Harry ha instalado una cama sencilla en el dormitorio para Johnny, y él duerme en el sofá del salón. De la pared cuelga un gran póster de un jugador de hockey. Hay una mesa donde trabaja y come. Libros amontonados en el suelo. Un televisor pequeño con uno de los aparatos de vídeo de Johnny conectado a él. A diferencia de muchos pisos de solteros, éste está limpio, gracias al paso de Harry por el Ejército. La ropa está doblada, no hay platos en el fregadero. Mata cucarachas a pisotones. Es un sitio para cambiarse de ropa, para trabajar, tan impersonal como la habitación de un hotel.
A pesar de todo ellos dos parecen estar bien. Harry y yo nos estrechamos la mano como si los últimos meses no hubieran existido y Johnny me da un fuerte abrazo, lo cual me resulta sumamente grato. En la mesa hay una chuleta en adobo. La pequeña cocina forma parte del salón. Harry me sirve un whisky y se sienta a la mesa. Yo me acomodo en el sofá, con Johnny.
—Gracias por venir, Walt. Sé que no sueles dejarte caer por esta zona.
—He visto sitios peores.
—Bueno, espero que no sea por mucho tiempo. Sólo he firmado un contrato por seis meses. Con suerte, si Hollywood me hace una buena oferta, podré permitirme algo mejor en otra parte.
—O irnos a vivir a Los Ángeles —apunta el niño.
Me callo lo que pienso.
—Echa el freno, compañero. —Harry se ríe—. Será mejor que no nos hagamos ilusiones.
Hablamos del colegio de Johnny, de lo que estudia. Una vez a la semana tiene ajedrez después de clase; otra, piano. El colegio de Johnny está cerca de la otra casa, pero a Harry le queda a varias paradas.
Luego me cuenta que ya tiene listas casi las dos terceras partes del libro y que cree que es lo mejor que ha escrito nunca. Las palabras salen solas. Sin embargo no me dice de qué va.
—Es una sorpresa —asegura, guiñándome un ojo—. Pero se podría decir que es una carta de amor a mi esposa.
Me dice que se levanta todos los días a las cinco de la mañana y escribe hasta las siete, que es cuando despierta a Johnny. Luego vuelve a casa y trabaja hasta que llega la hora de ir a buscarlo.
La cena es agradable, como en los viejos tiempos. Aunque Maddy no esté y el escenario sea otro, me veo arrastrado hasta la órbita de Harry, como la fuerza gravitatoria que ejerce un planeta sobre una luna de menor tamaño. Por una noche es imposible que no me caiga bien. Al igual que Maddy, pensaba mostrarme distante, frío, pero fue inevitable que acabara haciéndome reír a carcajadas. Johnny se esfuerza por aguantar despierto, y cuando Harry le dice:
—Vamos, hijo. Es hora de ir a la cama.
Yo me pongo de pie y me excuso, pero Harry me indica que me siente.
—No te vayas ya. Déjame que acueste a Johnny y así podremos tener una conversación más seria.
Y, de nuevo como en los viejos tiempos, aguardo en el umbral mientras acuesta a Johnny. Después de cepillarse los dientes, el niño dice sus oraciones y Harry le cuenta uno de sus cuentos.
—Gracias por quedarte, Walt —dice Harry mientras cierra con cuidado la puerta del dormitorio—. ¿Qué te pongo? —El vino se ha terminado, y prepara dos whiskies con soda. Volvemos a la mesa—. Escucha —empieza—, hay algo que quiero comentarte, y te agradecería que se lo dijeras a Maddy.
—¿Qué es?
—Que aún la quiero. Puede que ahora más que nunca. Y no quiero que nos divorciemos. Que la cagué, y que me pasaré el resto de mi vida intentando resarcirla de todo, pero que ni ella ni Johnny ni yo seremos felices nunca a menos que estemos juntos, como una familia. Por favor, ¿se lo puedes decir?
—¿Se lo has dicho a ella?
—Le escribí la semana pasada.
