La canción de la espada (7 page)

Read La canción de la espada Online

Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La canción de la espada
3.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y fui al encuentro del hombre muerto.

* * *

Haesten nos guió en la oscuridad; recuerdo que pensé en lo fácil que tenía que ser, en medio de aquella negrura, afirmar que un muerto salía de su tumba y hablaba. ¿Cómo nos enteraríamos? Porque quizá podríamos oír lo que decía el cadáver, pero no así verlo; ya me disponía a protestar, cuando dos de los hombres de Eilaf salieron del salón con antorchas encendidas, que resplandecían en la noche húmeda. Nos llevaron a través de una pocilga; los cerdos alzaban la cabeza al ver la luz. Había llovido mientras estábamos en el interior; aunque sólo había sido un chubasco, de las ramas desnudas aún caían gotas de agua. Finan, inquieto por el sortilegio al que íbamos a asistir, no se apartaba de mi lado.

Fuimos colina abajo por un sendero hasta que llegamos a un prado pequeño en el que se alzaba lo que me pareció un granero. Una vez allí, arrimaron las antorchas a unas pilas de leña que no tardaron en prender y sus llamas bastaron para iluminar las paredes de madera y la húmeda techumbre de paja. A medida que la luz iba en aumento, reparé en que no se trataba de un prado, sino de un cementerio. El pequeño recinto estaba delimitado por montículos de tierra, y bien vallado para impedir que los animales desenterrasen a los muertos.

—Ésa era nuestra iglesia —me explicó Huda, que había aparecido a mi lado y me indicaba con la cabeza lo que había tomado por un granero.

—¿Eres cristiano? —le pregunté.

—Sí, señor. Pero ahora no tenemos cura —dijo, al tiempo que se santiguaba—. Los muertos van a la tumba sin confesión.

—Tengo un hijo enterrado en un cementerio cristiano —le comenté, mientras me preguntaba por qué se lo habría dicho. No solía pensar en mi hijo pequeño muerto. No había llegado a conocerlo. Su madre y yo estábamos malquistados. Pero, en aquella noche oscura, en aquel terreno húmedo perteneciente a los muertos, me acordaba de él—. ¿Por qué está enterrado en un cementerio cristiano este bardo danés? —le pregunté a Huda—. Me dijiste que no era cristiano.

—Porque murió aquí, señor, y lo enterramos antes de saber que no lo era. A lo peor, ésa es la razón de que no encuentre la paz.

—Quizá —repuse; entonces, oí una refriega a mis espaldas y lamenté no haber reclamado las espadas antes de salir del salón de Eilaf.

Cuando me volví, dispuesto para el ataque, dos hombres llevaban a rastras a un tercero hacia donde estábamos nosotros. Era un hombre menudo, joven y de pelo rubio. Sus ojos parecían enormes, a la luz de la hoguera. Se lamentaba. Los dos hombres que tiraban de él eran mucho más fuertes, así que no tenía nada que hacer. Dediqué un gesto burlón a Haesten.

—Es para llamar al muerto, señor —me explicó—; enviaremos un mensajero al otro lado del abismo.

—¿Quién es?

—Un sajón —dijo Haesten, sin prestar mayor atención.

—¿Merece morir? —le pregunté. No mostraba remilgos ante la muerte de nadie, pero me dio la sensación de que Haesten lo liquidaría como un niño que estrangula a un ratón y si no había razones para hacerlo, prefería no cargar con la muerte de un hombre sobre mi conciencia. No estábamos peleando: en la batalla, un hombre siempre tiene la posibilidad de ir a disfrutar de las eternas delicias del salón de Odín.

—Es un ladrón —dijo Haesten.

—Ladrón por partida doble —añadió Eilaf.

Me acerqué al joven y le obligué a mirarme alzándole la barbilla, de modo que pude comprobar que, en la frente, llevaba la marca a fuego de un culpable de latrocinio.

—¿Qué robaste? —le pregunté.

—Un capote, señor —susurró—. Tenía frío.

—¿Era el primer robo que cometías o el segundo? —insistí.

