Indiscreción

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Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

BOOK: Indiscreción
2.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

Harry y Madeleine Winslow son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Claire, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Harry, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

Charles Dubow

Indiscreción

ePUB v1.1

AlexAinhoa
17.10.12

Título original:
Indiscretion

© Charles Dubow, 2012

© de la traducción, M.ª José Díez, 2012

© Editorial Planeta, S. A., 2012

Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

© de la imagen de la portada, Cristina Reche

Primera edición en libro electrónico (epub): octubre de 2012

ISBN: 978-84-08-03437-7 (epub)

Editor original: AlexAinhoa (v1.0 - v1.1)

ePub base v2.0

Para Melinda

E così desio me mena

(Y así el deseo me lleva)

PETRARCA

Los grandes amantes están en el infierno…

JOHN CROWE RANSOM

Prólogo

El poeta A. E. Housman hablaba de «la tierra de las alegrías perdidas» y de que nunca podría volver allí donde una vez fue tan feliz.

Cuando yo era más joven, admiraba profundamente el sentimiento del poema, ya que no tenía la edad suficiente para saber lo banal que era. Los jóvenes siempre veneran la juventud, incapaces de imaginarse la vida pasada la treintena. No obstante, la idea de que el pasado es más idílico es absurda. Lo que recordamos es nuestra inocencia, nuestra fuerza, el deseo físico. Muchos se ven constreñidos por su pasado y no son capaces de mirar hacia adelante con cierto grado de seguridad porque no sólo no creen en el futuro sino que, además, no creen en ellos mismos.

Sin embargo, ello no nos impide teñir de rosa nuestros recuerdos. Algunos brillan con más fuerza, ya sea porque fueron más trascendentes o porque han cobrado más importancia en nuestro interior. Las vacaciones se confunden, las ventiscas, el nadar en el mar, los actos de amor, cogernos de la mano de nuestros padres cuando éramos muy pequeños, los momentos de profunda tristeza. Pero también es mucho lo que olvidamos. Yo he olvidado muchas cosas: nombres, rostros, conversaciones brillantes, días y semanas y meses, cosas que juré no olvidar jamás…, y para rellenar los espacios en blanco, refundo el pasado o me lo invento por completo. ¿Me pasó aquello a mí o le pasó a otra persona? ¿Fui yo quien se rompió una pierna esquiando en Lech? ¿Huí corriendo de los
carabinieri
después de una noche de borrachera en Venecia? Lugares y actos que parecen de lo más real pueden ser totalmente falsos, basados puramente en impresiones de algo que alguien contó en ese instante y que nosotros, de manera inconsciente, incorporamos al entramado de nuestra vida.

Al cabo de un tiempo eso se vuelve real.

Verano
1

Once de la mañana. Los jardines de las casas desfilan estrepitosamente. Aquí y allá, una piscina elevada, muebles de jardín desechados, bicicletas oxidadas. Perros ladradores atados con correas. Césped seco. El cielo es de un azul desvaído, empieza a desplegarse el calor de principios de verano. Cada quince minutos aproximadamente el tren se detiene. Se suben más personas de las que bajan.

Los domingueros buscan asiento en el tren abarrotado, ruidoso, vivamente iluminado. Cargan con bolsos repletos de protectores solares, botellas de agua, sándwiches y revistas. Las mujeres llevan el bañador debajo de la ropa, destellos fluorescentes anudados al cuello. Los hombres, jóvenes, tatuados, musculosos, con cascos del iPod, gorras de béisbol al revés, pantalones cortos y chanclas, la toalla alrededor del cuello, listos para pasar el sábado en la playa.

Claire se unirá a ellos, pero no está con ellos. Yo tampoco. Todavía no nos conocemos, pero me hago una idea de cómo es. Si cierro los ojos, aún recuerdo el sonido de su voz, su forma de caminar. Es joven, seductora, se precipita hacia un destino que cambiará su vida, y la mía. Para siempre.

Se arrima a la ventana, intenta concentrarse en el libro que lee, pero lo deja a cada poco para observar el paisaje. El traqueteo del tren la adormila. Da la impresión de que el trayecto es más largo de lo que en realidad es, y ella desearía haber llegado ya. Insta al tren en silencio a que vaya más rápido. Tiene la mochila, la misma con la que ha recorrido toda Europa, en el asiento de al lado, y espera que nadie le pida que la quite. Sabe que es demasiado grande, parece que vaya a pasar una semana o un mes y no una única noche. Su compañera de piso se llevó la maleta, la de ruedas que compartían, para un viaje de trabajo. Abre el libro y procura centrarse de nuevo en las palabras, pero no hay manera. No es que el libro sea malo. Lleva queriendo leerlo desde que salió. El autor es uno de sus preferidos. Puede que lo lea en la playa después, si hay tiempo.

Pasa el revisor. Luce un bigote espeso, rojizo, y lleva una camisa de manga corta azul celeste algo vieja y una gorra azul oscuro. Ha hecho ese recorrido cientos de veces.

—Speonk —entona con voz nasal, arrastrando la última sílaba—. Próxima estación, Spe-onnnk.

Claire consulta el horario que sostiene en la mano: sólo quedan unas estaciones.

En Westhampton los domingueros empiezan a bajarse del tren en grupitos. A algunos los han ido a buscar sus amigos en coche. Saludos y risas. Otros se quedan allí plantados, los bártulos amontonados en el aparcamiento al sol, el móvil pegado a la oreja. La aventura acaba de empezar. Claire se mete el horario en el bolsillo. Todavía le quedan treinta y ocho minutos para llegar a su destino.

Clive espera en la estación. «Cuando salgas, ve a la izquierda —le dijo—. Allí estaré.»

