Indiscreción (36 page)

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Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

BOOK: Indiscreción
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En un momento dado reconocí a un antiguo compañero del colegio al que no había visto mucho a lo largo del año y me acerqué a él con Maddy para presentarlos. Debo confesar que fue algo bastante egoísta por mi parte: quería que la mayor cantidad de gente posible de mi colegio mayor supiera que yo iba con Maddy. Era mi momento de gloria.

Mi antiguo compañero estaba hablando con un grandullón que nos daba la espalda y llevaba un esmoquin que le quedaba demasiado estrecho, pero yo metí baza de todas formas.

—Hola, Frank —lo saludé—. ¿Dónde te metes? —El aludido se volvió, me dio la mano y se quedó parado al ver a Maddy—. Frank, ésta es Madeleine Wakefield.

Frank recuperó la compostura y sonrió.

—Hola, ¿qué tal? Éste es Harry Winslow.

Reconocí el nombre por el
Yale Daily News
: había sido objeto de admiración frecuente en primera plana.

—¿Eres Winslow
el Ganador
? —pregunté. El sobrenombre le había sido dado por su destreza en el hockey.

—Sólo Harry —respondió él, sonriendo tímidamente.

—Bueno, Harry, pues yo soy Walter Gervais, y ésta es Madeleine Wakefield.

No la miró. No fue capaz.

—Hola, ¿qué tal? —farfulló.

—Walt, adivina quién está aquí. Rocky ha venido desde Princeton para la fiesta. Está en el bar, ¿quieres verlo?

—Maddy, ahora mismo vuelvo. De todas formas nos hace falta una copa. Harry, ¿te importaría cuidar de Maddy? Sólo será un minuto, ¿de acuerdo?

Maddy asintió.

Y así fue como llegó el momento con el que Harry llevaba soñando todo el año, un momento, sin embargo, temido. Tenía la boca seca. El cerebro, de adorno. Aquello era un suplicio. Clavó la vista en Maddy, esforzándose para que se le ocurriera algo que decir y no se quedara mirándola como un pasmarote, como un idiota.

—Bonita fiesta —observó—. ¿Te estás divirtiendo?

Maddy se volvió y lo miró. Harry nunca había estado tan cerca de ella, sus ojos de un azul claro centelleante.

—No me acuesto con jugadores de hockey —espetó, y dio media vuelta, y vino en mi busca, dejándolo boquiabierto.

Ésa acabó convirtiéndose en una anécdota que después contaban bastante a menudo y que siempre hacía reír en las cenas. Sin embargo, Harry no volvió a hablar con Maddy el resto del trimestre. Cuando lo veíamos, Maddy o miraba a otro lado o hacía un comentario despectivo. Al término del año, todos nos dispersamos, unos para trabajar o hacer prácticas, otros a clubes de campo y playas. Ese verano Maddy trabajó en Washington para un congresista y tuvo un lío con uno de sus asistentes. Me escribió contándomelo todo con un grado de detalle lacerante, unas cartas que yo leía por la noche en el piso vacío de mis padres, pues hacía prácticas en uno de los bufetes de abogados más antiguos de la ciudad. Fue el primer verano que pasamos separados. Ella sólo vino dos veces, si bien pasamos una semana juntos al final. Para entonces, gracias a Dios, Maddy ya había puesto fin a la aventura, y fuimos a la playa todos los días, y por la noche matábamos el tiempo yendo a fiestas o al cine o quedándonos en casa sin más. Harry, entretanto, se fue a Oklahoma, donde trabajó construyendo plataformas petrolíferas.

El destino quiso que volvieran a encontrarse. Fue en otoño de segundo. Lo irónico del caso es que fui yo quien los reunió. No habían hablado desde la fiesta de primavera. A mí me habían invitado a formar parte de los clubes literarios más selectos de la universidad, lo cual consideré un gran honor. En la cena de admisión, celebrada en la Leverett-Griswold House, me sorprendió ver a Harry en mi mesa, cuando yo sólo lo tenía por una estrella del deporte. Jamás habría pensado que también le interesaba la literatura. Según mi experiencia, ambas cosas solían ser excluyentes. Sin embargo allí estaba.

