Nunca le dije a Maddy que había leído el libro por miedo de que ello abriera de nuevo unas heridas que apenas habían cicatrizado. No podía soportar la idea de que pasara algo así. Pero sí despertó mi curiosidad. Había muchas cosas que yo no sabía, que ninguno de nosotros, excepto Harry y Claire, sabíamos de su aventura. No obstante, cada año, siempre sin el conocimiento de Maddy, releía el manuscrito con la esperanza de averiguar algo nuevo relativo a lo que Harry sentía por Maddy, a lo que sentía por Claire. Es evidente que había cierto placer masoquista en ello. Si bien yo sólo era un personaje secundario, resultaba extraño leer cosas de mí, aunque se supusiera que era una invención. ¿De verdad soy yo?, se pregunta uno. ¿Así es como hablo? ¿Así es como Harry —o el escritor que sea— lo ve? Uno no sabe si sentirse ofendido o halagado, o las dos cosas a la vez. Lo que a una persona le parece importante, a otra le resulta accesorio. Con todo, acudía al libro todos los años, sumergiéndome de nuevo en esos días previos al pecado original y a la inevitable caída.
Gran parte de lo que dejó escrito era, además, muy hermoso, o al menos a mí me lo parecía, ya que plasmaba su vida, nuestras vidas, volviéndolas reconocibles y, sin embargo, dotándolas de otras muchas cosas. Había algunas palabras, pasajes que me daban escalofríos cada vez que los leía. Pero, como sucede con todos los secretos, al cabo de un tiempo el peso se me hizo demasiado insoportable para llevarlo solo. Tenía que compartirlo con alguien. A todas luces nunca podría hablar del libro con Maddy; nuestros amigos golfistas no servirían, y hasta viejos amigos como Ned y Cissy, a los que hacía ya tiempo que no veíamos mucho y que eran personajes secundarios en la novela, habrían sido meras cajas de resonancia. Tenía necesidad de compartir, pero, lo que era más importante, tenía necesidad de saber más.
Sólo podía hacer una cosa. Llamé a Claire. Habían pasado casi diez años, y no fue fácil dar con ella, pero al final lo conseguí. La sorprendió oír mi voz, como es natural, pero tuvo la amabilidad de quedar conmigo para comer. Ahora vivía en Old Greenwich, y me preguntó si podíamos vernos cerca de la estación Grand Central, ya que después tendría que coger el tren de vuelta. El único sitio que conocía en las proximidades era el Yale Club, así que se lo propuse.
Cuando llega el día —disimulo diciéndole a Maddy que voy a comer con un cliente importante, de los cuales cada día tengo menos—, entro en el club por primera vez desde hace meses y en la puerta me saluda Louis.
—Bienvenido, señor Gervais, cuánto tiempo —dice—. Espero que haya pasado un buen invierno.
Es pronto, y la espero abajo, en el recibidor. Su tren tiene la llegada prevista a poco más de las doce y media. Claire cruza el umbral a la una menos pocos minutos. Tiene el pelo más largo, el rostro no tan lozano como en su día, pero todavía bello, los ojos almendrados, los labios carnosos, ligeramente entreabiertos. Estamos a finales de abril, y lleva un elegante abrigo gris y un vestido por la rodilla, beis, discreto, pero de buena factura. Ha engordado un poco, pero sigue teniendo buenas piernas. Le veo una alianza en la mano izquierda y un diamante de buen tamaño.
Me levanto para saludarla.
—Hola, Walter —me dice, tendiéndome la mano—. Cuánto tiempo.
—Sí. Gracias por venir hasta aquí.
—No pasa nada. Aprovecho siempre que puedo para bajar a Nueva York.
—¿Cuánto hace que vives en Old Greenwich?
—Cuatro años.
Subimos al comedor de la azotea, que es más tranquilo e íntimo que el bullicioso Tap Room. Veo sentados a algunos socios que conozco y los saludo con la cabeza. El maître, Manuel, también se sorprende gratamente de verme. Le doy un cordial apretón de mano y nos acompaña hasta nuestra mesa.
