—¿Qué será de Erik, su hermano?

—Erik quiere seguir siendo vikingo —me explicó Haesten—. Si su hermano se apodera de Wessex, él se queda con los barcos. Erik sería un rey de los mares.

De esa manera, seríamos Sigefrid de Wessex, Uhtred de Mercia y Haesten de Anglia Oriental. Tres comadrejas en un mismo saco, pensé, pero no dije nada.

—¿Y dónde empieza ese sueño? —le pregunté.

Se le borró la sonrisa y se puso serio.

—Sigefrid y yo tenemos hombres; no son muchos pero pueden ser el núcleo de un buen ejército. Si conseguís que Ragnar y sus daneses de Northumbria se unan a nosotros, dispondremos de fuerzas suficientes para conquistar Anglia Oriental. Cuando vean que Ragnar y vos estáis del mismo lado, la mitad de los señores de Guthrum se unirán a nosotros. Los hombres de Anglia Oriental se sumarán a vuestro ejército y conquistaremos Mercia.

—Y cuando dispongamos de los dos ejércitos, conquistaremos Wessex —concluí, al hilo de lo que decía.

—Así es —confirmó—. Cuando caigan las hojas y los graneros estén repletos, marcharemos sobre Wessex.

—Pero sin Ragnar —comenté—, estás atado de pies y manos.

Haesten asintió con la cabeza.

—Y Ragnar no se unirá a nosotros a menos que vos lo hagáis —repuso.

Aquello podía funcionar, pensé. Guthrum, rey danés de Anglia Oriental, había fracasado en todos sus intentos de conquistar Wessex y había firmado la paz con Alfredo. Pero que Guthrum se hubiera convertido al cristianismo y fuera aliado de Alfredo no significaba que otros daneses hubiesen abandonado el sueño de apoderarse de aquellas fértiles campiñas. Si lográbamos reunir un número considerable de hombres, Anglia Oriental caería en nuestras manos y los señores de ese territorio, siempre tan dados al pillaje, no dudarían en marchar sobre Mercia. Más tarde, las tropas de Northumbria, Mercia y Anglia Oriental caerían sobre Wessex, el territorio más rico y el último reino sajón en territorio sajón.

Pero yo había jurado a Alfredo que defendería Wessex. Le había prometido lealtad. Si no cumplimos nuestra palabra, no somos muy diferentes de los animales. Pero las Norns habían hablado; el destino es inexorable y nadie lo puede eludir. El hilo de mi vida ya estaba tejido y no podía cambiarlo, igual que no podía obligar al sol a desandar su trayectoria. Las Hilanderas me habían enviado un mensajero procedente del abismo para decirme que tenía que quebrantar mi compromiso y que sería rey, así que hice un gesto afirmativo y le dije a Haesten:

—Sea como tú dices.

—Tenéis que ir a ver a Sigefrid y a Erik —repuso—, y lo juraremos.

—Sí —respondí.

—Mañana saldremos para Lundene —dijo, mirándome fijamente.

Así había empezado todo. Sigefrid y Erik estaba dispuestos a defender Lundene, lo que representaba un desafío para los pobladores de Mercia que reclamaban que la ciudad era suya, al tiempo que eran una amenaza para Alfredo, que temía que Lundene cayese en manos enemigas, y un reto para Guthrum, que deseaba que la paz reinase en Britania. Pero no habría paz.

—Mañana saldremos para Lundene —repitió Haesten.

* * *

Partimos a caballo al día siguiente. Conmigo iban los seis hombres que me habían acompañado, mientras que Haesten llevaba a veintiuno de los suyos. Marchamos hacia el sur por Waeclingastraet, bajo una lluvia persistente que cubría de espeso barro los bordes del camino. Los caballos daban pena y nosotros parecíamos dejados de la mano de Dios. Mientras cabalgábamos, como sabía que Gisela me pediría que le contase la conversación hasta el último detalle, traté de recordar todo lo que me había dicho Björn
el Muerto.

—¿Y ahora? —me abordó Finan, poco después del mediodía. Haesten se había situado en cabeza, y Finan había espoleado su montura para ponerse a mi altura.

—¿Y ahora qué? —le pregunté yo.

—¿Vais a ser el rey de Mercia?

—Eso dicen las Hilanderas —repuse sin mirarle. Ambos habíamos sido esclavos en un buque mercante. Habíamos sufrido penalidades, nos habíamos muerto de frío, habíamos soportado privaciones y habíamos llegado a querernos como hermanos. Siempre tenía en cuenta su opinión.

—Esas hermanas juegan malas pasadas —apuntó Finan.

—¿Ésa es la opinión que le merecen a un cristiano? —le pregunté.

