Indiscreción (14 page)

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Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

BOOK: Indiscreción
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—Hum… Creo que preferiría una sucesión de orgasmos pequeños, ¿sabes? Porque nada más tener el orgasmo más increíble de mi vida, en cuestión de minutos querría hacerlo otra vez, pero estaría demasiado agotado. O lo estarías tú.

—Tienes razón. Las mujeres no necesitan ostras.

—Tendríamos que preguntarle a un médico para averiguar cuál es la proporción adecuada.

—O a un ostricultor.

—No, mejor a la mujer de un ostricultor.

Llovizna cuando salen del restaurante. El otoño está más avanzado en Nueva York que en Roma. La mayoría de las hojas ha caído ya. Ella se abraza a él con fuerza, y Harry afloja el paso para adaptarse a sus piernas, más cortas. Es una ciudad nueva para los dos. Las luces brillan sólo para ellos.

Paran a tomar una copa en un bar cerca del piso de ella, pero después de pedir, ella dice:

—La verdad es que no me apetece. Creía que sí porque a ti te apetecía, pero lo que de verdad me apetece eres tú. ¿Te importa si nos vamos?

—Pues vámonos —contesta él, y deja unos billetes junto a las bebidas, intactas.

Arriba, en el dormitorio tenuemente iluminado, él se sitúa tras ella.

—Quiero que me desnudes —pide Claire.

Él le baja la cremallera del vestido despacio, le quita primero una manga, luego la otra, hasta que la prenda cae al suelo. Lleva un sujetador de color rosa palo que él le desabrocha con delicadeza. Después, lentamente, como un suplicante, da la vuelta y se arrodilla ante ella, acariciándole el vientre con la nariz. Le da la vuelta para sentarla en la cama y la descalza. Desnuda, ella se pone de pie, de cara a él.

—Tócame —musita.

Él obedece, le acaricia los pechos, la espalda, los brazos, entre las piernas.

—Bésame —pide.

—Ahora desvísteme tú —dice él.

Claire le quita la corbata prestada, la desliza por su cuello, y, cogiéndola con las dos manos, se la pasa por el cuerpo, arriba y abajo. Luego le echa el lazo con ella y la utiliza para atraerlo. De puntillas, lo besa dulcemente en la boca antes de tirar la corbata entre risas. Le desabrocha la camisa y va bajando la mano por el vello del pecho, besándolo y lamiéndolo hasta detenerse en su ombligo. Lo rodea, le quita una manga de la camisa, luego la otra, hasta situarse detrás de él, sus manos ciñen su cintura para aflojarle el cinturón.

—No te muevas —le susurra—. Yo lo hago.

Le baja los pantalones, le besa y le lame la cara posterior de las piernas, y a continuación su mano se cuela en sus calzoncillos y siente su miembro tenso contra la tela. Mueve la mano arriba y abajo, despacio, y después le baja los calzoncillos.

—¡Dios! —exclama él.

Todavía detrás, le quita un zapato, el otro, se deshace del pantalón. Luego lo gira para tenerlo de frente y lo toma en la boca, despacio, despacio, subiendo y bajando, jugando, levantando la vista para mirarlo.

Como si fuera el momento indicado, él retrocede y le da la vuelta, Claire queda de cara a la cama. Se echa hacia adelante y descansa su peso en los antebrazos y las pantorrillas. Él la penetra desde atrás, y cuando está completamente dentro, ella se estremece y grita. Él se mira mientras entra y sale de ella, fascinado con ese movimiento tan primario. Le mira la espalda, sus manos en las caderas de ella, que gime, y se cierra como un puño. Quiere estar en ella en todas partes a la vez, sentir lo que ella siente, experimentar lo que ella experimenta. Está lo más cerca que se puede estar de otra persona, y así y todo no le basta. La pone de lado, la pierna derecha en el aire, la mano derecha de él tras su cabeza, la izquierda en el pecho. Están frente a frente. Ahora son iguales. Sin querer, él se sale y, con una risa cariñosa, ella lo devuelve a su sitio.