—¿Qué les traigo de beber?
—¿Un Dry Martini? —le pregunto a Claire.
—No. —Sonríe—. Para mí nada de martinis. Agua con gas, por favor.
—Yo sí me tomaré uno, si no te importa, aunque mi médico lo desaprobaría. Con Beefeater y un toque de limón, bien agitado, por favor.
Manuel se va y me vuelvo hacia Claire, centrándome por completo en ella.
—Me alegro de volver a verte —afirmo—. Tienes muy buena cara, el aire del campo te sienta bien.
Ojalá pudiera decir eso mismo de mí. Aunque acabo de volver después de pasar varios meses en Florida y luzco un favorecedor bronceado, mi médico anda detrás de mí por el colesterol, y me ha dicho que tengo que perder unos diez kilos.
Ella se ríe. Con la risa de siempre. Campanillas de plata.
—Bueno, no sé. Supongo que no me puedo quejar, pero a veces echo mucho de menos Nueva York.
—¿Por qué te fuiste allí?
—Porque David, mi marido, es de allí, y pensamos que sería el mejor sitio para formar una familia. Él viene y va a diario, y yo me quedo en casa cuidando de los niños.
—¿Cuántos hijos tienes?
—Por ahora dos chicos, pero estoy embarazada de cinco meses.
—Enhorabuena. ¿Cuántos años tienen los niños?
—Nueve y tres.
—No suena nada mal.
—No, la verdad. Es una vida un poco aburrida a veces, pero allí tenemos buenos amigos, y David y yo siempre nos aseguramos de pasar por lo menos un fin de semana al mes solos en Nueva York. Nos alojamos en un hotel, vamos al teatro, a ver a amigos, a probar restaurantes nuevos. De esa forma tengo lo mejor de ambos sitios.
—Y ¿dónde trabaja David?
Me cuenta. En un gran banco, pero puede que se lo monte por su cuenta dentro de unos años. Tiene un máster en Dirección de Empresas por Harvard. Se conocieron en una fiesta. Fueron de luna de miel a las islas Galápagos.
Hablamos un poco más de su vida.
—¿Cómo estás tú, Walter? ¿Y Maddy?
Le cuento. Le hablo de Maddy, de lo que ha pasado en los años que han transcurrido desde el accidente. De cómo han cambiado nuestras vidas. De nuestro matrimonio. De Florida. Pero no del libro.
Llega la comida. Tomo la sopa Baker y un entrecot poco hecho. Cuando puedo, me doy caprichos. Claire pide únicamente salmón, que deja en su mayor parte en el plato.
—Y dime, ¿por qué querías verme? —pregunta—. No creo que me hayas llamado de repente después de todo este tiempo, y después de todo lo que pasó, sólo para charlar.
Ahora le hablo del manuscrito… y le digo que soy la única persona que lo ha leído. Que es muy bueno y que lo releo todos los años. También le cuento que me dejó con más preguntas que respuestas. ¿De verdad fue así? ¿Fue así como pasó en realidad? Hay demasiados espacios en blanco. ¿Me puede ayudar a rellenarlos?
—De eso hace mucho tiempo, Walter —se excusa—. Yo era muy joven.
Sin embargo insisto, y al final ella transige. Hablamos de la aventura que tuvieron, de París, de lo emocionante de los comienzos, de la angustia del final. Se le saltan las lágrimas a medida que escarbo más. Quiero detalles que suelen ser dolorosos.
—Llevo mucho tiempo sin pensar en nada de eso —asegura—. He intentado no hacerlo.
Se levanta y se disculpa, tiene que ir al baño. Cuando vuelve, parece más serena. Se ha retocado el maquillaje.
—Lo siento —se excusa.
Pedimos café.
—¿Llegaron a averiguar lo que pasó? En el accidente, me refiero —se interesa.
—Los informes no fueron concluyentes.
Ella asiente.