Debía de ser la carta a la que hacía mención Maddy.
—Bien, pues buena suerte. Supongo que todo depende de cómo esté cuando vuelva. Dependiendo de cómo la vea, se lo comentaré.
—Gracias, Walt. Sé que te tiene en gran estima.
Cojo el abrigo y me dirijo hacia la puerta. No es muy tarde, pero va siendo hora de que me marche.
Cuando voy a salir, añade:
—Una cosa más, Walt. Por casualidad no sabrás de alguien a quien le interese un avión, ¿no?
—¿A qué te refieres?
—He decidido vender el Cessna. Cuesta demasiado, no lo uso lo suficiente para justificar los gastos y, sinceramente, me vendría bien el dinero. Puede que le interese a algún cliente rico tuyo.
—Preguntaré —prometo.
Ese puñetero avión.
El sábado Harry y Johnny van a los Hamptons a pasar el día. Maddy vuelve al día siguiente, por la tarde. Es su último día juntos. Salen temprano. Todavía es de noche. Johnny duerme en el asiento trasero mientras Harry conduce, bebiendo café. Cuando sale el sol, se queda una mañana preciosa, como esperaba él. Ha estado pendiente del tiempo los últimos días, y las predicciones son buenas.
Los árboles ya tienen hojas a medida que ellos se van alejando de la ciudad. Harry no ha estado allí desde otoño, cuando fue con Claire. Es como si hubiera pasado una eternidad. Se fija en las nuevas tiendas y los restaurantes, las fachadas recién pintadas, esperando la prodigalidad del verano. Los puestos de granjeros no están aún, los campos se ven pelados, sin labrar.
Llegan al aeropuerto poco antes de las nueve. No hay mucha gente en la pequeña terminal. Mientras Johnny se sienta adormilado en una de las sillas, Harry va por más café y consulta el parte meteorológico.
—Hombre, Martin, ¿cómo lo llevas? —saluda al hombre de detrás del mostrador.
—¡Harry! Cuánto tiempo, tío. ¿Dónde te has metido?
—Pasé el otoño y el invierno en Roma.
—Qué bien.
Harry se encoge de hombros.
—¿Está Jimmy?
—Fuera.
—Gracias. Le pedí que preparara el avión y le llenara el depósito. Ha sido un invierno largo.
—Ya te digo.
—Nos vemos.
—Ve con cuidado.
Harry y Johnny salen a la pista, la mano de Harry en el hombro de su hijo. La manga catavientos cuelga sin vida, y el sol brilla. Ve el pequeño Cessna. Jimmy le ha quitado la lona que lo ha estado cubriendo todo el invierno. La batería está cargada; el sistema de pitot y estática, libre de insectos. Mira debajo de la cubierta y comprueba que los alerones y los cojinetes estén bien engrasados.
—¿Cómo va todo?
Harry se vuelve y ve a Jimmy. Los dos hombres se dan la mano.
—Te acuerdas de Johnny, mi hijo, ¿no? Dale la mano al señor Bennet, hijo.
—¿Qué tal está, señor Bennet?
—Me alegro de volver a verte, Johnny. Cada día estás más alto, ¿eh?
—Soy el más alto de mi clase.
—Eso está muy bien. —Acto seguido Jimmy le dice a Harry—: Me encontré una familia de ratones en el motor, pero la saqué y sustituí algunos cables que habían mordido.
Los dos se acercan y Jimmy levanta la cubierta.
—¿Lo ves? Como nuevo.
—Tiene buena pinta, Jimmy. Gracias.
—Es una auténtica belleza.
—Sí que lo es. Estoy pensando venderlo.
—¿Ah, sí?
—Ajá. ¿Conoces a alguien que pueda estar interesado?
—Claro. Conozco a unos cuantos tíos a los que les gustaría tener un 182.
—Bien. Lo hablamos luego. Voy a cogerlo para dar una última vuelta.
—Hace un buen día.
—No podría ser mejor.
