Harry se acerca y le coge la mano, sus blancos y limpios dedos suaves y laxos. Son unas manos bonitas, sin adornos, sin anillos, sin esmalte de uñas. Las manos de una aristócrata, de una geisha.
—No quiero perderte —le asegura él—. Volveré. No sé cómo, pero ya se me ocurrirá algo.
—Estaré esperándote.
—Podrías venir tú a Europa. El próximo mes tengo que salir de viaje. Podríamos vernos en alguna parte.
—¿Y Maddy? ¿No irá contigo?
—No. No querrá. Querrá quedarse con Johnny. Y no sería mucho tiempo, sólo un par de días.
—Perfecto —responde ella con una sonrisa.
—Bien. Ojalá fueran más.
—Ojalá, sí. —Claire se levanta y se acerca a él, el albornoz se le abre, pega su cuerpo desnudo al de él—. Y ahora será mejor que te marches —añade, sus labios rozan los suyos—, o empezaré a seducirte.
Él echa la cabeza atrás y se ríe.
—Te echaré de menos —afirma. No es capaz de recordar cuándo la ha deseado más.
—Te quiero, Harry —le dice ella.
—Te quiero.
Esta vez sí lo ha dicho. No cabe duda.
Un último abrazo y después la puerta, el pasillo solitario, la vieja escalera hasta la calle. El eco sordo de sus pasos al bajar. El olor a comida de los otros pisos, la cháchara de la televisión. Vidas normales. No para hasta llegar abajo, sabe que ella no estará mirando. En la calle, Harry vuelve la cabeza y la levanta, contando las plantas para dar con su piso. Claire no aparece, y un momento después él enfila la calle de prisa en busca de un taxi. El olor a ella impregna sus dedos.
Pasan semanas. Las ondas de la piedra que han lanzado no se han dejado sentir. La vida continúa como antes. Actividades rutinarias, llevar a Johnny al colegio, pagar facturas, acercarse a la
salumeria
. Sigue habiendo fiestas, salidas al campo, visitas a iglesias para admirar los frescos. Sigue habiendo detalles entre ellos, bromas compartidas, actos de amor. Una noche Harry vuelve a casa de uno de sus paseos con un ramo de flores enorme. Por fuera nada ha cambiado.
Pero no duerme, y él siempre ha dormido bien. Al igual que un soldado, puede dormir en cualquier parte.
En su cama prestada, se queda tumbado mirando al techo. Esperando.
—¿Qué ocurre? —musita Maddy, sobresaltándolo.
Él pensaba que ya estaba dormida. Es muy tarde.
—Nada. No puedo dormir.
—Últimamente te pasa mucho.
Él pensaba que no se había dado cuenta. Ha procurado no moverse.
—¿Es el libro?
—¿Cómo? Sí.
—¿Puedo hacer algo?
—No, no, gracias. Sólo tengo que resolver algunas cosas en la cabeza. Creo que voy a trabajar un rato. Siento haberte despertado, vuelve a dormirte.
—Buena suerte, cariño —le desea ella, apoyando la cabeza de nuevo en la almohada, se sume en el sueño de nuevo, segura de su amor.
Él la besa con ternura en la frente y cierra la puerta sin hacer ruido al salir.
Delante del ordenador, empieza su traición nocturna. Hay mensajes de Claire, apasionados, declaraciones de amor, descripciones gráficas de lo que le gustaría hacer con él. La máscara diurna cae y, excitado, responde de manera similar, en comunión con ella por el ciberespacio.
«Me muero de ganas de ir a París —escribe—. Hay una vieja canción en español en la que una mujer dice: “Hazme el amor de manera que las campanillas que llevo en los tobillos tintineen en mis oídos. Haré tintinear tus campanillas, te las llevaré incluso.”»
En la calle el viento hace que las ramas golpeen la ventana. La suya es la única luz. Hasta los gatos de la ciudad duermen.
Le sorprende lo fácil que parece todo. La naturalidad con la que engaña. Y, sin embargo, no todo son mentiras. Quiere a su mujer, a su hijo. Lo son todo para él. Pero ha descubierto que hay algo más, algo que no había conocido antes, otra dimensión en la que el tiempo y el espacio existen en un plano distinto. Al igual que el explorador que descubre un paraíso en la Tierra, a él ya no le gusta el mundo que hay al otro lado, y sólo puede pensar en cruzar el puente nevado que lo devolverá a Shangri-La.
Llega el Día de Acción de Gracias, y Maddy organiza una fiesta. Ha encontrado una carnicería en el Trastevere donde ha encargado ex profeso dos pavos enteros, una ave poco frecuente en la cocina del país. Los ingredientes de otros platos resultan más fáciles de conseguir: patatas, naturalmente; el relleno; cebollas para hacerlas con bechamel. Le envío por correo varias latas de salsa de arándanos Ocean Spray, imposible de encontrar, que los dos siempre hemos preferido a los productos gourmet. Está preparando tartas de manzana, incluso de calabaza. Llega un nutrido grupo de norteamericanos, amigos de amigos, niños. Hay diplomáticos, artistas, un periodista o dos, gente que no puede volver a casa para tan pocos días. Más de una veintena. Los invitados traen vino, champán. Ocupan todas las sillas de la casa. La invitación ponía: «Aperitivo a las dos. Almuerzo a las tres.» Cantan
We Gather Together
y Harry bendice la mesa. Sólo falta el fútbol en la televisión. Johnny está entre sus padres. A la izquierda de Harry, la esposa de un arquitecto. Él le comenta cuáles son sus edificios preferidos de Roma, pero no tarda en darse cuenta de que la mujer no comparte los intereses de su marido. Es como hablarle de béisbol a la mujer de un segunda base y descubrir que no le interesa el deporte.