—Antes, había robado un cordero —me dijo Eilaf por detrás.

—Tenía hambre, señor —añadió el joven—, y mi hijo se estaba muriendo de inanición.

—Has robado en dos ocasiones, así que debes morir —sentencié. Tal era la ley imperante incluso en los territorios sin ley. El joven lloraba a lágrima viva, sin dejar de mirarme. Pensaba que me compadecería y ordenaría que lo dejasen con vida, pero le di la espalda. He robado muchas cosas a lo largo de mi vida, casi todas de mayor valor que un cordero o un capote, pero llevo a cabo mis pillajes mientras el dueño está mirando y es capaz de defender lo que es suyo con la espada. Sin embargo, el ladrón que roba al amparo de la oscuridad merece la muerte.

Huda no dejaba de persignarse una y otra vez. El jovenzuelo ladrón no paraba de gritarme cosas que yo no podía entender, hasta que uno de los que le custodiaban le cruzó la cara, el muchacho echó la cabeza hacia atrás y gritó. Finan mis tres sajones se aferraron a las cruces que llevaban al cuello

—¿Estáis dispuesto, señor? —me preguntó Haesten.

—Sí —repuse, tratando de mostrar aplomo, aunque, decir verdad, estaba tan nervioso como Finan. Hay una especie de telón que separa muestro mundo del reino de los muertos y, por mi parte, prefería que ese telón no se descorriera. Instintivamente, traté de echar mano de
Hálito-de-Serpiente
pero no estaba a mi alcance.

—Métele el mensaje en la boca —ordenó Haesten. Urde los guardianes intentó abrirle la boca, pero el prisionero se resistía, hasta que le cortó los labios con un cuchillo entonces, la abrió de par en par. Le pusieron algo encima la lengua—. La cuerda de un arpa —me explicó Haesten—; Björn sabrá qué es lo que queremos. Matadlo —les dijo a los esbirros.

—¡No! —gritó el joven, escupiendo el rollo de cuerda Y comenzó a gritar y a llorar, mientras los dos hombres le arrastraban hasta uno de los mojones de tierra. Se quedaron a ambos lados del montón de tierra, obligando al prisionero a inclinarse sobre una tumba. Un rayo de luna plateado se abrió paso en las nubes. El camposanto olía a lluvia recién caída.

—¡No, os lo ruego, no! —se desgañitaba el joven, estremecido—. Tengo mujer e hijos. ¡No, os lo ruego!

—Acabad con él —ordenó Eilaf
el Rojo.

Uno de los esbirros volvió a poner la cuerda de arpa la boca del mensajero, y le obligó a apretar las mandíbula Tiró hacia atrás con fuerza de la cabeza del joven, dejando la garganta al descubierto, que el otro danés rebanó de un corte rápido y certero, retirando el arma con celeridad. Escuche un grito sofocado y gutural y, a la luz de la hoguera, la sangre negra manó a borbotones, salpicó a los dos hombre cayó sobre la tumba y se deslizó, untuosa, sobre la hierba. El cuerpo del mensajero se retorció y se agitó un momento hasta que el chorro de sangre comenzó a perder fuerza, por fin, el joven se desplomó, sujetado por sus captores, que hicieron lo imposible porque las últimas gotas de sangre cayeron sobre la tumba. Cuando comprobaron que ya no salía sangre, se lo llevaron de allí, y arrojaron el cadáver junto a la cerca de madera que rodeaba el cementerio. Estaba sobrecogido. Ninguno de los presentes se movió. Una lechuza, de alas increíblemente blancas en semejante noche, voló por encima de mi cabeza y, sin pensarlo dos veces, acaricié el amuleto del martillo que llevaba, convencido de que había visto cómo el alma del ladrón se iba para el otro mundo.

Haesten permanecía de pie, al lado de la tumba manchada de sangre.

—¡Ahí tienes tu sangre, Björn! —gritó—. ¡Te he sacrificado una vida! ¡Te he enviado un mensaje!

Pero no pasó nada. El viento susurraba en la techumbre de la iglesia. Un animal se movió en la oscuridad, y todo volvió a quedar en silencio. Cayó un leño en una de las hogueras, y saltaron chispas por los aires.