—Me encanta tenerte dentro —dice.

Se vuelve boca abajo, y él la penetra profundamente, arqueando la espalda, más y más, y más y más dentro. Ella abre mucho los ojos mientras se agarra a la colcha repitiendo «Dios mío, Dios mío, Dios mío, Dios mío», hasta que su voz se pierde en un «ah ah ah ah ah ah» a medida que él va más y más de prisa, y ella pugna por respirar, la cara contra la cama hasta que los dos lanzan un grito que más parece de dolor que de placer.

Después ella va al cuarto de baño. Cuando vuelve, pregunta:

—¿De verdad tienes que irte mañana?

—Sí. Ya tengo el billete.

—No quiero que te vayas —afirma ella, cogiéndole la mano—. Ahora que te he encontrado, no quiero que te marches. ¿No podrías quedarte unos días más?

—No lo sé. No es tan fácil. Maddy… —Es la primera vez que la menciona—. Me espera.

Claire suspira.

—Lo sé.

Ninguno de los dos dice nada.

—¿Cuándo podrás volver?

—No lo sé.

—¿Y si dijeras que tienes que irle a echar un vistazo a algo de la casa de la playa?

—Tenemos a un hombre que se ocupa de ella. Si hubiera algún problema, llamaría.

Ella se aparta.

—Así que te vas. Y no puedo hacer nada para que te quedes.

—No es que no quiera. —Él le pone la mano en la espalda.

—¿Qué vamos a hacer? —A Claire le tiembla la voz—. ¿Es todo? ¿Te tengo unos días y luego todo vuelve a la normalidad?

—No lo sé.

Ella se vuelve hacia él.

—Sé que no lo sabes —responde—. Ninguno de los dos lo sabe. Pero ahora las cosas son distintas. Tú lo sabes y yo lo sé. No estoy intentando destrozar tu matrimonio, espero que lo entiendas. Quiero a Maddy, pero te quiero más a ti. Y no soporto la idea de no verte, de no abrazarte.

—¿Qué motivo podría dar? Necesito un motivo.

—¿Necesitas más motivo que una chica que te quiere matar a polvos? —contesta ella entre risas.

—Es un motivo bastante bueno. —Harry sonríe y la besa en el hombro.

—¿Lo harás?

—Ya veremos. Hablaré con la agencia de viajes.

—Yo diré en la oficina que me he puesto mala.

—¿Qué quieres que hagamos?

—Me gustaría ir a la playa. Nunca he ido en esta época.

—Está preciosa, mucho más tranquila. No hay nadie. Sobre todo entre semana.

—Podemos hacer un picnic.

—Lo que no podemos es quedarnos en casa. No hay agua, está todo cerrado.

—No hace falta. Podemos quedarnos en el hostal. O volver a la ciudad. Sería una aventura.

A la mañana siguiente Harry llama a Maddy desde la habitación de su hotel.

—Me ha surgido algo —afirma—. Necesito quedarme un día más, ¿te importa?

Ella parece decepcionada.

—No, claro. Johnny tenía muchas ganas de que volvieras. Te ha hecho una pancarta en el colegio. En italiano.

—Ya me la dará. Estaré de vuelta el sábado, no es tanto tiempo.

Después de colgar, se sienta junto al teléfono, se queda mirándolo. Por un momento se plantea llamar de nuevo para decir que al final ha decidido volver. Que no se queda. Que los echa de menos y tiene muchas ganas de verlos. Que todo ha sido un gran error. Una broma. Pero entonces suena el teléfono, y, sobresaltado, lo coge.

—Señor Winslow —dice la voz—, lo llamo de recepción. Su asistente me ha pedido que le diga que ha llegado. Lo espera en el coche.

—Ah, sí —responde él—. Gracias. Ahora mismo bajo.

