La carta esférica (61 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: La carta esférica
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Kiskoros se iba abajo por momentos.

—Teníamos un coche alquilado —murmuró, confuso.

—Pues ya puedes —sugirió Palermo— devolver las llaves.

Su mechero no funcionaba, así que el cazador de tesoros se incorporó para inclinarse sobre la llama del farol de petróleo con el cigarrillo en la boca.

Parecía divertido con aquella espléndida broma en la que cada cual había tenido lo suyo.

—Ella nunca… —empezó a decir Kiskoros.

Tal vez lleguemos a tiempo, pensó Coy mientras trepaban por la escala y el aire de la noche le refrescaba la cara. Había muchas estrellas, y las siluetas de los barcos desguazados tenían una apariencia fantasmal, recortadas en las luces del puerto. Abajo, en el suelo de la bodega, el argentino ya no se quejaba. Había dejado de hacerlo cuando Palermo terminó de darle patadas en la cabeza, y la sangre que le salía a borbotones por la nariz chamuscada se mezclaba con la herrumbre del suelo, o chisporroteaba al mojar su ropa humeante. Se debatía al pie de la escala con la chaqueta ardiendo, dando alaridos, después que Nino Palermo, inclinado para encender el cigarrillo, lanzara contra él de improviso el farol: un arco de llamas que surcó con un zumbido la penumbra de la bodega, pasó por delante de Coy y le acertó a Kiskoros en el pecho, justo cuando estaba diciendo eso de ella nunca. Y nunca supieron lo que ella nunca habría hecho o dicho, porque en ese instante el petróleo del farol se le derramó encima, haciéndole soltar la pistola cuando una llamarada prendió en su ropa y le cubrió la cara. Un momento después Coy y el Piloto estaban de pie; pero Palermo, mucho más rápido, ya se había agachado, haciéndose con la pistola. Se quedaron así los tres, mirándose unos a otros sin pestañear mientras Kiskoros se retorcía en el suelo, entre fogonazos, pegando unos gritos que helaban la sangre. Al fin Coy cogió la chaqueta de Palermo y apagó las llamas dándole golpes con ella antes de echársela por encima. Al retirarla, Kiskoros humeaba hecho una piltrafa: en vez de pelo y bigote tenía rastrojos chamuscados, decía ay, ay, y en los intervalos emitía un ruido sordo, como si hiciera gárgaras con aguarrás. Entonces fue cuando Palermo le dio todas aquellas patadas en la cabeza de un modo sistemático, casi contable. Igual que si estuviera poniendo sobre una mesa los billetes de su indemnización por despido. Y luego, con la pistola en la mano pero sin apuntar a nadie, una sonrisa muy poco risueña en la boca, suspiró satisfecho y le preguntó a Coy si estaba dentro o fuera. Eso dijo: dentro o fuera, mirándolo al resplandor de las últimas llamas del farol roto en el suelo, con cara de tiburón noctámbulo camino de resolver viejas cuentas.

—Si le haces daño a ella, te mataré —respondió Coy.

Ésa era la condición. Lo dijo así aunque era el otro quien tenía la pistola de cromo y nácar en la mano. Y Palermo no se lo tomó a mal, sino que acentuó la mueca blanca de escualo y dijo de acuerdo, no la mataremos esta noche. Luego se guardó la pistola en el bolsillo y empezó a subir a toda prisa hacia el rectángulo de estrellas. Y ahora estaban los tres, Coy, Palermo y el Piloto, corriendo juntos por la cubierta oscura del bulkcarrier mientras al otro lado del puerto, bajo las grúas iluminadas y los focos de los muelles, el
Felix von Luckner
se preparaba para soltar amarras.

Había luz en la ventana del hostal Cartago. Junto a Coy sonó la risa de mastín exhausto: Palermo también miraba hacia arriba.

—La dama hace las maletas —apuntó el cazador de tesoros.

Estaban bajo las palmeras de la muralla, con el puerto abajo, a la espalda. Los edificios iluminados de la universidad Politécnica destacaban al extremo de la avenida desierta.

—Déjame hablar antes con ella —dijo Coy.

Palermo se tocó el bolsillo, donde llevaba la pistola de Kiskoros.

—Ni lo pienses. Ahora todos somos socios —seguía mirando hacia arriba, la mueca sombría—. Además, seguro que se las arregla para convencerte otra vez.

Coy encogió los hombros.

—¿De qué?

—De algo. Dale tiempo, y seguro que te convence de algo.

Cruzaron la calle seguidos por el Piloto. Palermo lo hizo sin perder de vista la luz de la ventana, y una vez en la puerta del hostal volvió a palparse el bolsillo.

—¿Todavía tiene aquel pistolón de Gibraltar?

Miraba con intensa fijeza. El ojo claro parecía vidrio frío.

—No sé. Puede que lo tenga.

—Mierda.