—¡Ya tienes la sangre! —gritó Haesten, de nuevo—. ¿Quieres más?

Pensé que no iba a pasar nada, que había hecho el viaje en balde.

Pero, de repente, la tumba se removió.

C
APÍTULO
II

La tierra que cubría la tumba se removió.

Recuerdo que se me heló la sangre y que el terror se adueñó de mí, que no era capaz de respirar ni de dar un paso. Me quedé de pie, quieto, sin apartar la vista y al acecho de aquel horror.

La tierra se apartó con suavidad a ambos lados, como si un topo estuviera excavando una galería. El terreno se agitó aún más, y apareció algo de color gris. Aquella cosa gris serpenteaba, mientras la tierra se apartaba más rápidamente a medida que el ente blanquecino salía al exterior. Estábamos medio a oscuras; las hogueras ardían a nuestras espaldas y las sombras que proyectábamos se confundían con el fantasma que había surgido de aquel suelo invernal, un espectro que tomaba la forma de un inmundo cadáver que se tambaleaba sobre su tumba abierta: un hombre muerto, crispado, medio caído, que luchaba por encontrar el equilibrio y que, por fin, se puso en pie.

Finan me apretó el brazo con fuerza, sin darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo. Huda permanecía de rodillas, y se asía con todas sus fuerzas a la cruz que llevaba al cuello. Yo me quedé mirando.

El cadáver renqueó y emitió un ruido sordo, como un estertor. Escupió algo, y volvió a emitir unos ruidos apagados; se estiró lentamente hasta ponerse de pie y, a la macilenta luz de las llamas, reparé en que el hombre muerto estaba cubierto con una mortaja gris manchada. Tenía el rostro pálido y sucio, pero no mostraba signos de descomposición Un pelo largo, lacio y blanco, le caía sobre los estrechos hombros. Respiraba, pero con dificultad, igual que un moribundo. Y recuerdo que no me mostré sorprendido, porque aquel hombre que regresaba del reino de los muertos hacía los mismos ruidos que cuando había emprendido su viaje al otro mundo. Emitió un largo quejido y, luego, se sacó algo de boca. Lo arrojó hacia donde estábamos nosotros y, sin querer, di un paso atrás, antes de darme cuenta de que se trataba de la cuerda de arpa enrollada. Supe entonces que aquello que me parecía imposible era real, porque había visto cómo los esbirros le metían a la fuerza en la boca al granjero la cuerda enrollada, y aquel cadáver nos advertía de que había recibido el aviso.

—¿Es que nunca vais a dejarme en paz? —dijo el muerto a media voz y en tono cortante; mientras, a mi lado, Fin emitía algo parecido a un gemido de desesperación.

—Te saludamos, Björn —dijo Haesten, que era el único nosotros a quien no parecía importarle la presencia de aquel cadáver viviente; incluso se dirigió a él en tono de chanza.

—Quiero descansar en paz —repuso Björn, con una especie de graznido.

—Este es lord Uhtred —insistió Haesten, señalándome que ha enviado a muchos daneses al reino en el que vives.

—No estoy vivo —repuso Björn, con amargura, y comenzó a soltar gruñidos, mientras su pecho se agitaba entre nosotros, como si el aire de la noche le sentase mal—. Te maldigo —le dijo a Haesten, pero con voz tan débil que sus palabras no resultaban amenazantes.

Haesten se echó a reír.

—Hoy he estado con una mujer, Björn. ¿Te acuerdas de ellas, de la sensación de sus dulces muslos, del calor que desprende su piel? ¿Recuerdas los ruidos que hacen cuando las montas?

—Que Hel no se aparte de ti hasta el caótico fin de los tiempos —dijo Björn. Hel era la diosa de los muertos, el cadáver descompuesto de una diosa, una amenaza terrible, pero Björn la había formulado con tan poca fuerza que esta segunda amenaza, al igual que la primera, cayó en el vacío. El hombre muerto cerró los ojos, mientras su pecho seguía agitándose y hacía aspavientos con las manos al aire frío.

