»—No te vayas, no te vayas. Eres nuestro rey.
»Los príncipes preguntaron:
»—¿Quién nos protegerá de los leones marinos? ¿Quién nos dará kril?
»Las princesas preguntaron:
»—¿Quién nos calentará las patas?
»—Está decidido —les contestó—. Tengo que ver el mundo.
»Todos lloraron cuando lo vieron alejarse. Fue más lejos de lo que había ido nunca. Estuvo caminando dos días enteros. Llegó hasta el océano y vio un barco grande. «Perfecto —se dijo—. Esto es justo lo que necesito para que me lleve a ver el resto del mundo.»
—No, no te subas al barco —solía decir Johnny.
—Es una verdadera lástima que no estuvieras allí para advertírselo, porque eso es exactamente lo que hizo. El rey Pingüino fue hasta el barco y ordenó a los hombres que lo subieran a bordo. Los hombres eran muy altos, pero obedecieron. Lo subieron al barco y le dieron un montón de pescado de comer.
»Algún tiempo después, él no sabría decir a ciencia cierta cuándo, el barco se detuvo. Para sorpresa suya, lo metieron en una caja y lo sacaron del barco. Cuando abrieron la caja, se vio rodeado de otros pingüinos. Olía raro. Como a pescado podrido.
»—¿Dónde estoy? —preguntó.
»—Estás en el zoo —le dijeron los otros pingüinos.
»—¿Qué es un zoo? —quiso saber.
»—Una prisión —le respondieron—. De aquí nunca ha salido nadie.
»—Pero yo soy el rey Pingüino —objetó él.
»—No, aquí no. Aquí sólo eres otro pingüino.
»—Ay, ¿qué he hecho? —dijo el rey Pingüino—. No debí dejar a mi familia ni mi reino. Pero ¿cómo he podido ser tan tonto?
»Se sentó y lloró y lloró. Echaba de menos a la reina Pingüina y a todos los príncipes y las princesas. No volvería a verles nunca. No volvería a protegerles de los leones marinos ni a nadar en el océano ni a calentarles las patas a sus hijos. «Si pudiera volver a casa, no volvería a irme jamás», afirmó.
—Y ¿qué pasa luego, papá?
—¿Tú qué crees?
—Yo creo que la reina Pingüina y todos los príncipes y las princesas pingüinos se convierten en ninjas y encuentran un barco y van a rescatarlo.
Harry se echa a reír.
—Muy buena idea. Bien, pues una noche, cuando soñaba con la nieve, alguien llamó a su jaula. Levantó la cabeza: eran la reina Pingüina y los príncipes y las princesas. Estaban todos sus hijos, hasta el más pequeño, que ahora era mayor y había perdido las plumas grises que tenía de polluelo. Todos iban de negro. Fuera, los cuidadores estaban maniatados.
»—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó el rey Pingüino—. Salid corriendo u os meterán también en el zoo.
»No podía soportar la idea de que sufrieran lo que él había sufrido.
»—No, no lo harán —respondió la reina Pingüina, que nunca había estado más guapa—. Hemos viajado durante meses para encontrarte, y nadie sabe que estamos aquí. Ven con nosotros de prisa y podremos escapar todos.
»Así que el rey Pingüino siguió a su preciosa mujer y a sus hijos hasta el río, y todos se lanzaron al agua. Estaba encantado de verse nadando de nuevo, y les dio a su mujer y a sus hijos los abrazos más grandes del mundo.
»—Qué suerte tener una familia tan estupenda. No me puedo creer que no os valorara como es debido. Prometo que no me volveré a ir jamás.
»Y regresaron todos a casa y vivieron felices y comieron perdices. Fin.
Johnny casi siempre quería un final feliz, y Harry casi siempre estaba dispuesto a ofrecérselo. Sin embargo, una noche, después de que Johnny se fuera a la cama, Harry confesó que en realidad creía que el final debería ser distinto.
—Y ¿cómo ves tú el final, cariño? —quiso saber Maddy.