—Bueno, Harry, me alegro de verte. Ya hablaremos de lo del avión.
Harry da la vuelta al aparato, efectuando los procedimientos previos, volviéndole a recordar a Johnny cómo se comprueban el empenaje y los timones de profundidad y de dirección. Pasa las manos por los alerones e inspecciona la rueda del morro y los carenados, retirando los elementos de sujeción y los calzos mientras rodea el avión en el sentido de las agujas del reloj. A continuación vuelve a la terminal para presentar el plan de vuelo a la torre. Él y Johnny llevan días hablando de hacer esto. Irán hasta Cape Cod y tal vez paren a comer en Nantucket. En el cielo no hay ni una sola nube.
Recalentada por el sol, la cabina parece un horno. Harry se quita el abrigo, abre las ventanas y comprueba que Johnny va bien afianzado. Enciende el motor, que cobra vida, la pala de la hélice de pronto es un borrón. Con ojo experto echa un vistazo a los mandos para asegurarse de que funcionan con normalidad. Llama por radio a la torre y pide permiso para despegar.
—Torre de East Hampton, Tango Gulf Niner Niner solicita permiso para despegar.
Por radio se oye:
—Tango Gulf Niner Niner, permiso concedido.
No tienen a nadie delante. Saca el pequeño Cessna de la zona de espera y lo alinea en la pista. Sonríe a Johnny.
—¿Listo? —grita para hacerse oír con el ruido del motor.
El niño sonríe y le enseña el pulgar. Harry adelanta el regulador poco a poco hasta el tope. La presión y la temperatura del aceite están en verde. En torno a los treinta y cinco nudos se activa el indicador de velocidad. Tira despacio del timón cuando el avión alcanza los sesenta y cuatro nudos, y acto seguido están en el aire, el aparato ascendiendo, virando a la izquierda sobre el aeródromo.
—Mira, papá, nuestra casa.
Harry mira abajo. Ve la extensa laguna, luego la gran casa y, tras ella, la casita, siempre maravillado de lo pequeño que parece todo. Lleva años viéndolo desde esa altura. Es lo primero que mira siempre. El corazón le da un vuelco al pensar en la posibilidad de vislumbrar a una minúscula Maddy, quizá regando el jardín o jugando en la hierba con Johnny, el cabello dorado brillando al sol.
Ahora cae en la cuenta de que, si las cosas no se arreglan con Maddy, es posible que no vuelva a verla de cerca. Eso hace que se sienta como un fantasma que mirara a los seres queridos que ha dejado atrás.
Recuerda la primera vez que vio a Maddy. Atravesando el campus. Acababan de empezar primero, y él ya era el protegido de miembros de la Delta Kappa Epsilon, muchos de los cuales iban a los cursos superiores y sabían lo buen jugador de hockey que era. Le enseñaron New Haven: dónde beber, dónde comer, a qué clases ir. Lo llevaron a fiestas a las que rara vez asistían los de primero. Harry caminaba en sentido contrario cuando uno de sus amigos, un chico de tercero que formaba parte del equipo de hockey, se rió con disimulo y dijo: «Mira, carne fresca.»
Lo primero en lo que se fijó fue en su pelo. Nunca había visto un pelo así: dorado con destellos rojizos, una melena rizada que le llegaba por la mitad de la espalda. Luego le vio la cara, una cara orgullosa, la barbilla prominente, la nariz afilada. Caminaba como un hombre, pensó: fuerte, segura. Intuyó que no le tenía miedo a nada. También vestía como un hombre, con los faldones de una camisa masculina por fuera de los vaqueros. La camisa lo intimidó, creyó que sería de su novio, un hombre mayor. Sugería niveles de refinamiento inimaginables, decía que había visto más mundo que él. Su belleza, su serenidad, su ligereza, todo ello se unía envolviéndola en un halo que la hacía destacar entre todas las chicas que había visto hasta el momento en Yale.