Después del plato principal, pero antes del postre, todo el mundo va a dar un paseo mientras se enfrían las tartas. Se dirigen todos juntos a Piazza Navona, donde admiran la fuente de Bernini. Para los romanos es un jueves como otro cualquiera. Resulta decadente comer y beber a esas horas del día, cuando todo el mundo trabaja. Es como hacer novillos.
Continúan hasta el Tíber y vuelven. Para entonces ya está anocheciendo. Los oficinistas regresan a su casa. Algunas personas empiezan a llenar los cafés, los adolescentes vagan por las calles en busca de chicas. Las tiendas están cerrando.
—Me encanta el Día de Acción de Gracias —dice Maddy cuando todos se han ido. Se encuentran en la cocina; ella, fregando copas; él, secándolas. De fondo suena
La fuerza del destino
.
—Tengo que ir a París —anuncia él—. Me acabo de enterar. No te lo he querido decir antes para no fastidiar el día. Lo siento.
Ella lo mira.
—¿Tienes que marcharte otra vez? Vaya. ¿Por qué no te dejan trabajar en paz?
Harry se encoge de hombros.
—Me han invitado a conocer a mis editores franceses. Y quieren que dé una charla. Por lo visto soy bastante popular en Francia.
—Los franceses también piensan que Jerry Lewis es un genio del humor —apunta ella burlonamente—. Y ¿cuándo tienes que irte?
—La semana que viene, el lunes. Estaré fuera unos tres días.
Maddy se quita el pelo de los ojos con el dorso de la mano, con cuidado, para que no le entre lavavajillas.
—Yo no voy a poder ir, ya sabes. Johnny tiene colegio.
—Lo sé. —Harry inspecciona con atención la copa que tiene en la mano—. Te echaré de menos.
—Ojalá pudiera. Hace mucho que no vamos a París.
—A ver si la próxima vez. De todas formas te aburrirías. Estaré todo el santo día en reuniones, y por la noche en cenas de negocios. Todo el mundo querrá acapararme, y a ti no te gustan nada esas cosas.
—Uf, la verdad es que no.
—Y puede que te traiga algo, un vestidito… —le dice como de pasada—. O un bolso. El último grito.
Ella tuerce el gesto.
—Claro. Sabes perfectamente que lo último que quiero es un vestido absurdo que no me pondré nunca.
—Guapa, gran cocinera, madre estupenda y encima odia ir de compras. Eres la mujer más perfecta del mundo. —Le da un beso cariñoso en la mejilla. Por dentro está eufórico: un marinero con tres días de permiso.
Esa noche le cuenta otra vez a Johnny el cuento del rey Pingüino. Después él y Maddy hacen el amor. Al principio ella se resiste, alegando que está demasiado cansada y llena. Con los años cada vez hacían menos el amor. Esto me lo cuenta Maddy más tarde. La suya había pasado a ser una relación funcional, hacía tiempo que no era apasionada. Formaban un equipo, me contó. Al cabo de veinte años, algunas cosas cambian.
Sería demasiado simplista decir que ése fue el motivo de que Harry hiciera lo que hizo, pero sí pudo tener algo que ver. Mi vida sexual nunca se ha podido decir que fuera satisfactoria, pero creo que, al igual que un músculo o un idioma, se puede resentir si no se practica con regularidad. Yo cada vez esperaba menos del sexo, de manera que puse el listón más bajo y descubrí otros placeres carnales, concretamente la comida y la bebida. Y, como sucede con la comida, es menos probable que alguien frecuente otro restaurante si la cocina de aquel al que siempre va aún le despierta el apetito.
He pensado a menudo en Maddy en esa época de su vida. En lo confiada que fue. En lo ignorante. Hizo una promesa y la mantuvo. Nunca hubo la menor duda de que no fuera a hacerlo. Pero, a pesar de su belleza, no era una persona muy sexual. No es que el sexo le fuera indiferente, pero para ella era igual que para otros el chocolate o el ejercicio físico: tenía sus cosas buenas, sus placeres incluso, pero palidecía en comparación con lo que de verdad le parecía importante, que era el amor y la familia.
