—Si no te importa, supongo que lo menos que puedo hacer es firmártelos —dice, al tiempo que se saca la pluma.
—No, me encantaría.
Escribe con elegante caligrafía: «Para Claire, que tiene un gusto exquisito para la literatura. Harry Winslow.»
Se los ofrece, y ella lee lo que ha escrito.
—Gracias —responde, y se inclina para darle un beso en la mejilla.
—Algún día valdrán por lo menos lo que pagaste por ellos —apunta él con humor.
Ella también sonríe.
—Salgo ahora mismo —promete.
Harry se desploma en una silla. Está cansado. Demasiada bebida. Es hora de marcharse.
En la otra habitación se oye ruido. De repente, un cristal que se rompe.
—Mierda, qué daño…
—¿Estás bien?
En la otra habitación no hay luz.
—¿Claire?
—Estoy aquí. Me he hecho un corte en el pie.
Harry pasa al cuarto de baño por el pequeño y oscuro dormitorio. La luz está encendida. En la pared hay un cartel de un festival de cine francés. Ella está en la taza del baño. Tiene sangre en la planta del pie. En el suelo hay cristales.
—Lo siento —dice ella—. Se me cayó. Qué bruta soy.
Él le echa un vistazo al corte.
—Te lo puedo curar. No tiene mala pinta.
Va hasta el botiquín y revuelve en busca de un antiséptico.
—¿Tienes agua oxigenada o algo por el estilo?
—Creo que no.
—Deja que primero haga esto. —Se saca el pañuelo, le echa agua y jabón y limpia la herida. Luego le pone una tirita. La planta del pie es rosa, lleva las uñas pintadas de rojo. Tiene unos pies bonitos. Los tobillos, delicados. Harry se ve obligado a adoptar una postura rara en el minúsculo cuarto de baño. Tiene la paciencia de un padre—. Por suerte no habrá que amputar —sonríe—. ¿Crees que podrás andar?
—Puedo intentarlo.
Le pasa ambos brazos por el cuerpo para levantarla, le sorprende lo poco que pesa. Tiene que ponerse de lado para pasar por la puerta.
—En la cama —pide ella.
La deja en la cama, y de pronto los brazos de Claire lo rodean, tiran de él. Lo besa. Sus manos recorren su cuerpo, sus brazos. Esta vez no se resiste, no puede. Y entonces ella está sobre él, a horcajadas. Se quita el vestido por la cabeza, lo tira a un rincón. Los pezones oscuros resaltan sobre su pálido cuerpo en el resplandor azul de la habitación. Sus brazos le rodean, su olor, la suavidad de su piel, su calidez. Su lengua le recorre la boca, tibia y viva. Su mano descansa en la de él, guiándola primero hasta su pecho endurecido, luego hasta la entrepierna, sus dedos resbalando por la fina seda, sintiendo la humedad, antes de hacerla subir. Luego él está encima, ella ciñéndolo con las piernas, atrayéndolo. Ahora las manos le quitan el cinturón, le palpan los costados, las uñas bajo los calzoncillos. Sin soltarse, ella le desabrocha la camisa, le baja los pantalones, le recorre con las manos el vello del pecho. Luego las baja y le agarra el miembro, que está duro, la sangre bombea, el corazón se acelera. Abrazándolo, le dice al oído:
—Te quiero, soy toda tuya.
Se arrodilla delante de él en la cama, su lengua adentrándose en su oído, lamiendo un pezón, el ombligo, va bajando despacio y lo toma en la boca, lentamente primero, luego durante más tiempo, más adentro, hasta que él no puede soportarlo.
—No puedo hacer esto —dice—. No puedo, lo siento. Tengo que irme.
