Me voy a los Hamptons por la tarde, llego antes de cenar. Maddy está en la biblioteca, viendo la televisión. Delante una botella medio vacía de vodka y soda, debido a la condensación del hielo hay un charquito debajo de la copa. Ahora la mesa está llena de cercos. Enciendo las luces y pongo un posavasos bajo la copa. Aún refresca de noche, así que enciendo la chimenea. Maddy no dice nada.
Para ella esta época del año es mala. No solemos hablar del tema, pero sé que el aniversario del accidente siempre le resulta opresivo. Aparte de asegurarme de que en casa haya vodka, tabaco, Prozac y Ambien en abundancia, no hay mucho más que pueda hacer por ella. A pesar del dolor que siente, se niega a ir a ninguna parte. Año tras año le sugiero que nos quedemos en Florida, pero ella no quiere. Es importante estar aquí, encontrarse lo más cerca posible del sitio donde ellos estuvieron con vida por última vez.
Como de costumbre cuando no salimos a cenar ni pedimos comida, cocino yo, algo que nunca se me ha dado bien. No obstante, a Maddy le da lo mismo. Podría servirle cualquier cosa —solomillo de Lobel’s o comida de gatos— y ella se lo comería con el mismo desinterés.
—¿Qué tal la comida? —pregunta mientras corta una chuleta de cordero demasiado hecha.
Le agradezco que lo pregunte, es un esfuerzo por su parte. Su médico la ha estado animando a hacerlo. Sé que, en este caso en concreto, si le hubiese dicho dónde he estado en realidad y con quién, se habría preocupado enormemente.
—Bien. Un antiguo caso. Atando cabos sueltos.
—Ya. Bien.
Ya ha perdido el interés. Comemos en silencio, sentados a la vieja mesa de la cocina, con el hule amarillo, donde solían sentarse Geneviève y Robert hace siglos, tras decidir que el comedor formal, el del papel de Zuber, era demasiado formal.
La miro. Está mayor, más consumida, pero me sigue dejando sin habla. Como siempre, quiero decirle que la amo, pero no puedo. No haría sino alterarla. Le resulta doloroso pensar en el amor. De manera que me guardo las palabras, las pronuncio para mis adentros, una forma de dar gracias en silencio.
Después de cenar Maddy se va a la cama, como siempre, y yo friego los platos. Después me sirvo un brandy, abro las ventanas y pongo a Verdi. Tras ponerme un abrigo para protegerme de la fría noche de abril, salgo al jardín de atrás, en la mano la copa de balón, y me siento en una de las sillas Adirondack que dan a las aguas iridiscentes de la laguna. Hace una noche preciosa, en el cielo hay millones de estrellas.
Los compases de
La Traviata
acarician el aire. Es uno de mis momentos preferidos del día. Mi cerebro es libre de explorar, de abandonarse a sus recuerdos. Mis ojos se recrean con las familiares vistas. El resplandor nocturno, sobrenatural, de la laguna. Las formas indistintas de los árboles se alzan como viejas amigas, lanzando susurros con la brisa. Me encanta esa fuga melancólica de colores, todos esos morados y platas y negros. El árbol más próximo a mí, a unos cinco metros de distancia, está bien iluminado por las luces de la casa. Se alza sobre mí, ligeramente inclinado, como si también él escuchara la música. Veo cómo se engastan sus ramas en el manto de hojas nuevas. Me llama la atención lo enmarañadas, y al mismo tiempo lo bellas que están las ramas, la filigrana imposible de seguir, tan compleja y sin embargo tan simple, como una lluvia de diamantes. Qué altos, qué elegantes, qué nobles son estos árboles, cuánto tiempo les ha llevado crecer así y, no obstante, con qué facilidad pueden caer.
Un viento fuerte, una hacha. El hombre o la naturaleza, lo mismo da. Podría llamar a mi jardinero mañana y pedirle que los tale todos y los convierta en mantillo. Todos nosotros somos vulnerables. Pienso un buen rato en las fotografías, en lo que Claire quería que yo supiera. Es más de lo que puedo hacer.
Llevo la copa dentro, saco el sobre de la chaqueta, que cuelga del respaldo de una de las sillas de la cocina, y me dirijo a la biblioteca. Aún arde el fuego, que avivo con un atizador. Verdi inunda la estancia. Las llamas se elevan. Cojo las fotografías y el sobre y los echo al fuego. Espero hasta que no queda ni rastro, pidiendo perdón en silencio.
De eso hace años. Todavía pienso en Claire. En Maddy. En Harry y Johnny. Nunca están muy lejos de mis pensamientos. En mi cabeza siguen ahí, riendo, jóvenes, inocentes. Ahora Maddy y yo somos viejos. Ella agoniza lentamente en la habitación de al lado, utiliza un respirador, es un bulto encogido, ovillada en la cama, atendida por enfermeras las veinticuatro horas, las cortinas echadas. No fue capaz de dejar de fumar. No tenía sentido discutir. Pidió que nos fuéramos de Florida para venir a morir aquí y yo accedí. Era lo último que podía hacer por ella, así que contraté una ambulancia para que la trajera hasta aquí mientras yo la seguía en un coche.
