Dewey se sentó, parecía incómodo.
—Escucha, espero no salirme del tiesto con lo que te voy a preguntar.
—Y ¿qué es?
—Bueno, sé que eres amigo de Madeleine Winslow.
—Lo soy, sí.
—Puede que no sea asunto mío, pero la vi la otra noche.
—En eso no hay nada raro.
—No, claro que no. Pero lo que quiero decir es que la vi con un hombre. Vicki y yo conseguimos una canguro y pensamos que sería divertido ir al centro, a ese pequeño restaurante italiano del que habíamos leído una crítica. A él no lo reconocí, pero desde luego no era su marido. Conozco a Winslow de pasada, y ese hombre no se le parecía en nada. Era más moreno. Creí que debía mencionártelo, ya sabes a qué me refiero.
—Ya —contesté. No sabía muy bien qué decir. ¿Otro hombre? ¿Quién era? ¿Qué pequeño restaurante italiano? Me entraron ganas de hacer preguntas, pero el tacto me lo impidió—. Es que, en fin, los Winslow se han separado.
—¿Cómo dices? Siento oír eso. Hacían una buena pareja. Ella es una auténtica belleza, y a él lo recuerdo de cuando jugaba al hockey.
—Sí, es una verdadera pena.
—Bueno, supongo que eso lo explica todo. Siento la intromisión.
—No pasa nada. Me alegro de haber aclarado las cosas.
Se levantó para marcharse.
—¿Adónde vas tan de prisa, Dewey? —le dije—. Te invito a una copa.
—De acuerdo —repuso, al tiempo que se sentaba—. Tomaré lo mismo que tú.
Acabé convenciéndole de que cenara conmigo. La conversación se desvió hacia los temas de siempre, que, cuando nos levantamos de la mesa, prácticamente habíamos agotado. Nos despedimos en la calle con promesas vagas, pero bienintencionadas de ir a jugar al tenis cuando hiciera mejor tiempo.
De camino a casa, bajo la lluvia, no paré de darle vueltas a lo que me había contado Dewey. ¿Otro hombre? ¿Qué demonios estaba pasando? Lo más normal habría sido llamar a Maddy para contarle el cotilleo, pero esa vez no sólo no me hablaba, sino que además el cotilleo era sobre ella. Me sentí tentado de pasarme por su casa para llegar hasta el fondo del asunto. A pesar de la lluvia supongo que creí que era buena idea, puesto que eso es lo que hice. Era evidente que mi capacidad de raciocinio se había visto afectada por el hecho de haber bebido varios martinis y media botella del burdeos del club.
Las luces estaban encendidas cuando llamé al timbre. Eran las nueve y media aproximadamente. Como nadie me abrió, volví a llamar. Al final salió Gloria, que entreabrió la puerta con cara de susto, si bien se relajó al ver que era yo. Con todo, no me dejó pasar, no quitó la cadena.
—Señor Walter, buenas noches.
[3]
—Buenas noches, Gloria. Siento venir tan tarde. ¿Está la señora Winslow?
—No, la señora Maddy no está.
—¿Sabe cuándo va a volver?
—No, señor. Sale todas las noches hasta tarde. Y la semana pasada también.
—¿Con quién?
Ella sacudió la cabeza.
—No sé. Con hombres distintos. Por favor, ahora me iba a acostar.
—Ya. Siento haberla molestado. ¿Podría decirle a la señora Winslow que he venido?
—Sí, señor Walter.
—Buenas noches.
[4]
—Buenas noches.
[5]
Gloria sonrió y cerró la puerta de prisa y corriendo. Por un momento me planteé quedarme a esperar a Maddy, pero no sabía cuándo iba a volver ni con quién. Y me estaba empapando.