Pero es incapaz. Los músculos, las fuerzas, le fallan. La cortina se ha rasgado, la frontera se ha cruzado. Ahora sólo existe el otro lado. Y Harry está cayendo en él. Algo que en el fondo deseaba. Claire lo atrae de nuevo a la cama, acariciándolo, rodeándolo con las piernas, su cuerpo abrasándolo, los pies en el aire, moviéndose arriba y abajo rítmicamente, sin aliento, empujando y volviendo a empujar, el sudor resbaladizo, su boca buscando la de él, la boca de él en su pecho, su clavícula, su cuello, marcas de dedos en la espalda de él, jadeos, gemidos, ella chilla, él grita, hasta que se desploman juntos.
—No te salgas —musita ella, abrazándolo con fuerza.
Tumbados, respirando. La cabeza de él en la almohada de ella, mirándose a los ojos, las manos entrelazadas, la respiración mezclándose, los cuerpos fundidos. Él no es capaz de recordar cuándo ha sentido tanta paz.
—Creo que yo también te quiero —afirma él.
¿O no? Tal vez sólo lo piense y la idea lo confunda. Tal vez las palabras signifiquen para él cosas distintas que para el resto de la gente.
Ella suspira y lo besa, se ha quedado dormido, agotado por el desfase horario, el whisky y el sexo.
Por la mañana ella lo despierta cuando vuelve a la cama, cojeando ligeramente debido al corte en el pie. La luz se cuela débilmente por las cortinas.
—He pensado que te podía apetecer —dice, y lo besa en la boca, el aliento acre. Deja dos tazas de té en la mesilla. Él se incorpora, apoyándose en las almohadas. Claire está desnuda, la piel blanca, suave, tersa. Un lunar en la cara posterior del muslo, el vello entre las piernas, abundante y negro. Se mueve como si pudiera pasarse la vida desnuda. A Harry le gustaría verlo.
—Buenos días —la saluda él—. Ven aquí.
Ella avanza hacia él a cuatro patas, como un animal, mirándolo fijamente a los ojos. Lo besa con avidez. Él la tumba boca arriba, la cara entre sus piernas. Ya está húmeda. Gime, le coge la cabeza mientras la lengua de él entra y sale.
—Por favor, sí, no pares.
La intimidad que implica hacer el amor a la luz del día. No hay donde esconderse. El resto del mundo se ha ido a trabajar. La penetra. Se miran en silencio a los ojos, los de ella castaños, grises los de él, en tácita comunión. Y luego ella baja los párpados y echa atrás la cabeza, la boca abierta, la pelvis moviéndose, largo, corto, largo, corto, como un código morse entre amantes, hasta que el ritmo aumenta cuando ella abre los ojos, y van más y más y más de prisa, mirándose a los ojos, ella gritando: «¡Sí, sí, sí!»
—Llevo queriendo despertarme contigo desde que nos conocimos en la playa —confiesa ella después. Están tumbados en la cama, las piernas abiertas, agotados como atletas—. Pero jamás pensé que fuera a pasar.
—Pues ha pasado. ¿Ha sido como esperabas?
—Mejor —contesta Claire, y lo besa.
—¿Qué hora es?
—Casi las ocho. No quiero, pero tengo que ponerme en marcha. ¿Qué vas a hacer hoy?
—Tengo más reuniones, un almuerzo, una copa, una cena.
—Quiero verte. ¿No te puedes escaquear de la cena?
—Eso pensaba. Preferiría verte.
Ella esboza una sonrisa radiante.
—¿A qué hora podemos vernos? Puedo intentar salir antes de la oficina.
—¿Te parece a las siete y media?
—Perfecto.
En la ducha, él le enjabona el pelo y los pechos, las nalgas contra él, se le pone dura. Lentamente, sin decir nada, ella cambia de postura, se agacha, de espaldas a él, los brazos contra los azulejos. Él dobla las piernas para compensar la diferencia de altura. Se mira mientras la penetra. Esta vez la cosa va de prisa, el agua corre por sus cuerpos, salpica el suelo. Tiene una espalda preciosa.
—No quiero dejar de follarte nunca —dice ella.