Yo estaba aterrorizado, y no me importaba confesarlo. En este mundo damos por sentado que los muertos yacen en sus alargados cobijos bajo la tierra y allí se quedan. Los cristianos aseguran que nuestros cadáveres resucitarán un día, cuando los aires retumben al son de las trompetas de los ángeles, el cielo resplandezca como oro pulido y los muertos salgan de sus tumbas, pero nunca me lo creí. Morimos, nos vamos al otro mundo y allí permanecemos. Sin embargo, Björn había regresado. Había plantado cara a los vientos de la oscuridad y a los lazos de la muerte, había luchado para volver a este mundo, y allí estaba, delante de nosotros, alto y macilento, inmundo y rezongón, mientras yo no dejaba de temblar. Finan había doblado una rodilla. Mis otros hombres estaban detrás de mí, pero estaba seguro de que estarían temblando, igual que yo. Sólo a Haesten parecía no importarle la presencia del hombre muerto.

—Cuéntale a lord Uhtred —le ordenó a Björn— lo que te dijeron las Norns.

Las Norns son las Hilanderas, las tres mujeres que tejen los hilos de nuestros destinos al pie de Yggdrasil, el árbol de la vida. Con cada niño que nace, devanan una nueva hebra, y saben hasta dónde llegará, con qué otras se entretejerá y cuál será su final. Lo saben todo. Sentadas, hilan sin parar y se ríen de nosotros. A veces, deciden que tengamos buena suerte; otras veces, nos hunden en la miseria y en lágrimas.

—Cuéntale —le ordenó Haesten, con impaciencia— lo que las Norns dijeron de él.

Björn, con los ojos cerrados, callaba, jadeaba y se retorcía las manos.

—Díselo —insistió Haesten—, y te devolveré el arpa.

—Mi arpa, quiero el arpa —dijo en tono melodramático.

—Te la dejaré en tu tumba —replicó Haesten—, y así podrás cantar a los muertos. Pero habla primero con lord Uhtred.

Björn abrió los ojos y me miró. Retrocedí espantado al ver aquellos ojos oscuros; hice un esfuerzo por sostenerle la mirada, simulando una valentía que no tenía.

—Vais a ser rey, lord Uhtred —dijo Björn, emitiendo un prolongado gemido, como si fuera un alma en pena—. Vais a ser rey —añadió entre sollozos.

El aire era frío. Unas gotas de lluvia me dieron en la cara. No dije nada.

—Rey de Mercia —continuó Björn, de repente y en voz alta, para sorpresa de todos los presentes—. Seréis rey de sajones y daneses, enemigo de los galeses, rey de los territorios que separan los ríos y señor de todo lo que os rodea. Seréis poderoso, lord Uhtred, porque las tres Hilanderas velan por vos —dijo, mirándome fijamente y, aunque el destino que me predecía parecía placentero, reparé en que había malicia en los ojos de aquel muerto—. Seréis rey —insistió, y estas últimas palabras iban cargadas de veneno.

Me olvidé del miedo en aquel momento, y recuperé mi orgullo y mi aplomo. No dudaba del mensaje que me transmitía Björn, porque los dioses no hablan a la ligera y las Hilanderas conocen nuestro porvenir. O como decimos los sajones:
Wyrd bid ful arad:
el destino lo es todo; algo tan cierto que hasta los mismos cristianos lo aceptan. Pueden negar la existencia de las tres Norns, pero de sobra saben que
Wyrd bid ful arad,
que el destino lo es todo. El hado es inexorable. Nadie puede cambiarlo. Está por encima de todos nosotros. Nuestras vidas ya están fijadas antes de que las vivamos, y yo iba a ser rey de Mercia.

Other books

Bellwether by Connie Willis
Coney by Amram Ducovny
Timeless Mist by Terisa Wilcox
BEAST by Pace, Pepper
Kingdom of Shadows by Barbara Erskine
Lucid by P. T. Michelle
Foreign Agent by Brad Thor
End of Manners by Francesca Marciano
Wedding Season by Darcy Cosper