En la segunda planta hay ocho dormitorios. El más grande era el de mis bisabuelos, conocido como la Estancia Victoriana. Creo que ahí es donde pondré a Claire. La cama, con dosel, a mí se me queda corta, pero es donde siempre instalo a los invitados que se quedan en mi casa por primera vez. O por lo menos a los que me caen bien. Yo sigo durmiendo en el cuarto que tenía de pequeño, sobre la cocina, en lo que era el ala de los niños.
Por último está el cuarto de juegos de la tercera planta, la habitación de mayor tamaño de la casa, con una mesa antigua de billar, estanterías llenas de novelas populares de cuando mis padres eran jóvenes —Kipling y Buchan, Ouida, Tom Swift y Robert Louis Stevenson—, la cómoda abarrotada de ropa exótica que parientes y amigos fueron trayendo a lo largo de los años y solíamos ponernos en las fiestas de disfraces. En la pared, el remo con el que mi tío abuelo participó en la regata de Henley, y asientos bajo las ventanas, donde solía acurrucarme con un libro los días lluviosos.
—Deberíamos celebrar un baile de disfraces —propone Claire, que está hurgando en los cajones. Saca un traje de pierrot que llevaba yo de pequeño. A ella le valdría. Luego una chilaba que le gustaba mucho a mi padre y le daba un aire a lo Rodolfo Valentino. Era lo que más me llamaba la atención porque iba con una daga de verdad.
—Sería divertido.
La última fiesta de disfraces se celebró hace mucho tiempo.
Por un instante me planteo volver a tirarle los tejos, pero cambio de idea. Quizá ella hubiera accedido esta vez. Las casas caras pueden ser un potente afrodisíaco.
Bajamos y la llevo a su habitación, que es grande, con ventanas que dan a la laguna. Me figuro que probablemente sea mayor que su piso. La cama está nada más entrar a la derecha, la ropa de cama es francesa, parte del ajuar de mi bisabuela. Una pareja de cómodas, un tocador con cepillos de plata de Tiffany de mi bisabuela, una chimenea, un buró, dos butacas Luis XV. Fotografías de mi familia en marcos de plata. Mi abuelo de uniforme. Los tres hermanos de mi abuela. Pesadas cortinas adamascadas de color claro. Una alfombra amplia, una
chaise longue
y una mesa con un viejo teléfono de pared y una radio igual de antigua, ninguno de los cuales funciona desde hace años, pero que siguen ahí porque siempre han estado ahí.
—Esta habitación es increíble.
—Era la de mi bisabuela. No está mal, ¿eh? Por aquel entonces los maridos y las mujeres rara vez compartían la habitación, ¿sabes? Mi abuelo dormía al lado.
El cuarto es austero como la celda de un trapense.
—Y tú, ¿dónde duermes?
—En el otro lado de la casa, donde los niños. Y no me mires así, eso no quiere decir que tenga un póster del pato Donald en la pared. He ido haciendo algunos cambios a lo largo de los años. Es donde me encuentro más a gusto.
—Pero podrías quedarte en la habitación que quisieras.
—Exacto. Y podría comer en el comedor todas las noches y dar fiestas de disfraces, pero no lo hago. Vengo aquí a relajarme, a dormir y a trabajar.
—¿No te sientes solo?
—Nunca. Además, Madeleine y Harry están al lado.
Nos damos las buenas noches y enfilo la familiar alfombra que me llevará hasta mi vieja guarida tras pasar el que fue el dormitorio de mis padres y la habitación de invitados
buena
. Esa noche, ya en la cama, fantaseo con que Claire entra en mi habitación. Una o dos veces incluso salgo al pasillo creyendo haber oído sus pies, pero cuando por fin me quedo dormido, en torno al amanecer, sigo solo.
