—Ya, parte es nuestro, pero también hay cosas de la familia de Maddy. En algún sitio hay un perchero entero con vestidos de cóctel de su bisabuela. No sé por qué los guardamos. Créeme, no volverán a estar de moda.
—¿Qué es esto?
—Mi baúl militar.
—¿Qué hay dentro?
—Nada, cosas de los marines.
—¿Puedo verlas?
Él lo abre. Arriba del todo, la guerrera.
—A ver si aún me sirve. —Se quita el abrigo y se la pone—. Me queda un poco estrecha. —Sonríe.
—Muy guapo.
En la segunda planta, echan un vistazo a los dormitorios. Primero el de Johnny, luego el de invitados. Por último el de él y Maddy. Es la primera vez que Claire lo pisa. Antes no se habría atrevido. Es una habitación sencilla, cómoda. Las paredes y el suelo de madera están pintados de blanco. Mira por la ventana y disfruta de sus vistas privadas, de los campos que se extienden más allá de las ramas peladas de los árboles. En la cama hay un edredón de retazos multicolores. Debajo, zapatillas. Libros en la mesilla de noche. En la cómoda, fotografías, cepillos para el pelo, perfumes, gemelos, calderilla en un cuenco. La vida secreta de las familias.
Claire se estremece.
—No me siento a gusto aquí —admite—. Deberíamos volver abajo.
La encuentra en el sofá, junto al fuego, la barbilla en las manos.
—No sé si ha sido buena idea que hayamos venido aquí —asevera, la vista clavada en los troncos encendidos.
—¿Por qué lo dices?
—Porque es tu casa. Tu casa y la de Maddy. Creí que podría hacerla mía, pero me equivocaba. Pensé que haríamos el amor en tu cama. Sé que suena fatal, lo siento. Quería demostrar algo, pero cuando me he visto en tu habitación no he sido capaz. Es la primera vez que tengo la sensación de que hemos hecho algo malo. Antes era como si sólo fuésemos nosotros dos, ¿sabes? Tenía la sensación de que tú y yo juntos podríamos cambiarlo todo, y de que estaría bien. Pero ya no estoy tan segura.
Harry alarga el brazo y le coge la mano.
—¿Quieres que volvamos a Nueva York?
Claire asiente.
—Sí —contesta—. Lo siento.
Guardan silencio la mayor parte del camino de vuelta, la radio sustituye la conversación. Cuando pasan por delante del recinto de la exposición universal, él pregunta:
—¿Quieres que me quede esta noche contigo?
—Sí. Bueno, ¿tú quieres?
—Sí.
Aparcan cerca del piso de Claire, por la tarde. El resto del mundo aún trabaja. Suben la escalera exterior, paran un momento a abrir el buzón.
—En cuanto a lo de antes, ha sido demasiado, ¿sabes? —explica ella, sentados en el sofá.
—Lo sé. Yo tampoco lo he hecho nunca.
—¿Nunca?
—No.
—¿Nunca has tenido una aventura?
—No.
—¿Has querido tenerla?
—No hasta que te conocí.
Sin decir nada, Claire se levanta y lo lleva de la mano a la habitación.
Después se quedan tumbados en la cama, los cuerpos vacíos, las sábanas hechas un ovillo a sus pies.
—¿Cuántas amantes has tenido? —pregunta ella.
—No muchas. En el instituto hubo unas cuantas chicas; en la facultad, una o dos, en primero. Pero desde Maddy no ha habido nadie más.
—Entonces ¿por qué yo? No me puedo creer que no haya habido otras mujeres que te hayan deseado.
—Ha habido algunas.
—¿Y?
—Y no hice nada.
—¿Por qué?
—No eran importantes.
—Y ¿por qué yo soy importante?
—Porque tú eres tú. Porque somos nosotros.
—¿Quieres decir que existe un nosotros?
—Existe el ahora.
—¿Te hace feliz?
—No sé si me hace feliz, pero sé que, en caso contrario, sería infeliz.
—¿Por qué?
Harry se toma su tiempo para responder.
—Es una buena pregunta —contesta—. No lo sé. Quizá porque no puedo dejar de pensar en ti. Desde que entraste en nuestras vidas vi que tenías algo especial. Cuando te conocí, en la playa, pensé que eras guapa, pero no pensé en eso. Sólo cuando viniste a nuestra casa esa noche, a nuestra fiesta, me di cuenta de que estaba cabreado porque salías con el gilipollas de Clive. Sabía que te merecías algo mejor. Quería que tuvieras algo mejor.
—Y ¿tú eres mejor? —inquiere ella con una risotada.
—No lo sé. Sólo sé que me importaste. Lo supe casi inmediatamente.
—No tenía idea.
—No, ni tampoco quería yo que lo supieras. Eras nuestra invitada. Nuestra criatura desvalida. El proyecto de verano de Maddy.
—¿Es eso lo que pensaste de mí?
—Sí. No. Me refiero a que es lo que quise pensar. No habría podido vivir en paz si me hubiese permitido pensar otra cosa.
—¿Y cuando Clive dijo esas cosas en el restaurante?