—¿Tú qué crees que pasó?
Ésa es una pregunta que me he hecho muchas veces. Incluso contraté a investigadores privados para que revisaran las historias médicas y los informes de la comisión de investigación.
—No lo sé —contesto finalmente—. Pero te diré lo que sí sé: al contrario de lo que dijeron algunos periódicos en su día, no creo que Harry lo hiciera a propósito. El libro iba bien. Harry adoraba a Johnny, jamás le habría hecho daño. Y seguía queriendo a Maddy, y me dijo que iba a intentar recuperarla. Es más, creo que ella lo habría aceptado. Que yo sepa, no había motivo alguno por el que quisiera matarse o matar a Johnny.
—Y eso ¿dónde nos deja?
—Bueno, cabe la posibilidad de que se tratara de un error del piloto, pero es poco probable. Harry era demasiado bueno. Pudo ser una válvula obstruida. O tal vez se estrellara un pájaro. La comisión no encontró ningún indicio de fallo técnico, pero el avión estaba en tan mal estado que no había forma de decirlo. Como es natural, el fabricante envió a sus abogados para alegar que no podía haber sido una avería del avión y blandió un montón de informes que demostraban la seguridad del aparato y su diseño… Es un misterio.
—Yo también le he dado vueltas a menudo —admite Claire—, y tampoco he conseguido encontrar un buen motivo. Al principio pensé que era la forma que tenía Dios de castigarme por haberme acostado con un hombre casado, pero después me di cuenta de que no era a mí a quien castigaba. —Ríe con tristeza—. ¿No es típico? Cuando somos jóvenes, sólo pensamos en nosotros mismos.
Cruzamos la Vanderbilt Avenue y me despido de ella a la entrada de la estación.
—Esta semana hace diez años de aquello, ¿sabes? Creí que quizá me llamabas por eso.
—Sí, supongo que sí. Diez años es mucho tiempo.
—Sin embargo, qué curiosas son las vueltas que da la vida, ¿no? Me refiero a que ahora tienes lo que siempre quisiste, ¿no?
—No puedo decir que lo vea de esa manera.
—¿No?
—No. Preferiría con mucho que Harry y Johnny siguieran con vida.
—Pero entonces no estarías casado con Maddy. No la tendrías para ti solo.
—Nunca la quise para mí solo. La amo. Siempre la he amado. Lo único que quería era su felicidad. Pero ella no me ama, no como amaba a Harry.
—Bueno, pues tiene mucha suerte de tenerte.
Su actitud me saca de quicio y además me resulta un tanto ofensiva.
—¿Y tú? ¿No te sientes nada culpable?
—¿Culpable? ¿Yo? ¿De qué?
—De lo que pasó, del dolor que causaste.
—¿Que yo causé? No, me parece que no lo entiendes.
—¿Qué es lo que no entiendo?
—Que yo no tengo la culpa de nada. Era joven y estaba enamorada.
—Entonces, ¿fue culpa de Harry?
—Sí. Fue algo que decidió hacer. Yo no sabía lo que hacía. Vuelvo la vista atrás y veo lo ingenua que era, y parece que han pasado siglos. Lo irónico del caso es que al final gané. Al menos en cierto modo. Pero hubo momentos en que no lo creí así.
—¿Qué quieres decir?
Claire sonríe y me pone la mano en el brazo.
—Lo quería, ¿entiendes? Nunca sabré si él me quería de verdad o no, pero sé que quería más a su familia. Ahora que soy madre, entiendo por qué eligió lo que eligió, pero por aquel entonces no lo entendí. Y, claro, no tuvimos ocasión de averiguar qué habría pasado. Sin embargo he intentado compensarlo, y he tenido la gran suerte de encontrar a alguien que me quiere por ser como soy, a pesar de todo. —Entonces consulta el reloj y dice—: Lo siento, pero tengo que irme. Mi tren está a punto de salir. —Me da un beso fugaz en la mejilla—. Gracias por la comida. Me ha encantado volver a verte. —Se da la vuelta y se detiene. Se saca un sobre del bolso—. No estaba segura de si iba a dártelo. Ha pasado mucho tiempo, ¿sabes? No sabía cómo sería el reencuentro. Pero ha estado bien… Espero que lo entiendas. Si crees que es buena idea, puedes contárselo a Maddy. —Me ofrece el sobre, de tamaño carta, color crema, con mi nombre escrito con tinta en la parte delantera—. Adiós, Walter —se despide, y me aprieta la mano.