—Es posible que tengas que hacerlo —responde él con una sonrisa—. No sé si puedo mantener este ritmo, ya no tengo diecisiete años.
—En ese caso tendremos que darte un montón de ostras.
En la calle, se separan con un beso. Ella le da su número.
—Te llamo más tarde —le asegura él, y la ve alejarse en la mañana gris, fría. Conserva el recuerdo de su calor.
Baja en taxi al centro y entra en su hotel, su preferido en la ciudad: tranquilo, apartado, a sólo una manzana de Central Park. Los suelos de mármol blanco y negro. El bar prepara el mejor
bullshot
de Manhattan.
—Buenos días, señor Winslow —lo saluda el portero. El padre de Maddy vivió allí los dos últimos años de su vida, devastado por el alcohol.
En su habitación parpadea una luz roja en el teléfono. Tiene un mensaje de Maddy: «Hola, soy yo. Supongo que tenías una reunión a primera hora. Llámanos luego. Johnny te manda recuerdos. Te echamos de menos.»
También hay un mensaje de Reuben, uno de Norm y otro mío. Se supone que esa noche vamos a tomar algo. Harry llama al servicio de habitaciones y pide que le suban una cafetera y huevos revueltos con beicon. Luego se quita la ropa, va al cuarto de baño y se ducha con agua hirviendo varios minutos antes de afeitarse. Llega el desayuno. Lo firma y deja la propina en metálico.
Llamará a Maddy más tarde.
A las tres llama a Claire.
—Llevo todo el día esperando tu llamada —afirma ella—. No puedo parar de pensar en ti.
—Lo siento, antes no he tenido ocasión. ¿Sigue en pie lo de esta noche?
—Si todavía te apetece…
—Pues claro. He quedado con Walter a las seis en su club para tomar una copa. Puedo verte después.
Ella se ríe.
—Madre mía, ¿con Walter?
—Sí, no puedo decir que no. Además, Walter me cae bien.
—A mí también me cae bien Walter, es sólo que parece mucha coincidencia. ¿Tú crees que se olerá algo?
—¿Por qué iba a olérselo? No sabe que te he visto.
—Entonces ¿dónde quedamos?
—Me da lo mismo, siempre y cuando haya montones de ostras.
Ella se echa a reír.
—Conozco un sitio en la calle Spring. Tiene unas ostras buenísimas —contesta, y le da el nombre y la dirección del restaurante.
Después de colgar, a él le sorprende lo excitado que se nota.
Harry y yo nos vemos a las seis. Como de costumbre, se le olvida ir con corbata, pero mi club le presta una de las que tienen precisamente para gente como él.
Tiene buen aspecto, parece algo cansado, si acaso, lo cual es lógico dada la diferencia horaria. Nos sentamos en el bar. Hay algunos socios jugando al
backgammon
.
—¿Qué tal han ido las reuniones?
—Bien. —Se encoge de hombros—. El sector está muy nervioso últimamente, y quieren saber cómo avanza el libro. Al fin y al cabo es cierto que han invertido mucho en mí. Aunque no me imagino a Hemingway haciendo esto. Él probablemente les hubiera dicho que se fueran al carajo.
Hablamos de Roma, de los planes para las navidades, de Maddy, de la salud de Johnny. Del nuevo libro.
—¿Cómo va?
Se toma una copa.
—Lento.
—¿Por qué?
—No lo sé. Creí que instalarme en Roma me serviría de inspiración, pero ha resultado casi demasiado estimulante. Me siento, pero soy incapaz de concentrarme, y al final me paso horas caminando.
—¿Te sirve de algo?
—La verdad es que no. El libro no termina de arrancar. Pero a Maddy le encanta aquello. Va a sus cursos de cocina y a sus clases de italiano. Y Johnny se lo está pasando en grande. Uno de sus mejores amigos es el hijo del embajador de Australia. Le está enseñando a jugar al críquet.