—Exacto. Supongo que me sentó tan mal porque en cierto modo sabía que parte de lo que decía era verdad. Pero yo ni siquiera lo sabía entonces. Entonces tú eras nuestra protegida, ya sabes a qué me refiero. En ningún momento se me pasó por la cabeza que ocurriría esto.
Ella se le arrima más.
—Lo siento.
—Pues no lo sientas.
—¿Habremos cometido un grave error?
—No lo creo. Espero que no.
—Pero estás casado, tienes una vida con Maddy. Y con Johnny.
—Lo sé.
—No quiero hacerle daño. Ojalá hubiera un modo de crear un pequeño universo paralelo donde tú y yo pudiéramos estar juntos y donde tú pudieras estar con ella y nadie saliera herido.
Harry la besa en la cabeza, como besaría a un niño que deseara que un río pudiera ser de chocolate o que todos los días fuesen Navidad. Sin embargo, una parte de él también quiere creerlo.
—Lo único que sé —continúa— es que me he pasado un montón de tiempo paseando por las calles de Roma pensando en ti. Preguntándome qué harías. Cómo sería tu jornada. Quiénes son tus amigos. Si habría alguien abrazándote.
—¿En serio?
—Sí. Pero no sabía si te iba a volver a ver. Era una fantasía. Supongo que es la edad: algunos hombres se compran un deportivo; yo soñaba con una chica guapa que estaba a miles de kilómetros.
—Y ahora es real —musita ella, jugueteando con el vello de su pecho.
—Sí, ahora es real.
—Y ¿qué vamos a hacer?
—No lo sé. Lo único que sé es que mañana me vuelvo a Roma. Lo único que sé es que tengo que trabajar en mi libro.
—Tu libro. No me has contado nada, y no he querido preguntar. ¿Qué tal va?
—Uf. —Harry suspira—. No tan bien como me gustaría.
—¿Por qué?
—La otra noche le decía a Walter que era porque me distraían los monumentos y los sonidos de Roma, y es verdad hasta cierto punto, supongo. Es fácil distraerse en Roma. Pero también es fácil distraerse en Nueva York, y eso no había sido un impedimento antes.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Tenía un amigo que era un piloto muy bueno. De Texas, un muchacho estupendo. Mandíbula cuadrada, valiente, muy buenos reflejos. Un día se vio involucrado en un accidente. No fue culpa suya, sino un fallo técnico. Pero supuso el fin de su carrera como piloto. Le dieron la oportunidad de volar de nuevo, pero no fue capaz. No pudo meterse en la cabina, así que lo dejó. No volví a verlo.
—¿Y?
—Ahora sé cómo se sentía.
—Pero tú no estrellaste un avión. Tu libro fue un éxito, miles de personas de todo el mundo lo han leído. Ganaste un premio nacional, por favor.
—Lo que quiero decir es que tengo miedo. Me asusta volver a la cabina, porque no estoy seguro de que pueda volver a hacerlo. ¿Y si el próximo libro es un fiasco?
—Tienes que dejar de pensar así.
—Lo sé, pero cada vez que me siento a escribir me asalta una incertidumbre que no había sentido antes. Intento escribir, pero al poco rato necesito salir y echo a andar.
—¿Cuánto llevas escrito?
—Pues ésa es la cosa: he escrito cientos de páginas, pero he desechado la mayoría.
—¿Por qué?
—No sé por dónde tirar. Ahora estoy con algo que casi no tiene nada que ver con lo del principio. Me peleo con las voces, los personajes. Me siento y escribo algo que me gusta, pero cuando vuelvo a leerlo unos días después no me gusta nada.
—¿Puedo ayudarte en algo? Sé que suena tonto, pero me refiero a que si necesitas comentarlo con alguien, compartir tus ideas, puedes hablar conmigo cuando quieras.
—Gracias, pero lo que necesito es volver a Roma y encerrarme unas semanas para concentrarme única y exclusivamente en el libro. Espero que para entonces ya tenga claras algunas cosas.
—Vale, pero queda dicho.
Claire se levanta y va al salón a cambiar la música. Tiene el trasero blanco, redondo, las piernas algo cortas para su cuerpo. Le gusta verla caminar.
—¿Te apetece cenar algo? —pregunta él—. Todavía hay tiempo.
Se visten y salen. Su horario es distinto al del resto del mundo, hay un pequeño restaurante francés cerca del piso. Van allí, cogidos de la mano.
—Estoy muerto de hambre —afirma él.
—Yo también.
—Voy a tirar la casa por la ventana y pedir una botella del mejor vino —dice Harry.
Cuesta varios cientos de dólares. Será, cree, el vino más caro que Claire ha bebido en su vida. Es un regalo que le quiere hacer, uno de tantos. El dinero carece de importancia. Lo único que desea es su felicidad.
El camarero decanta el vino y, cuando está listo, lo sirve.
—Es increíble —afirma ella, bebiendo un sorbo.
—Siempre ha sido uno de mis preferidos. Un Pauillac.
Cinquième cru
. No tan caro como un
premier cru
, pero, en mi opinión, igual de bueno. La cosecha del 82 fue especialmente buena.
—Hablas como Walter —ríe ella.