Palermo reflexionó un momento. Luego volvió a observar a Coy, como si reconsiderara su oferta de hablar con Tánger a solas.

—Ella tiene sus motivos —apuntó Coy.

El gibraltareño sonrió esquinado, a medias.

—Claro. Todos los tenemos —miró al Piloto, que aguardaba detrás, expectante—. Hasta él los tiene.

—Deja que le hable yo.

El otro aún lo pensó un poco.

—De acuerdo.

La encargada del hostal saludó a Coy, confirmándole que la señora estaba arriba y que había pedido la cuenta. Cruzaron el vestíbulo y subieron al segundo piso procurando no hacer ruido en la escalera. Había láminas de barcos enmarcadas en las paredes y una talla de la Virgen del Carmen en una hornacina. La puerta de la habitación se abría directamente sobre el rellano, al final de los peldaños. Estaba cerrada. Coy llegó hasta ella seguido por Palermo. La moqueta amortiguaba sus pasos.

—Prueba suerte —susurró el gibraltareño con la mano en el bolsillo—. Dispones de cinco minutos.

Coy empuñó el picaporte, haciéndolo girar sin dificultad. No estaba puesto el pestillo. Y en ese momento, mientras abría la puerta, comprendió lo inútil de todo aquello. Lo absurdo de su presencia allí, amante despechado, amigo engañado, socio estafado. En realidad, descubrió de pronto, puestos a considerar las cosas en frío, él no tenía nada que decir. Ella estaba a punto de marcharse, pero en realidad ya se había ido mucho antes, dejándolo atrás, a la deriva; y nada de lo que él pudiera decir o hacer iba a cambiar el curso de las cosas. En cuanto a las esmeraldas, acostumbrado a pensar en ellas como en una quimera inalcanzable, a Coy no le habían importado antes, y tampoco le importaban ahora.

Tánger era lo que había querido ser. Quiso elegir libre, y él supo siempre que así sería, desde el principio. Había visto la vieja copa de plata sin un asa, y la fotografía de la niña que sonreía en blanco y negro. Era suficiente para comprender que la palabra engaño estaba fuera de lugar, incluso a pesar de ella misma. Y Coy habría dado en ese momento la vuelta para marcharse, pasar junto al Piloto y seguir caminando hasta el
Carpanta
con escala previa en el bar más próximo, de no haber iniciado ya el movimiento de abrir la puerta. No sentía rencor, y ya ni siquiera sentía curiosidad. Pero la puerta se abría más y más, descubriendo la habitación, la ventana al fondo sobre el puerto, la bolsa de equipaje a medio hacer sobre la mesa, el paquete de las esmeraldas, y a Tánger de pie, con su falda azul de algodón oscuro y la blusa blanca y las sandalias, el pelo recién lavado y todavía húmedo, goteándole sobre los hombros sus puntas asimétricas. Y la piel moteada y atezada por todas aquellas semanas de mar y de sol, los ojos azul marino abiertos por la sorpresa, pavonados y metálicos como el acero del 357 magnum que acababa de coger de encima de la mesa al oír la puerta. Entonces Nino Palermo jugó su papel en aquella tragicomedia de engaños, y sin esperar los cinco minutos prometidos se deslizó desde la espalda de Coy hacia un lado, con la pistola de cromo y nácar reluciéndole en una mano. Coy abrió la boca para gritar no, alto, basta, rebobinemos toda esta historia absurda que hemos visto mil veces en el cine; pero ella ya había contraído la mano y un fogonazo estalló a la altura de sus caderas, con un estampido que llegó hasta Coy un milisegundo después que el impacto bajo sus costillas, un chasquido de refilón que lo hizo girar a medias, arrojándolo sobre Palermo que en ese momento disparaba a su vez. Esta vez el tiro atronó muy cerca los oídos de Coy, y quiso manotear para impedirle al gibraltareño usar de nuevo la pistola. Pero en ese momento hubo otro fogonazo a su espalda, y otro estampido sacudió el aire, y Palermo saltó atrás como arrancado de sus brazos, proyectado hacia el rellano y escaleras abajo. No había sonado bang, como en las películas, sino pumba, pumba, pumba, tres veces y todo muy seguido, y ahora quedaba una humareda de mil diablos en la habitación y un olor acre muy áspero, y un silencio absoluto. Y cuando Coy se volvió a mirar, Tánger ya no estaba allí. Miró mejor y vio que ya no estaba allí de pie, sino al otro lado de la mesa, tendida en el suelo, con un roto en la blusa bajo el que se derramaba la sangre en un chorro muy rojo, denso e intermitente, manchando la blusa y el suelo y manchándolo todo. Estaba allí moviendo los labios, y de pronto parecía muy joven y muy sola.