—El rey Pingüino se pudre en el zoo. Y le está bien empleado, si quieres que te diga la verdad.
A principios de noviembre Harry recibe una llamada de su editor en Nueva York. Quiere hablar del nuevo libro. ¿Puede ir Harry a pasar un día o dos? Estará el dueño de la editorial. Y algunos ejecutivos. Ellos se harán cargo del billete. En
business
, desde luego. Es un gesto espléndido, reflejo de sus elevadas expectativas. El piso que los Winslow tienen en Nueva York, las dos plantas inferiores de una casa de piedra rojiza al este de Lexington, está alquilado. No pasa nada, le reservarán habitación en un hotel. ¿Cuándo puede ir?
A Harry no le apetece hacer ese viaje, aunque dice que irá. Pero Maddy tiene que quedarse en Roma, por el colegio de Johnny. En Nueva York tenían canguros que podían cuidarlo, pero allí no. No es lo mismo.
—¿Y si pasa algo? Mi sitio está aquí —afirma ella. Harry sólo pasará fuera dos noches. Tres, a lo sumo. Será la primera vez que duerman separados desde que él dejó los marines.
Una semana después aterriza en el aeropuerto Kennedy. Al otro lado de la aduana espera un chófer con su nombre escrito en un papel. Después de ver tanta piedra antigua en Roma, Nueva York le parece ridículamente moderna. Resulta chocante, aunque tranquilizador, verse rodeado de sonidos ingleses, anuncios de productos conocidos, gorras de los Yankees, coches grandes.
El día transcurre en reuniones. Allí hace más frío que en Roma. Harry lleva un abrigo nuevo de cachemir azul que Maddy le compró en la prestigiosa sastrería Brioni. Les estrecha la mano a los ejecutivos de mayor edad, muchos de los cuales lo acompañaron en la andadura de su último libro. Harry es aclamado como el héroe que regresa a casa. Una joven les lleva cafés.
—¿Quieres alguna otra cosa, Harry? —le pregunta Norm, el dueño de la editorial. Les sirven el almuerzo: sándwiches, ensalada de pasta. Hay una presentación en PowerPoint. Tablas, gráficos, previsiones de ventas. Hollywood está interesado. Después, en el hotel, se echa una siesta. Reuben, su agente, lo ha invitado a cenar. A continuación hay varias fiestas por las que podrían dejarse caer.
Cenan en un restaurante que goza de popularidad entre los ejecutivos del mundo editorial. El maître le da a Harry un caluroso apretón de manos y le dice lo mucho que se alegra de que haya vuelto y que todo el mundo se muere de ganas de leer su nuevo libro. ¿Cuándo sale a la venta? Mucha gente se acerca a su mesa. Algunos se sientan a tomar algo o a intercambiar cotilleos del sector. Harry está cansado. Bebe para no dormirse. Intenta retirarse, pero Reuben insiste en que vayan al menos a una de las fiestas. En Chelsea, cerca del río. Otro de los clientes de Reuben. Promete que será divertido. La generación más joven. «No son como nosotros. Aprenderás algo. Vamos, sólo una copa», pide Reuben. Harry accede, pero es consciente de que se le abre la boca y mira el reloj cuando se dirigen al centro. Es demasiado tarde para llamar a Maddy.
¿Cómo sé todo esto? Harry lo puso todo por escrito, y yo lo leí después. El viaje paso a paso y muchas cosas más. ¿Acaso no es eso lo que hacen los escritores? No es real hasta que no está en el papel. Aunque no me enteré de muchos de los detalles hasta años después.
La fiesta se celebra en un
loft
cavernoso. Reuben presenta a Harry a su otro cliente. Es mucho más joven de lo que era Harry cuando publicó su primer libro. Harry está prácticamente seguro de que él y Reuben son dos de las personas más mayores de la fiesta. El joven autor, cordial, le dice a Harry cuánto le gustó su libro. Es delgado, de cabello rizado oscuro y vivos ojos de color castaño. Aparenta unos doce años. Tiene cara de embaucador. Harry ni siquiera recuerda su nombre. Sabe que no ha oído hablar del libro del joven, y desde luego no lo ha leído. «He estado viviendo en Roma —cuenta como excusa—. Reuben me ha dicho que es tremendo.»