Cierra la puerta al salir. Si había alguna oportunidad de dar marcha atrás, ha pasado.

5

No hay tráfico. Las salidas no están colapsadas. Claire lleva un jersey color crudo con el cuello cisne, de canalé, que no para de toquetear. Se sienta en el asiento del copiloto del coche alquilado, atenta, pues no quiere perderse nada, una niña en una excursión del colegio. Mientras conduce, él cuenta anécdotas divertidas, y ella ríe con esa risa que fue una de las primeras cosas que me llamaron la atención. Campanillas de plata. Una risa que uno no quiere que cese nunca.

Pasan mucho antes de la hora de comer por la ciudad, ahora desprovista de sus vistosos adornos veraniegos. Es como asistir a un ensayo general, con el reparto vestido de calle y los asientos del teatro desocupados. La ciudad vuelve a ser de quienes viven allí. Hay camionetas paradas en Main Street. Letreros que anuncian una cena a base de pasta en el parque de bomberos. El equipo de fútbol del instituto entrena bajo un cielo color arcilla.

—Es la época del año en que más me gusta esto —cuenta él—. Es tan tranquilo. Normal que tantos artistas y escritores se hayan sentido atraídos por este sitio. Pero muchos locales han cerrado. Los alquileres cada vez son más caros, la gente de aquí no se los puede permitir, y la mayoría de los artistas tampoco. ¿Ves eso? —Señala un escaparate que vende sanitarios caros—. Antes era un bar, el Big Al’s. Jackson Pollock lo frecuentaba. —Algo más abajo gira y aparca delante de la estación de trenes—. Espero que éste no cierre nunca —comenta—. La comida es demasiado buena.

Entran. A la derecha hay un expositor refrigerado con ristras de salchichas, quesos, guindillas, jamones, aceitunas. En la pared de enfrente, hileras de pasta, salsas caseras, sopas, bebidas y helados. Huele a aceite de oliva y pan recién hecho. En medio hay una cola de hombres, la mayoría contratistas, obreros, unos blancos, otros hispanos, que piden sándwiches. En las paredes, fotografías, postales enviadas por clientes fieles.

—En este sitio la comida es casi tan buena como en Roma —le dice al oído a Claire.

—Hola, Harry —saluda uno de los hombres de detrás del mostrador—. ¿Qué tal? ¿Dónde te metes? Hacía tiempo que no te veía.

Se dan la mano.

—Hola, Rudy. He estado fuera. Trabajando en otro libro.

—Y ¿cómo va?

—Bien, bien.

—¿Y la señora Winslow?

Mira a Claire.

—Muy bien, Rudy, gracias. Ésta es Claire, una amiga. Le he dicho que tienes el mejor
prosciutto
a este lado de Parma.

Rudy levanta las manos, halagado, aceptando el cumplido.

—Y bien, ¿qué os pongo? —pregunta.

Piden pan, queso, carne. Comida de obreros, de campesinos italianos. Comida para comer con las manos.

—Creo que Rudy no da su visto bueno —comenta Claire una vez fuera, intentando quitarle hierro al asunto.

Él deja la bolsa en el asiento de atrás.

—Ha sido un poco raro —admite.

—Quizá no debiéramos haber venido.

—Qué va —la tranquiliza él con una sonrisa—. Anda, sube. Aún tenemos que comprar el vino.

La playa está desierta. Las olas grises rompen en la arena. Hace demasiado frío para ir descalzos. Él lleva una manta y la comida.

—El agua está distinta en esta época del año —se percata ella—. Casi como enfadada.

Harry se arrodilla en la arena y extiende la manta. Del bolsillo se saca un sacacorchos.

—Estás hecho un
boyscout
—dice Claire entre risas.

—Hay que estar siempre listo, ése es mi lema. Espero que no te importe beber de la botella.

—Tú intenta impedírmelo y verás.