Fue entonces cuando salió a la calle y comprobó que era una noche perfecta, con la estrella Polar visible en su lugar exacto, cinco veces a la derecha de la línea formada por Merak y Dubh\. Anduvo hasta apoyarse en la balaustrada de la muralla, y se quedó allí, presionándose con una mano la herida sangrante en su cadera. Se la había tocado bajo la camisa, comprobando que las costillas estaban intactas, que el desgarrón era superficial y que él no iba a morir esa vez. Contó cinco débiles latidos de su corazón mientras contemplaba la dársena oscura, las luces de los muelles, el reflejo de los castillos en las montañas. Y el puente y la cubierta iluminados del
Felix von Luckner
, a punto de soltar amarras.

Tánger le había hablado. Seguía moviendo los labios cuando él se inclinó sobre ella mientras el Piloto intentaba taponar el agujero del pecho por donde se le escapaba la vida. Hablaba tan bajo, casi inaudible, que él tuvo que acercarse mucho a su boca para entender lo que decía. Le costaba demasiado esfuerzo componer las palabras, cada vez más débil, apagándose a medida que el charco rojo se extendía por el suelo bajo su cuerpo. Dame la mano, Coy, había dicho. Dame la mano. Prometiste que no me dejarías ir sola. La voz se extinguía, y el resto de vida parecía habérsele refugiado en los ojos, muy abiertos, casi desorbitados, como si en ese momento se asomaran a un páramo desolado que les inspirase horror. Lo juraste, Coy. Tengo miedo de irme sola.

No le dio la mano. Ella estaba en el suelo, como
Zas
sobre la alfombra de aquella casa en Madrid. Habían transcurrido miles de años, pero eso era lo único que a él le resultaba imposible olvidar. Todavía la vio mover los labios un poco más, pronunciando palabras que ya no escuchó, pues se había incorporado y miraba alrededor con aire aturdido: el bloque de esmeraldas sobre la mesa, el revólver negro en el suelo, el charco rojo que se extendía cada vez más, la espalda del Piloto inclinado sobre Tánger. Caminó por su propio páramo desolado al cruzar la habitación y bajar los peldaños, pasando junto al cadáver de Palermo que estaba tendido boca arriba en mitad de la escalera, las piernas en alto y la cabeza abajo y los ojos ni abiertos ni cerrados, la mueca de tiburón impresa en la cara y la sangre corriendo por los escalones hasta los pies de la aterrada recepcionista del hostal.

El aire de la noche afinó sus sentidos. Apoyado en la muralla notaba gotear su herida por la cadera, bajo la ropa, a cada latido del corazón. El reloj del ayuntamiento dio una campanada, y en ese momento la popa del
Felix von Luckner
empezó a apartarse lentamente. Bajo los focos halógenos de cubierta podía ver al primer oficial vigilando el trabajo de los marineros en el castillo de proa, junto a los escobenes de las anclas. Había dos hombres en el alerón, atentos a la distancia entre el casco y el muelle: sin duda el práctico y el capitán.

Oyó los pasos del Piloto a su espalda, y sintió que se apoyaba en la balaustrada a su lado.

—Ha muerto.

Coy no dijo nada. Una sirena policial sonaba lejana, acercándose desde la ciudad baja. En el muelle acababan de largar la última amarra del barco, y éste empezó a alejarse. Coy imaginó la penumbra del puente, el timonel en su puesto, el capitán atento a las últimas maniobras mientras la proa apuntaba entre las luces verde y roja de la bocana. Adivinó la silueta del práctico bajando hasta la lancha por la escala de gato que pendía de un costado. Ahora el barco ganaba velocidad, deslizándose con suavidad hacia el mar negro y abierto, con sus luces que se estremecían reflejadas en la estela y un último toque ronco de bocina que dejó atrás igual que una despedida.

—Cogí su mano —dijo el Piloto—. Ella creía que eras tú.

La sirena policial sonaba más cerca, y un centelleo azul asomó al extremo de la avenida. El Piloto había encendido un cigarrillo, y el resplandor del chisquero deslumbró la visión de Coy. Cuando recompuso la imagen, el
Felix von Luckner
ya navegaba por aguas libres. Experimentó una intensa añoranza viendo alejarse sus luces en la noche. Podía adivinar el aroma de la taza de café de la primera guardia, los pasos del capitán en el puente, el rostro impasible del timonel iluminado desde abajo por el compás giroscópico. Podía sentir la vibración de las máquinas bajo cubierta mientras el oficial de cuarto se inclinaba sobre la primera carta náutica del viaje, recién desplegada sobre la mesa para calcular un rumbo cualquiera: un buen rumbo trazado con reglas, lápiz y compás de puntas, en papel grueso cuyos signos convencionales representaban un mundo conocido, familiar, reglamentado por cronómetros y sextantes que permitían mantener la tierra a distancia.

Ojalá, pensó, me devuelvan al mar. Ojalá encuentre pronto un buen barco.

La Navata, diciembre 1999

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