Después de terminar la carrera, Harry se alistó en la Marina. Al ser licenciado, tenía derecho automáticamente al grado de oficial e ingresó en la escuela de pilotos. Madeleine lo siguió. Se casaron el día después de su graduación, en una pequeña ceremonia celebrada en la capilla de Battell a la que siguió un almuerzo en el Yale Club. Ned fue el padrino, y asistieron el padre y el hermano de Madeleine, Johnny, así como su madrastra de entonces; y también el señor y la señora Winslow. Yo no los conocía. El padre era profesor de inglés en un colegio privado. Vestido de
tweed
, con fluidez de palabra, irónico, las mismas espaldas anchas. Harry creció rodeado de libros en Connecticut, viviendo de privilegios prestados. Fue la mascota de los estudiantes de los últimos cursos cuando era pequeño y siempre iba invitado a los viajes para esquiar y las vacaciones de sus compañeros cuando era estudiante. A diferencia de casi todos sus compañeros, él trabajaba los veranos, un año, de peón en los yacimientos petrolíferos de Oklahoma. Otro, en un barco pesquero en Alaska.
¿Por qué los marines? En su momento me pareció una decisión extraña. No conocíamos a nadie que quisiera alistarse en el Ejército. Nuestros padres crecieron cuando aún se hacía el servicio militar, pero a casi todos les tocó vivir por su edad entre las guerras de Vietnam y Corea. De hecho, el padre de Maddy dejó Princeton para alistarse e ir a combatir a Corea, un acto que a mí siempre me costó conciliar con la vida disipada que le conocí después. O quizá lo explicara en parte. No sabría decir, no he estado en el Ejército y ni siquiera he oído un disparo provocado por la ira.
En los últimos días de la universidad nunca oímos hablar a Harry de que quisiera alistarse. Casi todos nosotros habíamos estado obsesionados con suavizar el impacto de la graduación solicitando empleo en instituciones financieras, periódicos u organizaciones sin ánimo de lucro serias o bien haciendo estudios de posgrado. Yo sabía desde hacía meses que entraría en la Facultad de Derecho en otoño, así que me limité a dejar pasar los días de mayo sin preocuparme demasiado.
Yo estaba seguro de que Harry compartía mi calma aparente, pero rara vez hablaba del futuro. Cuando puso de manifiesto sus intenciones en una de esas cenas de despedida interminables, en la mesa Maddy, Ned, yo y un puñado de amigos íntimos, me di cuenta de que no fui el único sorprendido. Hasta Ned, que había conseguido trabajo en un programa de formación de Merrill Lynch y era el mejor amigo de Harry, lo miró con cara de no entender nada.
—Estás de broma, ¿no? —preguntó.
—Pues no —contestó Harry—. No bromearía con algo así. Siempre he querido aprender a pilotar un avión. Además, no soy lo bastante bueno para ser jugador profesional de hockey, y no me interesa nada trabajar en Wall Street. La verdad es que no tengo ni la menor idea de lo que quiero hacer, así que pensé que, mientras me decido, lo menos que puedo hacer es servir a mi país.
Maddy, claro está, lo sabía. Es más, era evidente que lo aprobaba. Si él le hubiese dicho que se iba a hacer domador de leones o buzo de rescate, lo habría acompañado igual de encantada.
Al estar casados, el primer año vivieron fuera de la base aeronaval de Pensacola. Harry pilotaba cazas. Por aquel entonces tenían un perro, un chucho color café llamado
Dexter
. Maddy conducía el mismo MG rojo que tenía en Yale. Destilaban glamour allá adonde iban. Los oficiales superiores solían asistir a sus frecuentes cócteles. Sus nuevos amigos habían sido leyendas del fútbol de las universidades de Ole Miss y Georgia Tech, y ahora estaban casados con antiguas animadoras.
Fue entonces cuando Maddy descubrió su talento para cocinar. Inspirándose en la cocina local y con tiempo de sobra, se atrevió con la zarzuela de gambas, la
rémoulade
—una salsa a base de mahonesa—, el pollo frito o la tarta de pacanas. Después pasó a Julia Child, Paul Bocuse, James Beard. No tardó en preparar platos con bechamel,
coq au vin
, terrinas de salmón, ternera al borgoña, suflés de queso. Las invitaciones a sus cenas se cotizaban tanto como las medallas al valor.