A diferencia de ellas, no era fácil clasificarla: no era pija ni siniestra, ni progre ni bollera, ni deportista ni empollona. Era única, era ella. Él nunca había visto a nadie igual, ni tan bella. Ninguno de los otros muchachos dijeron nada cuando la vieron pasar. También ellos estaban impresionados. Y ella no les hizo ni caso. Su luz hacía que todo a su alrededor pareciera apagado. Cuando dejaron de verla, uno de ellos soltó:
—A ésa me la tiraba yo.
Harry no dijo nada, sólo tenía los ojos clavados en la puerta por la que ella había entrado. Sentía una opresión en el pecho. Le dieron ganas de asestarle un puñetazo al chico que había hablado, pero sabía que habría estado fuera de lugar.
—Cierra el pico —espetó.
Pero sus palabras se perdieron cuando, al mismo tiempo, uno de los otros muchachos le dio de broma en el brazo al primero y le dijo:
—Sí, claro. Pues vete olvidando del tema, tío.
Los demás se echaron a reír, reafirmando su masculinidad, pero Harry frunció el ceño, pensando únicamente en la chica.
Ese año fue un triunfo para Harry. Entró en el equipo de hockey universitario con facilidad, el primer alumno de primero que lo hacía en dos décadas. Con su mezcla de héroes de colegio privado y prodigios de la clase trabajadora, el equipo era uno de los mejores que Yale ponía en el hielo desde hacía años. Ganaron el título de la Ivy League y llegaron nada menos que a las semifinales de la NCAA, la liga universitaria nacional. Incluso estuvo saliendo con una preciosidad neumática de Greenwich, jugadora de hockey sobre hierba, si mal no recuerdo. O puede que fuera lacrosse. No importa. Él no paraba de pensar en Maddy. No coincidían en ninguna clase ni iban a la misma facultad. En ocasiones la veía, a veces cruzando la calle, entrando en un edificio, pasando en su coche. Era como un ángel bienintencionado, siempre fuera de su alcance. Y, sin embargo, cada vez que la veía el corazón se le aceleraba, y durante unos segundos lo invadía una sensación de dicha. Seguía allí, no eran imaginaciones suyas, y sí, era tan guapa como la recordaba.
Inevitablemente esa euforia momentánea daba paso a un desaliento apabullante que lo acompañaba durante el resto del día. Deseaba poder decirle únicamente: «¡Eh! ¡Para!» Pero aunque lo hiciera, ¿qué le diría? En una ocasión la vio caminando directamente hacia él, y le entró el pánico y corrió a esconderse. Por lo general se sentía cómodo con las mujeres, pero la belleza de Maddy era tan impresionante que lo hacía sentirse estúpido. No sabía nada de ella, ni de dónde era, ni qué clase de persona era, ni lo que estudiaba. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Lo único que sabía es que era preciosa y que, por algún motivo, lo aterrorizaba.
Luego, una noche de primavera, en una fiesta que dio la hija de un industrial alemán adinerado, que reformó toda una residencia de New Haven para celebrar durante una única noche su vigésimo primer cumpleaños, se conocieron. Había cientos de invitados, entre ellos Maddy, Harry y yo. Las invitaciones grabadas nos dijeron que había que ir de etiqueta, es decir, que no se podía vestir de cualquier manera, de modo que Maddy hizo un esfuerzo esa noche, a diferencia de la mayoría de las noches.
El fin de semana anterior ella y yo recorrimos varias
boutiques
de Manhattan, y eligió un vestido verde brillante muy ceñido, escotado, que le llegaba justo por encima de la rodilla. No es preciso que diga que estaba despampanante, y yo me sentí muy orgulloso de ser su acompañante esa velada. Las miradas aturdidas, de admiración, de los otros hombres confirmaron lo que yo ya sabía: que Maddy no sólo era la mujer más bella de la fiesta, sino la más bella que habían visto en su vida. Hubo muchos cuchicheos a nuestras espaldas, y no cabe duda de que algunas mujeres hicieron comentarios maliciosos, pero nada de eso importaba.