Existe una meritocracia entre los escritores. Aunque Harry es mayor y ha ganado un premio, sabe que no va muy por delante de ese joven. No tiene en su haber un corpus de novelas publicadas que lo respalde. Su carrera aún puede ir hacia un lado o hacia otro. Es el próximo libro el que demostrará si de verdad tiene talento o si lo suyo fue sólo un golpe de suerte.
Entonces sucede: ineludible, inevitable, como cuando se lanzan huesos de tortuga, como cuando baja la marea.
Una voz de mujer detrás de él.
—Harry. ¿Qué haces aquí?
Él se vuelve. Claire.
—Cuánto me alegro de verte —responde él como si tal cosa, y le da dos besos. Tiene la piel caliente, suave—. Lo hacen los italianos. —Ríe—. Una costumbre estupenda.
Los días pasados se deslizan entre ellos. Durante un instante ella se pone nerviosa.
—Creía que estabais en Roma. ¿Ya habéis vuelto?
—No. Mi editor quería que viniera a pasar unos días. He llegado esta mañana.
—¿Cómo está Maddy? ¿Y Johnny? ¿Han venido?
—Los dos muy bien. Están en Roma. Y tú, ¿qué tal?
—Bien —contesta ella—. Muy bien. Escucha, siento lo que pasó. Entre nosotros, me refiero. Espero que me perdones.
—No hay nada que perdonar —asegura él—. En todo caso debería sentirme halagado. Además, es agua pasada.
Toman una copa. Harry ya no se siente cansado. Hablan de Roma. Ella no la conoce. Es mágica, le asegura él. Todo el mundo debería vivir allí al menos una vez en la vida.
—Tienes buen aspecto —le dice. Hay algo distinto en ella. Tiene un trabajo nuevo. En la redacción de una revista. Más dinero, más respeto. Está medrando. Hay algo más: se ha cortado el pelo. En verano lo tenía largo; ahora, más corto, con más estilo. La hace parecer mayor, más distinguida.
Yo también la vi. Quedamos para tomar algo poco después de que los Winslow se fueran a Roma. Era la primera vez que la veía con tacones.
—Ya, bueno —contesta Claire—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Me ha traído Reuben, mi agente. ¿Te acuerdas? Lo conociste aquella vez, en la calle. Según él tenía que relacionarme con la generación más joven.
—¿Lleva a Josh?
—¿Se llama así?
—Sí. La fiesta es en su honor.
—¿Es amigo tuyo?
—Estuvimos saliendo algún tiempo.
—No sabes lo que me alegro de verte. No conozco a nadie en esta fiesta salvo a Reuben.
—Te presentaré a algunas personas —se ofrece ella.
Poco después a su alrededor hay un grupo de gente que quiere conocer al famoso Harry Winslow. Los hombres, delgados y con un desaliño estudiado, vestidos de negro. Las mujeres, esqueléticas, muchas bebiendo cerveza del botellín. Él está sentado en un sofá. El centro de atención. Un buhonero abriendo su saco de anécdotas. Saca primero una, luego otra. Claire le lleva un whisky con hielo. Él ha perdido la cuenta de los que ha tomado, pero sabe exactamente cuándo se va Claire y cuándo vuelve. Está actuando para ella.
La habitación se desdibuja, pero Harry se está divirtiendo. Hombres y mujeres jóvenes quieren saber algo de su nuevo libro, qué opina de la literatura contemporánea, del terrorismo, de Oriente Próximo. ¿Es verdad que fue piloto de cazas? Un joven le pregunta si alguna vez derribó un avión enemigo.
—No. Serví en tiempos de paz.