Sonrió. Llevaba la capucha por encima del casco y poco podía ver de su rostro feroz y enjuto pero, en cambio, sí advertía el brillo de sus dientes al reír.

—En Irlanda, yo era un personaje importante —repuso—; disponía de caballos rápidos como el viento, mujeres más hermosas que el sol y las mejores armas del mundo. Pero las Parcas me castigaron.

—Sin embargo, estáis vivo y sois libre.

—Soy un hombre que os ha prometido lealtad voluntariamente —contestó—, igual que vos, señor, hicisteis con Alfredo.

—Así es —repliqué.

—¿Prestasteis a la fuerza vuestro juramento a Alfredo? —me preguntó Finan.

—No —repuse.

La lluvia me daba en la cara, el cielo estaba bajo y la tierra parecía oscura.

—Si nadie puede eludir el destino —me preguntó Finan— ¿qué valor tienen nuestras promesas?

Hice como que no le había oído.

—Si yo rompo mi acuerdo con Alfredo —quise saber—, ¿faltaríais al que me hicisteis a mí?

—No, señor —dijo, sonriendo de nuevo—. Añoraría vuestra compañía —continuó—. ¿No echaréis vos de menos a Alfredo?

—No —admití, mientras nuestra conversación languidecía arrastrada por las ráfagas de lluvia; pero lo que acababa de decir Finan no dejaba de rondarme por la cabeza y eso me preocupaba.

Pasamos la noche cerca del gran santuario de san Albano. Los romanos erigieron allí una ciudad que, con el paso del tiempo, había venido a menos, así que nos instalamos en una casa danesa que quedaba hacia el este. Nuestro anfitrión nos recibió con afabilidad pero era un hombre parco en sus comentarios. Reconoció que había oído algo sobre el traslado de Sigefrid a la ciudad vieja de Lundene, pero sin condenar el hecho ni echar las campanas al vuelo. Como yo, llevaba el amuleto del martillo, pero también mantenía a un cura sajón que bendijo la comida: pan, tocino ahumado y judías. El clérigo era un recordatorio de que aquella casa se encontraba en Anglia Oriental, territorio cristiano y en paz con sus vecinos también cristianos. Sin embargo, nuestro anfitrión insistió en que el portón de la empalizada quedase bien asegurado y que hombres armados montasen guardia en aquella noche tan lluviosa. El aire parecía haberse calmado en aquel lugar, una bonanza que parecía presagiar el estallido de una tormenta en cualquier momento.

Durante la noche dejó de llover y, al amanecer, cabalgamos por tierras heladas y silenciosas. A medida que avanzábamos, encontramos gente que llevaba ganado a Lundene y Waeclingastraet parecía cada vez más concurrida. Los animales estaban en los huesos, pero no los habían matado en otoño para abastecer a la ciudad durante el invierno. Los dejamos atrás, mientras los vaqueros que los llevaban se ponían de rodillas al ver tantos hombres armados. Las nubes se disiparon por el este, de modo que, cuando llegamos a Lundene al mediodía, lucía el sol por encima de la capa de humo oscuro que se cierne constantemente sobre la ciudad.

Siempre me ha gustado Lundene. Es un lugar repleto de ruinas, comercios y gentes de mal vivir, que se extiende a lo largo de la orilla norte del Temes. Las ruinas eran de las construcciones que los romanos dejaron atrás cuando abandonaron Britania. La antigua ciudad coronaba las colinas del extremo este, rodeada por una muralla de piedra y ladrillo. Los edificios romanos jamás gustaron a los sajones, pues tenían miedo de sus fantasmas, y construyeron su propia ciudad hacia el oeste. Era un lugar de estrechos callejones de paja, cañas y madera; y también de pestilentes zanjas que, según ellos, conducían las aguas residuales al río, pero que, por lo general, permanecían estancadas e insalubres hasta que una buena tormenta de agua se las llevaba. La nueva ciudad sajona era un lugar muy concurrido, que apestaba al humo procedente de las herrerías y donde sólo se oían los gritos estridentes de los comerciantes, todos demasiado ocupados, como es natural, para molestarse en erigir una nueva Muralla defensiva. ¿Para qué la necesitaban, argumentaban los sajones, si los daneses parecían encantados de vivir en la ciudad vieja y no habían dado signos de querer acabar con los habitantes de la nueva? Aquí y allá, se alzaban algunas empalizadas, prueba de que algunos habían intentado preservar la nueva ciudad que tan rápidamente crecía, pero el fervor con que se acometían tales proyectos siempre acababa por languidecer, y las cercas se pudrían o robaban las vigas para levantar nuevos edificios en calles surcadas por desperdicios malolientes.

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