Yo aún no sabía que su padre era profesor de inglés, y que él prácticamente había crecido con Shakespeare y Milton. Yo siempre me había enorgullecido de mis conocimientos de Shakespeare, pero los suyos eran superiores. No sólo su capacidad para recitar pasajes oscuros con relativa facilidad, sino también su sensibilidad para comprender las emociones humanas, las que confieren grandeza a las obras. Con esa planta y esa memoria, de no haber sido tan buen jugador de hockey, estoy seguro de que habría sido un actor increíble. En cualquier caso, no tardamos en hacernos amigos.

Una noche organicé una cena en New Haven a la que invité a algunos amigos. Maddy vino, naturalmente, al igual que mi nuevo amigo, Harry. Fue en un restaurante tailandés, y éramos ocho, sentados a una gran mesa redonda. Nos sirvieron numerosos platos: sopa de coco, curry de gambas, pato asado, fideos de arroz transparentes, pescado en salsa de curry rojo, y bebíamos cerveza tailandesa y chupitos de vodka de jengibre. Yo tenía a Maddy a la derecha, y Harry acabó sentado a la derecha de ella. En un momento dado me di cuenta de que no habían cruzado una sola palabra en toda la noche. Era como si entre ellos se alzara un muro de cristal. Conmigo y con el resto del grupo Maddy se mostraba más animada que de costumbre, riendo, lanzando preguntas a los que tenía enfrente, bromeando. Harry, por su parte, daba la impresión de estar en un funeral. Hablaba de vez en cuando con la mujer que tenía a su derecha, pero se pasó la mayor parte de la velada callado, sin apenas tocar la comida.

Después de cenar fuimos andando hasta la casa que Maddy tenía fuera del campus, en Elm Street, y nos invitó a subir para tomar una copa de vino. Aceptamos casi todos. Harry, no.

—Gracias —dijo—, pero mañana por la mañana entreno temprano.

Varios días después Maddy me llamó.

—No te lo vas a creer.

—¿Qué?

—Harry Winslow me ha pedido una cita.

—¿Sí? Y tú, ¿qué has dicho?

—Que sí, claro. ¿Por qué no iba a hacerlo?

Por muchas razones, pensé yo, si bien me limité a decir:

—No, por nada.

Lo memorable no era que alguien le pidiera una cita a Maddy —aunque era menos frecuente de lo que la gente pensaba—, sino que ella accediese. Yo había estado con ella en numerosas ocasiones —en Long Island, en Manhattan y en New Haven— cuando la abordaban los hombres, que solían ser mayores, más seguros. Ella nunca era maleducada. Nunca le decía a nadie que se largara ni hacía gestos groseros ni nada vulgar. Simplemente decía: «No, gracias.» A veces, si nos encontrábamos en un bar o en un restaurante, los más insistentes la invitaban a una copa; otros incluso le mandaban flores, si sabían dónde vivía. Si avasallaban demasiado, nos íbamos. Sin embargo, ella casi siempre ponía peros.

Con Harry no sólo dijo que sí, sino que era evidente que se lo había estado pensando y que, después de hacerlo, le gustaba la idea. Posiblemente incluso lo esperase, desde aquel primer momento en la fiesta de primavera. No era una persona espontánea. Compartíamos muchas cosas, pero no eso. Eso era suyo. Era una parte de su vida a la que yo no tenía acceso. A mí me molestó esa reserva, naturalmente, y estaba celoso, pero también sabía que no podía hacer gran cosa al respecto. Si ella lo quería, yo también. Ella era el tiburón, y yo simplemente el pez piloto.