Por el día Harry tenía un sinfín de misiones de vuelo y de instrucción, y además iba a clases de teoría. Por suerte, sin embargo, no estalló ninguna guerra. Los fines de semana viajaban, conducían toda la noche para ir a ver a amigos a Jupiter Island o a pescar macabíes en los Cayos. Yo fui a visitarlos varias veces a lo largo de mi primer año en la Facultad de Derecho de Yale. Luego el Ejército los trasladó en varias ocasiones: Bogue Field, Carolina del Norte; Twentynine Palms, en California; un año en Japón. Maddy dice que ahí fue cuando Harry empezó a escribir. Sus primeras obras no las leyó nadie salvo ella, pero lo animó. Escribió un montón de relatos e incluso una novela, que en la actualidad no existen.
En una ocasión Maddy me confió: «Cuando me enamoré de Harry, nunca se me pasó por la cabeza que fuera escritor. Era, sencillamente, la persona más segura que había conocido en mi vida, siempre decidido a ser el mejor: primero fue el mejor jugador de hockey, luego el mejor piloto, y supongo que es lógico que fuera el mejor escritor. Si quisiera ser el mejor ladrón de joyas, probablemente también lo sería.»
No cejó en su empeño. En un momento dado empezó a enviar relatos a revistas y publicaciones literarias, la mayoría de ellas poco conocidas. Finalmente le publicaron uno, y luego otro. Al término de sus seis años de servicio, dejó los marines para dedicarse por completo a la literatura. Unos años después su primer libro, un
roman à clef
sobre un oficial de la Air Force, fue objeto de ciertos elogios y moderadas ventas. Según la crítica, sin embargo, aún estaba algo verde.
Él y Maddy se mudaron a Nueva York, después pasaron un año cerca de Bozeman, en Montana, y de ahí pasaron a París, donde vivieron encima de un restaurante senegalés, en el nada elegante Distrito 18. Contaban con el fondo fiduciario de Maddy, que les daba para vivir, pero no para derrochar. Nació Johnny, y después la segunda novela de Harry, que tardó siete años en estar lista, y ganó el Premio Nacional de Literatura. Incluso se habla de rodar una película.
Pero a él le seguía encantando volar. Cuando se publicó el segundo libro, cumplió una promesa que se había hecho y compró un avión de segunda mano que arregló y que ahora está en un hangar del aeródromo cercano a su casa. Los días que hacía buen tiempo salía a volar. A veces invitaba a alguien para que lo acompañara, e iban a la isla de Nantucket, daban la vuelta al faro de Sankaty Head y volvían. O bien a la ciudad de Westerly. A veces aterrizaba para comer, pero prefería permanecer en el aire. Yo lo acompañé en numerosas ocasiones. Es muy relajante. Madeleine no solía ir: los aviones pequeños la ponen nerviosa.
Viernes por la mañana. El aeródromo se extiende ante ellos, camiones cisterna aguardan al fondo, los aviones de la élite del lugar esperan como recogepelotas para pasar a la acción. Van sólo Harry y Claire. Ella y yo habíamos ido temprano a casa de los Winslow.
—Voy a coger el avión —anunció Harry cuando entramos—. ¿Alguien quiere venir?
Yo rehusé.
—A mí me encantaría —afirmó Claire—. ¿Tienes tu propio avión?
—Sí. Un monomotor Cessna 182. Toda una belleza. Lo han estado reparando, es la primera vez que lo saco en todo el verano.
—¿Hace falta que me cambie de ropa?
—No, así estás bien.