Está tan encantador como siempre. Cuenta una divertida anécdota de la vez que se perdieron cuando fueron a la Villa d’Este. Pero también hay algo distinto. No está tranquilo. Después se me pasa por la cabeza que ésa ha sido una de las pocas ocasiones que lo he visto sin Maddy. A las siete menos diez se excusa diciendo: «Lo siento, Walt. Tengo que irme.» Nos damos la mano, y él sale disparado. No me importa, en ningún momento se habló de hacer algo más que tomarnos una copa. Yo me pido otra y espero a ver quién viene. Con suerte aparecerá otro socio solo y podremos cenar juntos. Más tarde, cuando salgo del club, me dicen que a Harry se le olvidó devolver la corbata.
Claire ya está cuando él entra en el restaurante. Ya ha oscurecido. Se levanta, bella, expectante, y le dice al oído:
—Las ostras pueden esperar, pero yo no. Ven conmigo.
Baja una escalera y él la sigue. Los aseos son amplios. En la puerta hay un cerrojo. Claire lo abraza como si quisiera compensar el tiempo perdido, una mano lo atrae hacia sí, la otra va directa a su cremallera. «No llevo bragas», musita al tiempo que se levanta el vestido. Ya está húmeda. Él la coge, la pone contra la pared, las manos de ella asiendo sus hombros, las manos de él se abren paso más abajo, ella profiere jadeos entrecortados, agudos, los ojos cerrados, la boca tapada para no gritar.
Vuelven a su mesa, las mejillas encendidas, compartiendo secretos en silencio. El camarero se acerca para tomarles nota de las bebidas.
Ella se adelanta y pregunta con aire cómplice:
—¿Crees que lo sabe?
Harry se retrepa en su silla y lenta, teatralmente, empieza a inspeccionar la sala, una ceja más alta que la otra. Ella suelta una risita.
—Sí, sin duda —responde—. Todo el mundo lo sabe. Se le nota en la cara. Intentan ser discretos, claro.
—Claro.
—Por eso nadie nos mira, y el camarero nos trata como a cualquier otro cliente. Pero se nota.
Ella asiente, reprimiendo la risa.
—Tienes razón, se nota.
—Podríamos tener perfectamente un neón sobre la mesa que pusiera: «Se lo acaban de montar en el baño.»
—Es de lo más violento. ¿Cómo vamos a superarlo?
—Demostrándoles que somos mejores que todo eso. Que estamos por encima de las circunstancias.
—O podríamos repetirlo —propone ella con lasciva.
El camarero vuelve con las bebidas. Dos martinis.
—Madre mía, eres insaciable. ¿Puedo tomarme una copa antes al menos?
—Te la has ganado. —Su mano está debajo de la mesa, apoyada en el muslo de él.
Miran la carta.
—¿Qué vas a tomar? —pregunta ella.
—Sé que empezaré por las ostras.
—Más te vale.
—¿Cuántas crees que debería pedir?
—¿Habrá una especie de fórmula matemática? ¿Como cuántas ostras se queman por orgasmo? ¿Una docena de ostras por orgasmo? Si tomaras cinco docenas de ostras, ¿significaría que podrías tener cinco orgasmos?
—Pues no tengo ni idea. Aunque no sé si podría comerme cinco docenas de ostras.
—La verdad es que sí que parecen muchas. ¿Te las tienes que comer todas de una sentada o las puedes repartir a lo largo de la noche? Algo así como te comes una docena y follas; te comes otra, y follas otra vez…
—Una pregunta excelente.
—Desde luego parece más práctico que meterse cincuenta ostras de golpe. ¿Y si sólo tuvieras un orgasmo inmenso y ya? Cincuenta ostras, bum, listo.
—¿Y si fuera el mayor orgasmo de la historia del mundo? Cincuenta ostras podrían ser una auténtica bomba. ¿No preferirías tener un orgasmo increíble, revolucionario, trascendental, en vez de un puñado de pequeños orgasmos?