No tenía otro sitio al que ir salvo a casa. ¿A quién más podía acudir? ¿A Harry? Difícilmente. ¿A Ned y Cissy? Supuse que sí, pero no sabía si me serían de alguna ayuda. ¿A Claire? La idea era ridícula. Ya en la cama, me di cuenta de que tenía que encargarme yo mismo. Sabía que tenía que dar con Maddy y hablar con ella. Era la única forma. Pero ¿cómo?
También sabía que sería casi imposible saber qué estaba haciendo Maddy a menos que me lo contara ella. O que yo la siguiera. Me vi enfundado en una gabardina, acechando entre los arbustos y haciendo el payaso, plenamente consciente de que era algo que jamás podría hacer. Pero eso no quería decir que no pudiera hacerlo otro. Sabía que nuestro bufete a veces contrataba a investigadores privados, de manera que al día siguiente le pedí a Marybeth que me facilitara el número de la agencia a la que solíamos llamar.
Esa tarde un hombre llamado Bernie entró en mi despacho. Era fornido, tenía bigote y llevaba una corbata llamativa y zapatos de suela gruesa. En el pasado nunca había tenido ningún motivo para requerir sus servicios, pero sabía que había sido policía y que varios de mis colegas respondían por él.
—¿En qué puedo ayudarle, señor Gervais? —me preguntó.
—Es un asunto personal —contesté—. Quiero dejarlo claro desde el principio. Así que, se lo ruego, asegúrese de pasarme la factura a mí personalmente, no al bufete.
—Como usted quiera, señor. ¿De qué se trata?
—Me gustaría que siguiera a alguien.
—¿A quién, señor?
Le di la fotografía de mi mesa.
—¿Su esposa?
—No, una amiga.
El hombre observó la foto.
—Muy guapa. ¿Tiene alguna foto más reciente?
—La conseguiré. Pero ella sigue teniendo el mismo aspecto.
—De acuerdo. Y dígame, ¿cuál es la situación?
Se sentó con una libreta abierta en la rodilla, bolígrafo en mano.
—Se llama Madeleine Winslow. La conozco desde que éramos pequeños y es mi mejor amiga. Se separó hace poco de su marido, con el que llevaba casi veinte años casada, y ha sido una conmoción para ella. Hace unas semanas dejó de devolverme las llamadas, lo cual es extraño, porque rara vez pasan tres o cuatro días sin que hablemos o nos mandemos algún correo electrónico. Un amigo mío me contó que la otra noche la vio con un hombre en un restaurante del centro. Yo hablé con la canguro de su hijo y me dijo que la señora Winslow sale todas las noches, por lo general con distintos hombres. Sinceramente, estoy preocupado, porque no es nada propio de ella, y quiero asegurarme de que está bien. También me preocupa el bienestar de su hijo, que casualmente es mi ahijado. Lo que me gustaría es que no la perdiera usted de vista, que averigüe adónde va, qué hace y con quién lo hace.
—Claro. Sin problema. —Dejó el bolígrafo.
Odio que la gente diga «sin problema». Lo detesto. Cuando alguien trabaja para mí, no puede ser un problema para ellos. Es un trabajo.
—Y, naturalmente —añadí después de respirar hondo—, estoy seguro de que no hará falta que le pida que sea discreto. Que no se entere de que la están siguiendo.
—Desde luego.
A continuación hablamos de sus honorarios y de otros detalles. Prometí mandarle por correo electrónico fotos más recientes de Maddy y después le extendí un cheque, un anticipo. Dijo que se pondría en contacto conmigo en el plazo de unos días si había algo que contar. Me impresionó su profesionalidad. Nos dimos la mano y se fue. Sé que hay quien podría pensar que estaba yendo demasiado lejos, metiendo las narices en los asuntos de Maddy, pero me daba lo mismo. Lo único que me importaba era asegurarme de que estaba bien. Esperé los días que siguieron. No supe nada ni de Bernie ni de Maddy.
Después de un fin de semana de preocupación, Bernie me llamó el lunes por la mañana.