Cuenta lo de la vez que se vio obligado a aterrizar frente a una playa en el norte de África durante un vuelo de instrucción y tuvo que pasar la noche en un burdel de Marruecos. Todo el mundo se ríe.
Claire está detrás, encaramada al brazo del sofá. Son como imanes que se atraen. Él causa sensación, ella sabía que sería así. Su éxito es el suyo.
—No sabía que conocías a Harry Winslow —le dicen.
—Ah, sí, somos viejos amigos.
Es más de medianoche. Los camareros están recogiendo. La fiesta toca a su fin.
—Vamos a ir a un bar —le comenta ella—. ¿Te vienes?
Harry mira a su alrededor: ni rastro de Reuben.
—Sí, ¿por qué no? —contesta. En Roma ya es por la mañana.
En la calle paran un taxi. Claire da una dirección. Él le lleva el portátil y la bolsa del gimnasio.
—¿Adónde vamos? —quiere saber Harry.
—Primero tenemos que pasar por mi casa. Quiero dejar mis cosas. No será ni un minuto, y el bar está muy cerca. ¿Te importa?
—No, qué va.
Claire vive en el East Village, en un piso que alquiló a principios de septiembre. El edificio es modesto, un bloque antiguo. No hay portero. Sobre la acera se ven escaleras de emergencia oxidadas. Una llave para entrar, un interfono con el nombre de los inquilinos, muchos de ellos tapados por otros que acaban de llegar, algunos escritos a mano. Luego una segunda puerta, más pesada, con cristal de seguridad.
—Vivo en el tercero —le informa ella—. No hay ascensor, tenemos que subir andando.
Él carga con sus cosas.
Los años han redondeado la escalera, de mármol. Ésa ha sido la primera parada para generaciones de neoyorquinos. La diferencia estriba en que ahora el barrio se ha puesto de moda y los alquileres son altos. Suelos de baldosas desgastadas. Barandillas de hierro fundido. Paredes con humedades. Menús chinos asomando por debajo de las puertas.
—Ya hemos llegado —anuncia Claire. Más llaves para entrar. Un cerrojo—. Tampoco hay tanta inseguridad, de veras —asegura—. Las cerraduras son de los años ochenta.
El piso es pequeño, faltan cosas. Claire podría llevar allí una semana o un año. Una estantería en una pared. Una cocinita en la otra. Un sofá, una mesa de comedor pequeña llena de papeles desordenados, un par de zapatos, una copa de vino con posos en el fondo. Platos en el fregadero. Cajas apiladas en un rincón. El desorden de un soltero. Un dormitorio a la izquierda. Él está seguro de que en la nevera no habrá nada salvo, quizá, leche caducada, un limón ennegrecido, vino, comida china pasada, tarros de mostaza.
—No es gran cosa, pero por lo menos no tengo que compartir piso —explica—. ¿Quieres tomar algo? No tardo nada. —Encuentra una botella de whisky prácticamente vacía y sirve lo que queda en una taza de café—. Lo siento —se disculpa—. No suelo recibir visitas.
—No, no, está bien. ¿Eres tú?
Hay fotografías dispuestas en la estantería, arriba: una niña pequeña en una calle de París. A su lado un niño más pequeño, a todas luces su hermano. Los colores son desvaídos. Es la cara de una niña decepcionada.
—Sí. Tendría ocho años cuando me la sacaron.
—¿Y ésta?
—Mi madre.
Es una pequeña historia familiar. Esas fotografías tienen por objeto recordar lo que uno deja atrás. Hay una de ella con amigos en lo que parece un partido de fútbol en la universidad. Otra con una amiga, una fiesta al aire libre; las dos con un vestido blanco. En los estantes, los libros de rigor:
La campana de cristal
,
Las flores del mal
. T. S. Eliot. Vonnegut. Tolstoi. Gibran. También algunos títulos más recientes. Los dos libros de él, el primero reeditado recientemente. Harry sonríe con timidez y pasa el dedo índice por los lomos.