—Gracias por todo… —sisea.
Estoy sentado en la habitación a oscuras, sosteniéndole la diminuta mano, intentando ser fuerte por los dos, pero sabiendo que en el fondo ella se siente aliviada de que se acerque la liberación final. No he hecho nada por ella, mientras que ella lo ha sido todo para mí.
—Está bien, mi amor —musito—. Descansa. Pronto habrá terminado todo. Dentro de nada volverás a reunirte con ellos, te lo prometo.
Y sé que en muchos sentidos ya está agradeciendo la paz que durante tanto tiempo le ha sido negada: en la boca un levísimo atisbo de sonrisa. Las últimas décadas de su vida han sido una especie de infierno para ella, y me pregunto, no por primera vez, cómo pudo crear Dios a una criatura tan buena y pura y bella como Maddy sólo para atormentarla. Fue cruel. No tenía sentido… Como los artistas a los que gasearon los nazis en los campos de concentración. Todos esos poetas, músicos, bailarines, gente que tras años de estudios, años de sacrificio destinados a sembrar la esperanza y enriquecer la vida, fue asesinada, sus vidas segadas, sus voces perdidas para siempre. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene poseer dones especiales si no se nos permite hacer uso de ellos?
Maddy no hizo nada malo, y sin embargo le tocó sufrir. Sé que en lo más profundo de su corazón en parte se culpaba a sí misma. «Ojalá no me hubiera ido a México», gritó infinidad de veces. Le dije que no era culpa suya, que no tenía nada que ver con ella, pero no era capaz de creerme. Sus médicos intentaron hacer eso mismo, con idénticos resultados. El corazón humano necesita echarse encima cargas, asumir la responsabilidad de sus pérdidas. De lo contrario, estalla.
Arrojo las cenizas de Maddy en la laguna. No asiste mucha gente. Ned y Cissy se unen a mí, pero Ned ya no es capaz de llevar la canoa solo. Contrato a unos jóvenes para que nos echen una mano, nietos de amigos. Ellos me llevan hasta el centro de la laguna, donde lloro en silencio mientras esparzo con delicadeza sus restos en el agua. Me sorprende cuán livianos e inconsistentes resultan. No hace mucho componían a la persona a la que más he amado, su piel, sus ojos, su pelo. Todo ello reducido a polvo. A nada. Desvaneciéndose en las aguas. Desapareciendo. Y sin embargo sé que éste es el sitio donde quería estar, y me hace feliz que por fin pueda reunirles en la muerte.
Al día siguiente hago añadir su nombre y sus fechas al cenotafio, junto a los de su marido y su hijo. Me consuelo pensando que, si existe el cielo, ahora estarán allí juntos. Por lo menos rezo por ello.
Llevo años viviendo con fantasmas. Los fantasmas de Harry y Johnny, el fantasma de mi padre e, incluso estando viva, el fantasma de Maddy. Me rondan, incapaces de morir del todo porque siguen vivos en mi memoria. Son mis héroes, mi estrella polar, y me he pasado la vida entera intentando seguirlos. Al final me queda el dolor de lo que podría haber sido. Tomamos muchas decisiones acertadas en la vida, pero son las malas las que no podemos perdonar nunca.
Son muchas las personas a las que me gustaría expresar mi agradecimiento por la ayuda prestada en la creación, tanto directa como indirecta, de este libro. En primer lugar, gracias a Sharyn Rosenblum, que tuvo la gentileza de leer el manuscrito inconcluso, más por educación que por sentido común, y que a continuación me abrió tantas puertas. Asimismo me gustaría darles las gracias, en ningún orden concreto, a Chris Hermann, Joseph Lorino, Charlie Miller, Brendan Dillon, David Churbuck, Chris Buckley y Bill Duryea por su amistad y por sus válidas opiniones. También he sido muy afortunado de contar con las personas que han estado trabajando conmigo para que este libro sea una realidad, en particular mis agentes, Britton Schey y Eric Simonoff, de William Morris Endeavor; y, naturalmente, mi editor, Henry Ferris, en William Morrow, un hombre clarividente, concienzudo, paciente, jovial y sabio. Por último, gracias a mi familia, sobre todo a mi mujer, Melinda; a mi hijo, William; a mi hija, Lally; a mi hermana, Alexandra; a mi madrastra, Barbara; a mi difunto padre, Arthur; y a mi madre, Isabella Breckinridge, por su amor y su apoyo.
Charles Dubow nació en Nueva York y pasó sus veranos en la casa de su familia en Georgica Pond, en East Hampton. Cursó sus estudios en la Wesleyan University y New York University. Ha trabajado como peón, leñador, pastor de ovejas en Nueva Zelanda, asesor del Congreso y fue editor fundador de Forbes.com y más tarde editor de Businessweek.com. Vive en Nueva York con su esposa Melinda, sus hijos William y Lally, y un labrador Retriever llamado Lucas. Indiscreción es su primera novela.
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En español en el original.
(N. de la t.)
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