—Seguí a la sujeto tres noches —me contó por teléfono—. La primera noche salió de casa en torno a las ocho y fue en taxi a un restaurante de Tribeca. Allí se reunió con un hombre. Griego, un tal Yannis Papadakis. Edad: treinta y ocho años. Profesión: armador. Estado civil: divorciado. Descripción física: uno ochenta de estatura, complexión atlética, cabello castaño, ojos del mismo color, afeitado, sin rasgos distintivos. Le enviaré su foto por correo.
No había oído hablar de él.
—Continúe —pedí.
—La sujeto salió del restaurante con Papadakis poco después de las once. Los dos habían bebido mucho. Verá una copia de la factura en el archivo que le mandaré. Papadakis pagó con una tarjeta Centurión. Fuera los esperaba un coche, un Cadillac Escalade último modelo. Los llevó a poca distancia de allí, hasta el piso que Papadakis tiene en Beach Street. La sujeto entró en su casa. A las tres de la madrugada la sujeto salió del piso y el Escalade la llevó a casa. ¿Quiere que siga?
—Por favor.
Bernie se aclaró la garganta.
—La noche siguiente, viernes, la sujeto salió de casa de nuevo sobre las ocho. Esta vez cogió un taxi al centro, hasta un restaurante italiano del Soho, donde se reunió con un hombre llamado Steven Ambrosio. Edad: cuarenta y dos años. Profesión: banquero. Estado civil: soltero. Descripción física: uno cincuenta y cinco aproximadamente, delgado, cabeza rapada, ojos marrones, afeitado, sin rasgos distintivos. La sujeto salió del restaurante con Ambrosio en torno a medianoche y a continuación ambos fueron en taxi hasta el piso que Ambrosio tiene en la calle 68 Este. Nuevamente alrededor de las tres de la madrugada la sujeto abandonó el piso y se fue a casa en taxi. Le mandaré un correo con fotografías de Ambrosio y facturas. ¿Alguna pregunta?
Nuevamente, no conocía a ese hombre.
—Por ahora no. Por favor, continúe.
—El sábado a la sujeto pasó a buscarla Papadakis a eso de las tres de la tarde, esta vez conducía él mismo, un Porsche 911. Los seguí hasta Southampton, donde Papadakis tiene una residencia de fin de semana en Ox Pasture Road. Aparcar era complicado, así que me tuve que conformar con dar vueltas a la manzana. En el barrio vive mucha gente acaudalada, y la policía lo patrulla con regularidad. Sin embargo, sí pude averiguar que la sujeto y Papadakis fueron a una fiesta que se celebraba en una casa de Sagaponack, en Daniels Lane. Probablemente se consumieron sustancias ilegales. Alrededor de la una de la madrugada la sujeto y Papadakis volvieron a Ox Pasture. Al día siguiente salieron a comer a Nello, en Southampton, en torno a la una, y después regresaron a Manhattan. De nuevo Papadakis pagó. Le proporcionaré a usted una copia de la factura. La sujeto llegó a casa en torno a las cinco de la tarde, y esa noche no salió.
—Gracias, Bernie —le dije—. Muy concienzudo.
—¿Va a requerir más mis servicios?
—Sí. —Estaba pensando—. Sí, quiero que continúe siguiendo a la señora Winslow. La única diferencia es que la próxima vez que salga quiero que me llame usted y me diga dónde está.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio. Luego Bernie dijo:
—Entiendo, señor Gervais. Pero debo informarlo de que si se plantea agredir a la sujeto o violar sus derechos de alguna manera, a mí se me acusaría de ser su cómplice, y no permitiré que eso suceda, señor.
Reí ligeramente.
—¿Cómo dice? Ah, no, no. Por favor, Bernie. No se preocupe por nada de eso. No tengo la menor intención de agredir a la señora Winslow ni de infringir la ley. Sólo quiero hablar con ella. Y como la montaña no va a Mahoma, Mahoma ha de ir a la montaña.