En la primera cita fueron a un restaurante italiano, un sitio sencillo, anticuado, cerca de Wooster Square, que cerró hace años. Harry no tenía coche, así que Maddy lo llevó en su MG rojo, embutido en el asiento del copiloto. Después de cenar fueron a un bar y a continuación a la habitación de Maddy. Allí, según me contó después, se pasaron la noche entera hablando y mirando sus álbumes de fotos. Viejas Kodak, los bordes dentados, los colores apagados. Fotografías de su infancia, cuando estaba con su abuela, de pequeña, más tarde muy flaca, en bañador, en la playa. Fiestas de cumpleaños, competiciones de natación. Fotos de su padre, joven y musculoso, sin camisa, el pelo aún abundante y rubio, en la boda de una amiga, jugando al golf, en Navidad. Su hermano, Johnny. La serie de madrastras. Un Mercedes amarillo descapotable que acabó empotrado en un árbol. Hombres con jersey de cuello alto y patillas, mujeres con diseños de Lilly Pulitzer y el pelo cardado. Todo el mundo fumaba. Conozco bien esas fotos. También formaron parte de mi vida.

Tardaron un mes en acostarse, me contó Maddy, un mes durante el cual apenas la vi. De repente los dos eran inseparables. Se veían después de clase, cenaban juntos en Mory’s o en el piso de ella, donde, aunque parezca extraño, era Harry quien solía cocinar, pues Maddy, una privilegiada, no había aprendido a desenvolverse en una cocina. En lugar de ir a Nueva York conmigo, ahora iba con Harry. La ciudad aún era nueva para él, y a ella le encantaba enseñársela. Lo llevó a todos nuestros sitios preferidos: Bemelmans, el White Horse, Vazac’s, el Oak Bar. Se pasaban horas en el Frick y en el Met, iban a Luger’s, en Brooklyn, bailaban en Xenon. Maddy lo llevó al 21 por vez primera y cargó la comida en la cuenta de su padre.

A ese primer mes le siguió otro, y otro, hasta sumar un año. Era evidente, para mí, y para ellos, que estaban enamorados. Nunca había visto a Maddy tan feliz. Estaba radiante. Y supe que lo único que podía hacer yo era asumirlo. Ya no podía tenerla para mí solo, y si luchaba contra ello, me arriesgaría a perderla, así que pasé a ser el acólito que encendía las velas, portaba la cruz, movía el incensario. En un principio vacilé, preguntándome si aquello duraría, esperando que la relación se rompiera bajo su propio peso. Pero no fue así.

En el verano de segundo se fueron juntos a Europa, estuvieron con unos amigos en Inglaterra, recorriendo el Distrito de los Lagos bajo la lluvia; bajaron hasta la Costa Azul, parando en viñedos por el camino, visitando a viejos amigos de la abuela de Maddy. Después fueron a Santorini, donde durmieron en la playa y se pusieron negros, visitaron Marrakech y subieron a Barcelona antes de volver a casa.

No los acompañé, pero cada pocos días recibía postales entusiastas de Maddy. Los celos me mataban, pero ¿qué podía hacer? Volvía a hacer prácticas, las miras puestas en la facultad de Derecho. Cuando, en el último año, Maddy me dijo que se iban a casar después de graduarse, me alegré de veras. Vi que Harry la amaba; no por su belleza, sino por ella misma. Había atravesado la coraza, había visto su alma y sabía que había encontrado oro. Yo había sido consciente de ello en todo momento, desde luego, y me proporcionó cierta satisfacción saber que había sido el primero y que, a ese respecto, él siempre vendría detrás.

El avión de Harry aterriza en el Nantucket Memorial Airport. Todavía es temporada baja, y el aeropuerto está relativamente desierto. Son poco más de las once. Johnny tiene que ir al baño, y toman un desayuno de media mañana en el pequeño restaurante de la terminal. Johnny pide tortitas con beicon. Harry, café y huevos revueltos. El restaurante está lleno de pilotos, unos cuantos de uniforme, pero la mayoría aficionados como Harry. Van a pasar el día, comen y regresan. Son médicos, pequeños empresarios, jubilados. Una pequeña confederación. No hay nada que les guste más que sentarse a hablar de volar. Por lo general Harry se uniría a ellos, pero ese día no lo hace. Ese día tiene a Johnny. Quiere que el día gire en torno a su hijo.

—¿Cómo viste a tu madre antes de que se fuera, compañero? —le pregunta.