Como les sucede a los que nacen sin dinero, los que nacen sin amor lo desean mucho más. Pasa a ser la gran solución, la respuesta a todos los problemas. Cuando Madeleine tenía sólo seis meses, su madre se fue. Antes de casarse su madre era muy bella, una modelo muy bien pagada de una familia humilde, pero no se fue para escaparse con otro hombre: la obligó a marcharse su suegra, una mujer rica y poderosa que no aprobaba la elección de su hijo. Y él no opuso mucha resistencia. Se trataba de elegir entre el amor y el dinero, una decisión que no le resultó demasiado difícil, ya que dudo sinceramente que alguna vez quisiera a alguien. Y a Maddy nunca le contó la verdad, le dijo que su madre estaba loca, que era una drogadicta.
Fue fácil. Por aquel entonces la gente podía hacer cosas así. Había unas reglas para los ricos y otras para los demás. Lo único que hizo falta fue llamar a un abogado. Se hicieron amenazas, se firmaron papeles. Maddy vivió varios años con su abuela, hasta que su padre volvió a casarse, esta vez con alguien a quien consideraron más adecuado. Su hermano mayor, Johnny, se quedó con su padre, y los dos dejaron el país unos años, se fueron a vivir a la isla de Saint Croix. Pero su madre, derrotada por un sistema que nunca llegó a entender del todo, desapareció de sus vidas. Hubo una o dos llamadas telefónicas, por el cumpleaños de Maddy o por Navidad, pero fueron interceptadas por su padre, que se limitó a colgar.
En una ocasión, cuando tenía siete u ocho años y aún llevaba puesto el vestido de fiesta, Maddy entró en la habitación justo cuando su padre colgaba el auricular.
—¿Quién era, papá? —quiso saber.
—Alguien que se ha equivocado —le contestó él.
Todavía no había aprendido a no fiarse de él.
Maddy no volvió a ver a su madre hasta primero de facultad. Vivía a las afueras de Boston, cerca del lugar donde había crecido. Maddy estuvo días sopesando si ponerse en contacto con ella, preguntándose si tenía sentido, si de aquello saldría algo bueno, pero intuyendo que no le habían contado toda la historia. Al final llamó a su madre por teléfono y quedó con ella, sin saber qué esperar. ¿Qué mujer no pelea por su hijo? Entonces Maddy tenía una edad en la que aún esperaba respuestas.
Su madre vivía en un barrio pobre de la que fue una ciudad industrial. Bloques de viviendas con un revestimiento exterior plástico, niños jugando en la calle, tiendas con persianas metálicas, aceras con grietas, pitbulls ladrando al otro lado de alambradas. Sigo sin saber cómo dio Maddy con ella. Maddy no miente, pero puede ser selectiva con lo que decide contar.
Cuando llegó, su madre le abrió la puerta. El piso tenía pocos muebles, se veían desconchones en la pintura de las paredes y olía a gato. Estoy seguro de que Maddy nunca había estado en una casa así. Se mueve en un mundo completamente distinto. En una de las escasas sillas había un hombre viendo la televisión. Ni siquiera levantó la vista. Al fondo una niña pequeña, guapa, de pelo largo y rubio asomó la cabeza tímidamente, medio escondida por la puerta de la cocina.
Del mismo modo que nos hacemos una idea de cómo es el personaje de un libro, Madeleine siempre se había imaginado cómo sería su madre. En su día era demasiado pequeña para recordarla, y su padre había roto todas las fotografías suyas. La madre que imaginaba ¿tenía su origen en aquel recuerdo vago, impreciso, de un rostro inclinado sobre ella que la sacaba de la cuna, la sostenía contra su pecho? Ver a su madre ¿sería como mirarse en un espejo y ver una versión de sí misma con más años?
Sin duda, la mujer que estaba en el umbral no se correspondía con la imagen mental que Madeleine se había forjado durante tanto tiempo, y quedaba poco de la belleza que al parecer había tenido. Aquél era un rostro desgastado por la pobreza. Tenía los dientes en mal estado, el pelo lacio y sin vida. Por un instante se preguntó incluso si no se habría equivocado de casa.
—Soy Madeleine —se presentó. No le dio un beso. Ni siquiera sabía cómo llamarla. «Madre» no le parecía bien, había pasado demasiado tiempo. Eran dos completas desconocidas.
—Hola, hija —contestó su madre, el acento no podía ser más de Boston—. Pasa.
En toda historia siempre hay dos versiones. Las dos mujeres se sentaron en la cocina, bebiendo café en vasos de papel que Maddy llevó. No hubo acusaciones, ni quejas, ni lágrimas. Por ninguna de las dos partes. ¿Cómo se retrocede casi dos décadas? Resulta imposible hacerlo. Sin embargo Maddy vio claramente que su madre había sufrido durante ese tiempo. Violentas, hablaron de lo que estudiaba Maddy; de Johnny, su hermano; incluso mencionaron con tacto a su padre.
—Era un hombre muy guapo —contó su madre—. Irresistible.
¿Por qué se había ido?
—No fue culpa mía —adujo su madre. Ellos tenían todos los triunfos en la mano, ¿qué podía hacer yo? —La mujer esbozó una sonrisa forzada, la sonrisa de un preso que cumple cadena perpetua—. Aquello pasó hace mucho tiempo —añadió.
Fue demasiado. Al cabo de una hora Maddy alegó una excusa para marcharse. Al separarse, las dos mujeres se abrazaron. No hablaron de volver a verse.