Después de comer se tumban en la manta, la cabeza de ella en el estómago de él, mirando al cielo. Más cerca del suelo hace menos frío. No muy lejos hay una gaviota solitaria, esperando su oportunidad.

—¡Largo! —exclama Harry al tiempo que le tira un trozo de madera al pájaro, que aletea, alza el vuelo y se aleja un poco.

—La pobrecita tiene hambre —se compadece ella.

—Claro que tiene hambre. Pero si le damos de comer, todas sus amigas querrán venir a la fiesta… y se acabó la tranquilidad.

Echan a andar por la playa, dejando atrás los embarcaderos de piedra y las casas vacías de los millonarios.

—Tenía otra razón para venir a este sitio. —Claire sonríe—. Aquí es donde nos conocimos.

Se vuelve para mirarlo, se arrebuja en su abrigo, los brazos de él la rodean, el viento le alborota el cabello. Todavía no se ha acostumbrado a lo bajita que es.

—¿Cómo olvidarlo?

—Eres mi socorrista —afirma ella con voz suave, buscando su boca—. Podría haberme ahogado, y me habrías salvado.

—Pero a ti no te hacía falta que te salvara nadie.

—Sí que me hacía. Aún lo necesito.

Él no dice nada.

—Quiero dar marcha atrás en el tiempo, ir a todos los sitios a los que fuimos este verano, pero ahora solos nosotros dos. Quiero ir a los mismos restaurantes, a las mismas tiendas, volar otra vez en tu avión.

—Muy bien.

—Y quiero ir a la casa.

—Pero está cerrada. No hay nada.

—Me da lo mismo. La quiero ver. ¿Podemos?

Él asiente. A menudo me he preguntado por qué lo hizo. Sé por qué quería ir Claire, pero ¿por qué la llevó él? Ése era su hogar con Maddy, con Johnny. Un sitio especial para ellos. Para todos nosotros. ¿Por qué profanarlo? Sin embargo, supongo que un hombre en su situación ya está gastando un dinero que no tiene. ¿Qué importa un poco más?

Avanzan por el camino y el jardín, tan familiares. El lugar no es tan grande como Claire lo recuerda. Por fuera la casa parece inanimada, un caparazón vacío. Las hojas han caído de los árboles. Sus pies hacen crujir la gravilla. Harry coge la llave de debajo de la maceta. Dentro no hay luz, no corre el aire. Es como entrar en una tumba. A Claire le sorprende el orden: los zapatos están en su sitio, las raquetas de tenis han desaparecido de la vista; las puertas y las ventanas, cerradas.

—Uf, qué frío —dice él.

Ella está en medio del salón, que le resulta familiar y desconocido al mismo tiempo. Los fantasmas del verano pueblan la habitación: conversaciones medio olvidadas, el sonido de las bolas de cróquet en la hierba, el zumbido de los insectos al otro lado de las mosquiteras, el olor a carne chisporroteando en la parrilla, risas.

—Me pregunto si le hará gracia que estemos aquí —observa ella—. A la casa, me refiero.

—Voy a encender la chimenea —propone él, pasando por delante. Abre el cañón. La leña está seca, los periódicos son de finales de agosto. En unos instantes se oye el crepitar de las llamas—. Ya que estamos aquí, vamos a echar un vistazo —comenta—. Hace unos años se coló un mapache por el tejado y nos encontramos a una familia entera en el armario de Johnny. No te imaginas la que se organizó.

Empiezan por el desván, él abriendo camino, como un niño pequeño. Huele a cerrado, a bolas de naftalina. Está lleno de baúles polvorientos, maletas desechadas, bolsas de ropa, juguetes viejos, ventiladores y sillas rotos, camas, revistas pasadas, cajas de adornos de Navidad, viejas botas de montar que no volverán a pisar un estribo.

—Yo no veo nada —dice él.

—Hay tantas cosas… Podría pasarme aquí días.

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