—Bien, supongo —contesta el niño, que no para de mover las piernas—. A veces un poco triste.

Harry asiente. Apenas puede mirar a su hijo a los ojos. Son los ojos de Maddy. Él tiene la culpa de que Maddy esté triste. Toda la culpa es suya.

—Y tú, ¿cómo estás, papá?

A Harry le sorprende la pregunta. Puede que sea la primera vez que Johnny pregunta algo así, poniendo de manifiesto una madurez, una creciente preocupación por los demás, que suele ser uno de los rasgos que más tarde desarrollan los niños, si es que lo desarrollan.

—Bueno, supongo que también algo triste.

—¿Por qué?

—Porque echo de menos a mamá, y te echo de menos a ti.

—Puede que si vinieras a casa, mamá y tú volvierais a ser felices otra vez.

Harry desvía la mirada y da unas palmaditas en la mano a su hijo.

—Me encantaría. Anda, vamos, es hora de volver arriba.

7

Vuelven a estar juntos, de nuevo en la casa de Long Island. Se oyen risas, música y voces. Es verano. El sol brilla, el cielo es azul. Están en el jardín, planeando ir de excursión a la playa o dar una cena, o simplemente leen. Navegando por la laguna, donde los domingos por la tarde hay regatas. Maddy cocinando o en el jardín. Johnny jugando con un amigo. Ha crecido. Está más alto, delgado como su madre. Tiene su belleza.

Su enfermedad cardíaca ha desaparecido completamente. Como si nunca hubiera existido. Ahora juega al tenis. Le dejo usar mi cancha. Incluso hay algunas chicas, algo que da una vaga idea de lo que pasará dentro de unos años. Será irresistible. Las mujeres caerán rendidas a sus pies. Harry sale de casa, tiene buen aspecto. Terminó la novela. Fue otro éxito. Van a llevar al cine su último libro. ¿Quién más está? A ver, yo, por supuesto, feliz de ver unida de nuevo a mi segunda familia, reconfortado por el amor que comparten, satisfecho como un tío preferido; y también están Ned y Cissy, que lleva en brazos a su primer hijo.

¿Cómo pasó todo? ¿Cómo pasan las cosas? Se dieron cuenta de que se amaban demasiado. Y, como todas las parejas que de verdad son felices, sólo se sentían completos cuando estaban juntos. El dolor es transitorio. El amor, sin embargo, es eterno.

Harry y Johnny tomaron tierra, y Maddy volvió de México. Cuando Harry llevó a Johnny a casa, Maddy le invitó a pasar. Inspirada por el viaje, acababa de ir a comprar y estaba asando una pierna de cerdo. Preparando chile ancho relleno. ¿Le gustaría quedarse a cenar? Había cervezas frías en la nevera. Se sentaron a la mesa como tantas otras veces antes, el hecho de estar juntos era reconfortante como un abrigo viejo. Hubo risas. Maddy les habló de México, del color que cobraba el mar al atardecer, de los loros en la jungla. Volvió con mantas indígenas, un sombrero mexicano para Johnny. Ellos le contaron la excursión en avión. Johnny presumió de sus conocimientos de reyes ingleses. «Jorge I —dijo— sucedió a la reina Ana. Era alemán.» Ellos aplaudieron y él sonrió, agradeciendo los aplausos, pero más feliz aún porque sus padres estaban juntos de nuevo.

Después de cenar acostaron a Johnny, como siempre hacían, con cuentos y un beso en la frente, y ellos se quedaron hablando hasta tarde, empapándose de los pensamientos del otro, riendo de pura dicha en presencia del otro. Hubo lágrimas, pero no recriminaciones, ni ira, ni miedo. No era necesario. Era como si sus vidas no hubieran cambiado. Cuando llegó la hora de irse a la cama, no cupo la menor duda de que Harry se quedaría. La siguió escalera arriba sin más, ella no esperaba menos. Hicieron el amor, despacio, convencidos, felices, como antes, como sólo pueden hacerlo dos personas que se quieren de verdad.

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