También él se ríe.
—Supongo que sí. Probablemente sea porque él me ha enseñado mucho de lo que sé. Yale y los marines están muy bien para aprender un montón de cosas, pero no de vinos franceses.
En la cena hablan de ella, su familia, su trabajo. Están empezando a conocerse. Rellenando los espacios en blanco. Harry se entera de que la pera es su fruta preferida, de que no le gusta Renoir, pero le encanta Degas, de que baila claqué y de que en el instituto llevaba gafas, hasta que se pasó a las lentillas. La vida de él es conocida, ha vivido de cara al público. La suya está por descubrir. Sin embargo, al igual que en ese juego infantil que consiste en unir puntos, cuantos más puntos une, más ve en ella a la persona que en el fondo él ya sabía que era.
—¿Qué harías si viésemos a algún conocido tuyo? —pregunta Claire—. Me refiero a si nos vieran aquí, juntos.
—No lo sé. Aunque claro que se me ha pasado por la cabeza. Supongo que dependería de quién fuera… y de lo que estuviéramos haciendo nosotros. Quiero decir que no hay nada muy sospechoso en que estemos cenando, ¿no? Somos amigos, pasaste un montón de tiempo con nosotros en verano. ¿Qué hay de malo en eso?
—Algunas personas podrían malinterpretarlo, pero no estarían seguras.
—Sin embargo no se equivocarían. Es difícil ocultar el lenguaje corporal, sobre todo si te estás acostando con alguien. Hay una especie de calor que desprenden los amantes, aunque estén en extremos opuestos de la habitación. Casi te quema la ropa. —Extiende el brazo y le coge la mano, entrelazando los dedos con los de ella—. Me encantaría viajar contigo —le dice.
—¿Dónde iríamos?
—A Francia. Me gustaría ir a París contigo, y al sur de Francia. Después a Marruecos, Tánger, Zanzíbar.
—Voy a por el cepillo de dientes.
—Lo digo en serio. Podríamos encontrar algún sitio barato y vivir un año en la playa. Tú harías
topless
y los pechos se te pondrían color caramelo. Pero primero te quiero llevar a la cama en el Ritz. Pedir comida al servicio de habitaciones. Sé que estuviste en París de pequeña con tus padres. ¿Cuándo fue la última vez?
—En la facultad. Estuve de mochilera el año antes de terminar.
—Pero no has estado en el Ritz.
—Se nos salía un poco del presupuesto.
—¿A qué otros sitios fuiste?
—Pues aparte de París, a Madrid y Barcelona. Luego a Florencia y Venecia, y para terminar, dos semanas en Grecia. En Santorini. Me quemé viva.
—¿Ibas sola?
—Con mi novio. Se llamaba Greg. Lo dejamos poco después. ¿No es eso lo que pasa siempre? Te vas de viaje con alguien y es fácil acabar harto. Sus costumbres te empiezan a poner de los nervios.
—¿Sabes lo que dicen de Venecia?
—¿Qué?
—Que si vas con alguien con quien no estás casado, nunca te casarás con ese alguien.
—No pasa nada. Tú ya estás casado.
Harry deja pasar el comentario, pero por un momento ella se pregunta cómo reaccionará. No sabe por qué lo ha dicho.
—Entonces, ¿no te importa viajar conmigo? ¿Y si yo también te acabo poniendo de los nervios? —le plantea él con una sonrisa.
—También es cierto justo lo contrario: si puedes viajar con alguien y después te sigue cayendo bien, es que estás con la persona adecuada.
—Bueno, pues entonces supongo que tendremos que averiguarlo, ¿no?
Se han bebido el vino, han terminado la comida. Harry paga y se van. Es su última noche en Nueva York. Al día siguiente, por la tarde, debe volver a Roma. Se pasan el día siguiente en la cama, durmiendo, haciendo el amor. La última vez durante casi una hora, lenta, cuidadosamente, como pescadores de perlas que se llenaran los pulmones de oxígeno. Más al norte, las maletas de Harry siguen en el hotel, una habitación que apenas ha visto. A las cuatro de la tarde se tiene que ir.
—Ojalá no tuviera que irme —se lamenta.
Ella está sentada en la cama, con un albornoz negro puesto de cualquier manera, los brazos cruzados en actitud protectora. La única luz es la de un sol que va perdiendo fuerza, una hora intermedia. Ella se está distanciando, esperando el golpe.
Él quiere decir algo, tranquilizarla, pero no es capaz de dar con las palabras.
—¿Esto es todo? —inquiere Claire sin mirarlo, desde lo más profundo de su interior.
Harry quiere decir que no, pero no quiere mentir. Ni siquiera sabe ya cuál es la verdad.
Tiene el abrigo puesto. Está listo para volver a su otra vida.
—Sé que no te puedo pedir que te quedes —razona ella—. Sé que tienes que volver con Maddy y con Johnny.
—Ya.
—Y no voy a exigirte promesas.
—Lo sé. Y siento no poder hacerlas.
—Pero sí me prometí a mí misma que no sería una bruja ni te haría sentir culpable, así que no lo haré. —Tiene los ojos humedecidos; la voz, temblorosa.