Me quedo mirando el castaño oscuro de sus ojos y por un momento recuerdo a la muchacha que fue y por qué nos dejó deslumbrados a todos.
La veo bajar la grandiosa escalinata de mármol y después caminar a buen paso entre el gentío hacia su andén.
Vuelvo al club y subo a la sala de lectura, en la segunda planta. En el sopor que sigue a la comida, el sitio está casi vacío, unos cuantos socios de mayor edad, como yo, dormitan en los sillones. Los más jóvenes, entusiastas del
squash
y en forma, ya han vuelto a trabajar. Me siento junto a la ventana. Se me acerca un camarero y me pregunta si quiero algo. Me planteo pedir un whisky con soda, pero al final me decido por un café. Todavía tengo que volver al campo con Maddy.
Saco el sobre del bolsillo interior de la chaqueta y deslizo el pulgar bajo la solapa. Se abre con facilidad, no está pegado a conciencia. El papel es fuerte, caro; el interior, como veteado. Por detrás hay una dirección de Old Greenwich. Dentro, tres fotografías, de distintas épocas y tamaños. Las miro de prisa. No las conocía. En la primera estamos los siete: Claire, yo, Maddy, Harry, Johnny, Ned y Cissy. En la playa. Harry en medio, el brazo rodeando a Maddy. Los dos se ríen, los cabellos ondeando al viento. A su otro lado, Johnny. Yo estoy junto a Maddy, y al otro lado, en biquini, Claire. No me puedo creer lo jóvenes que estamos. Incluso a mí, que nunca me sentí realmente joven, me sorprende la relativa firmeza de mis músculos y la tersura de mi cutis.
Recuerdo ese día. Le pedimos a alguien que pasaba por allí que nos sacara la foto. Supone un golpe. Hace años que no veo una foto de todos nosotros juntos. Guardé lo que teníamos por miedo a disgustar a Maddy. La miro unos minutos, el recuerdo me aturde. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo.
El camarero vuelve con el café, arrancándome de mi abstracción. Firmo la nota y le doy la vuelta a la fotografía. Hay una fecha y las palabras «Georgica Beach» escritas con rotulador negro, pero nada más.
Cojo la segunda. De Harry y Claire. Parece París, y me felicito en silencio cuando la vuelvo y veo que pone: «Basílica del Sacré-Coeur.» Están juntos, como de luna de miel. Me sale el abogado que llevo dentro: ésa es la prueba, la prueba irrefutable del delito, si se quiere. No es que lo dudara, pero por fin tengo delante la prueba palpable de que pasó.
La última fotografía en realidad es una felicitación de Navidad, el retrato de una familia feliz: Claire y su marido sentados en un césped muy verde con dos niños y un golden retriever. El marido es moreno, como Claire, atractivo, delgado, los dientes blancos. Parece libre de pecado, la clase de persona que participa en triatlones. Apoya una mano en el más pequeño de los dos niños, la viva imagen de su padre en miniatura. El otro chico, bastante más mayor, se encuentra junto a su madre. A diferencia de su hermano es rubio, de ojos azules. Hay algo familiar en él.
¿Cuántos años dijo Claire que tenía su hijo mayor? Hago un cálculo rápido: las cuentas cuadran. ¿Sabría que podía estar embarazada el día del funeral? Y, sin embargo, a lo largo de todos estos años, no ha dicho nada, no ha pedido nada. Meto las fotos en el sobre y el sobre en el bolsillo.