Es alto, rubio, inglés. Lleva los faldones de una camisa cara por fuera. Ella nunca lo había visto en pantalón corto. Está muy moreno. Hace sólo una semana que no lo ve, pero da la impresión de haber vivido allí toda la vida, de que los trajes a medida que suele lucir son de otro.

Se inclina para darle un beso en la mejilla y coge la mochila.

—¿Cuánto te vas a quedar exactamente? —pregunta con una sonrisa.

—Sabía que ibas a decir eso —contesta ella, arrugando la nariz—. Pero no te asustes, lo que pasa es que Dana se llevó la maleta pequeña.

Él ríe relajadamente y echa a andar mientras dice:

—He aparcado ahí mismo. Pensé que mejor pasábamos por casa y luego nos íbamos todos juntos a comer.

Ella oye mencionar a otros y se sorprende, pero procura que no se le note. «Vente a pasar el fin de semana —le dijo Clive, besándole el hombro—. Me gustaría que vinieras. Estará muy tranquilo, sólo nosotros dos. Te va a encantar.»

Abre la puerta del deportivo y mete la mochila detrás. Ella no entiende de coches, pero sabe que ése es de los buenos. Lleva la capota bajada, y le gusta sentir en las piernas desnudas el agradable calor que desprende la tapicería de piel, con ese olor tan característico.

Aunque es mayor que ella, Clive tiene ese aire juvenil propio de los hombres que no se han casado. Aunque viajen con una mujer respiran libertad, ya que nunca se han visto lastrados por nada, salvo sus propios deseos.

Cuando lo conoció, en la fiesta que se celebró en un
loft
de Tribeca, y después en el restaurante y luego en la cama, le recordó a un muchacho que vuelve a casa por Navidad e intenta disfrutar todo lo posible antes de que se acabe lo bueno.

—Entonces ¿quién más hay? —No pretende que suene a acusación.

—Bah, sólo el resto de mi harén —responde él, guiñándole un ojo. Acto seguido le pone la mano en el muslo—. No te preocupes. Son clientes. Se autoinvitaron a última hora y no pude decir que no. Por educación.

Van dejando atrás altos setos verdes tras los cuales se vislumbran de vez en cuando grandes casas. Trabajadores, tal vez mexicanos o guatemaltecos, entran y salen a toda velocidad, empujando cortacéspedes, cortando ramas, limpiando piscinas, rastrillando gravilla, las abolladas camionetas aparcadas inofensivamente a la puerta. En las carreteras hay más gente: hombres y mujeres haciendo footing, otros en bicicleta, una o dos niñeras empujando cochecitos. El sol titila entre las hojas. El mundo entero parece cuidado, verde, privado.

Enfilan un camino de gravilla festoneado de árboles recién plantados.

—No te imaginas lo que ha tardado en estar listo este puñetero sitio —comenta Clive—. Casi estrangulo al contratista cuando me dijo que no estaría en condiciones antes de finales de mayo. Y la piscina la terminaron la semana pasada. ¿Qué te parece? Y lo compré hace más de un año. La gente tiene una cara…

Paran junto a la casa. Moderna, blanca. Delante hay varios coches. Un Range Rover y dos Mercedes. Ella no ha visto un césped tan verde en toda su vida.

Cargando con la mochila, Clive le cede el paso y la guía hasta una habitación amplia, oscura, de techos altísimos. Una chimenea domina una de las paredes. Un cuadro moderno, otra. Claire identifica al artista. En primavera fue a una exposición suya.

—¿Te gusta? —le pregunta Clive—. La verdad es que no es lo mío. No tengo ni puñetera idea de arte, pero el interiorista me dijo que ahí me hacía falta un señor cuadro, así que lo compré.

Los techos deben de medir cerca de diez metros. Casi no hay muebles, tan sólo un sofá largo de piel blanca y algunas cajas apiladas en un rincón.

—Se supone que el resto llegará la semana que viene —sigue contando Clive—. Esto es provisional. Ven, que te hago la
tournée
.

Deja la mochila y él le enseña la casa: el comedor, la cocina, la sala de estar y un salón de juegos con una mesa de billar, futbolín, un ping-pong y una máquina de
pinball
. En cada habitación hay un gran televisor de plasma.

—Típico de los hombres —comenta Claire, que sabe lo que él quiere oír—. Da lo mismo que en la casa nueva haya muebles o no. Pero, eso sí, que los juguetitos no falten.

Él sonríe, halagado.

—Ven, que te enseño dónde te vas a quedar.

Vuelven por donde han venido, y él la lleva hasta un dormitorio amplio donde la cama está deshecha, los zapatos tirados por el suelo, la ropa en una silla y un portátil en la mesa conectado al portal financiero de Bloomberg. En la mesilla de noche hay revistas y móviles. En el tocador, una foto de Clive con esquís y otra con una chica en lo que parece un velero. Sin fijarse mucho, Claire ve que la chica va en topless.

—Lo siento, está un poco desordenado. No he tenido tiempo. Espero que no te importe. —Como si no esperase que ella le respondiera, se da la vuelta y la besa—. Me alegro mucho de que hayas venido.

—Yo también —contesta Claire, devolviéndole el beso. Tiene que ir al baño. El viaje ha sido largo, está acalorada y se siente incómoda.

Él le pone una mano en un pecho, y ella le deja hacer. Le gusta cómo la toca y cómo huele. A cuero y arena. Que sea inglés. Es como ser violada por un duque de la corte de Jorge IV. Ahora su mano está bajo su blusa y los pezones se le endurecen. Claire no quiere interrumpirlo, puede esperar. La cosa termina pronto. Él ni siquiera se ha molestado en quitarle la blusa o quitarse la camisa. Tiene las bragas en un tobillo y está sentada en la cama mientras él se lava en el cuarto de baño.

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