En el aeródromo, Harry rellena el plan de vuelo y realiza las comprobaciones previas. Se dirigirán a la isla de Block. El avión es viejo, pero a él le encanta. El cielo está despejado. Hace calor ya, el calor de las postrimerías del verano. La pequeña cabina es un horno. Harry abre las ventanillas. «Refrescará a medida que subamos», informa. Lleva una vieja camisa caqui y una gorra de Yale descolorida, al cuello una cadena de oro con una medalla. Le cuenta que es un san Cristóbal, y que lo lleva para que le dé buena suerte. Maddy se lo compró cuando estaba en los marines. Se dirigen hacia la pista. Sólo tienen un avión delante.
Claire está entusiasmada. Se siente como una niña pequeña, la nariz prácticamente pegada a la ventanilla. Acelera y ruedan por la pista para despegar. Harry empuja la palanca y salen disparados. El tren de aterrizaje aún toca el suelo y un instante después se encuentran en el aire, subiendo, subiendo. La tierra se empequeñece y, cuando viran, Claire ve que ya están a cientos de pies en el aire, las personas abajo, las casas, los árboles van menguando de prisa.
A la altitud de crucero, Harry comenta:
—Menudas vistas, ¿eh?
Tiene que gritar para hacerse oír por encima del ruido del motor.
Ella asiente, inclinándose hacia adelante. Ve la curvatura de la Tierra y, más allá, extendiéndose hasta los confines del horizonte, el azul del Atlántico. La asombra la velocidad a la que van. Lo que en coche habría sido una hora ahora es cuestión de segundos.
—Es la primera vez que hago esto —dice Claire—. Me refiero a ir en una avioneta. Es increíble.
Él se señala la oreja derecha.
—¡Tienes que hablar alto! —chilla.
—¡Vale! —exclama ella, risueña.
Él sonríe y le enseña el pulgar, los ojos ocultos tras las gafas de sol. Va señalando puntos de referencia a medida que avanzan. Han dejado atrás tierra firme, se elevan sobre el océano como dioses. Un pesquero, blanco contra las aguas azul oscuro, se balancea como si fuera de juguete. Block Island se ve a lo lejos, y de pronto casi están encima. Claire ve romper las olas en las rocas.
—Esa playa es Bluffs Beach —informa él a voz en grito—. Y ésos, los acantilados de Mohegan y el faro de Southeast. En medio queda la playa de Black Rock. Es nudista, pero no creo que puedas ver gran cosa desde aquí. —Sonríe.
Ella lo mira. Harry lleva pantalones cortos y mocasines, las piernas fuertes y morenas, cubiertas de vello dorado. Le dan ganas de tocarlas. Es la primera vez que están a solas. Hablar resulta difícil. Ella no sabía que el avión sería tan ruidoso.
En su boca se forman palabras, pero no salen. Es mucho lo que quiere decir, pero no es el momento. Además del ruido del motor, él lleva auriculares, un impedimento adicional.
—¿Has dicho algo? —pregunta él mientras se levanta el auricular derecho para oírla mejor.
Claire sacude la cabeza. Aliviada, se siente como el que avanza por un precipicio pero consigue no perder el equilibrio de milagro. Nota el corazón acelerado, las manos sudorosas. No ha cambiado nada.
—¿Quieres probar? —le dice él al tiempo que señala los mandos que tiene delante.
—¿Qué dices, que lleve yo el avión?
—Sí, no tiene misterio —añade—. Toma los mandos. No es como un coche. Esta palanca controla la altitud, lo que significa que te permite subir y bajar e ir a derecha e izquierda. Si tiras hacia ti, el avión sube; si empujas, baja, ¿entendido? El pedal de la derecha es el acelerador, y eso de ahí, ¿lo ves?, el altímetro. Te indica la altura a la que estás. Mantenla a mil pies. Ése es el indicador de la velocidad; ahora vamos aproximadamente a doscientos cincuenta kilómetros por hora. Y ¿ves ese instrumento pequeño que parece un avión? Pues es el horizonte artificial. Mantenlo nivelado a menos que gires, ¿de acuerdo?