—Muy bien, señor Gervais. Tengo su móvil. La volveré a seguir esta noche y, si sale, lo llamaré.
Esa noche no recibí ninguna llamada de Bernie. La siguiente, sin embargo, el teléfono sonó poco después de las ocho.
—Buenas tardes, señor —saluda—. La sujeto está en marcha. Lo llamaré de nuevo cuando haya llegado a su destino.
—Excelente. Gracias.
Me paso el siguiente cuarto de hora aproximadamente dando vueltas por casa con el móvil en la mano, consultando el reloj, palpando y volviendo a palpar mis bolsillos para asegurarme de que llevo la cartera, un pañuelo, el peine, el cortaúñas, la pluma. Cuando recibo la segunda llamada, me dirijo al ascensor con el teléfono pegado a la oreja. Bernie me da el nombre y la dirección de un restaurante en el West Village. Me alivia saber que no está en alguna parte de Brooklyn. Recuerdo que cuando iba más allá de la calle 42, de noche, se me hacía tan extraño como visitar la cara oculta de la Luna. De un tiempo a esta parte los barrios más de moda en Nueva York son aquellos que en su día eran los más pobres. Salgo a la calle, tengo un coche esperando, le doy al conductor la dirección.
—La sujeto está sentada en un reservado del fondo —informa Bernie—. Ni con Papadakis ni con Ambrosio. Todavía no he averiguado quién es el hombre. Unos cincuenta años, cabello canoso, traje caro.
—Gracias, Bernie. No me hará falta más. Si todo sale bien esta noche, podrá enviarme la factura por la mañana. Deséeme suerte.
—Buena suerte.
En torno a las nueve llego a un restaurante muy iluminado. Busco a Bernie, pero no lo veo. Las calles de esa zona siguen estando adoquinadas, pero lo que antes eran mataderos y edificios comerciales ahora, tras sufrir una remodelación, son boutiques, restaurantes y clubes nocturnos.
Le pido al conductor que espere y entro. El sitio está lleno de una muestra representativa de jóvenes modernos de Manhattan. Artistas desaliñados con camisetas negras se mezclan con banqueros jóvenes, y hay chicas guapas por todas partes. Entiendo por qué no hay mucha gente de más edad: cuesta mucho oír algo. Me dirijo al bar, abriéndome camino a duras penas. Con mi traje de J. Press estoy fuera de lugar, parezco alguien que se ha equivocado de sitio. Finalmente el camarero repara en mí y pido un martini.
Echo un vistazo, buscando a Maddy y rezando para que no me vea ella a mí primero. No resulta fácil, ya que la zona del comedor no se ve del todo desde el bar. Al cabo la veo: en un rincón, con un hombre de pelo gris, tal y como dijo Bernie. Charla animadamente, como hace cuando se ha tomado unas copas. Veo que junto a la mesa hay una cubitera con una botella de vino abierta.
Agacho la cabeza en el acto para que no me vea. Me vuelvo y procuro, como puedo, dar la impresión de que me encuentro a gusto. Sin embargo, no tarda en desplazarme un joven que no se ha afeitado en varios días. Luce un sombrero
porkpie
y pide bebidas para un grupo de amigos. Yo me retiro a un rincón con el rabo entre las piernas. Está claro que no me puedo quedar donde estoy. Tengo que hacer algo o marcharme.
Después de terminarme el martini, dejo la copa en la barra con resolución, junto a un billete de veinte dólares, y echo a andar hacia el fondo. No voy directo a la mesa de Maddy, sino que finjo buscar a alguien en una de las mesas, el mentón alto, olisqueando el aire como un oso perdido. No soy muy buen actor, pero tampoco hacía falta serlo. Sólo hay una persona a la que he de convencer.
—¡Maddy! —exclamo.
Ella me mira, sorprendida, hermosisíma. Los ojos azules muy abiertos.