Y Harry ya no se fue. El amor lo pudo todo. Se hicieron mayores. Tuvieron perros. Johnny fue al colegio de Harry, luego a Yale. No jugó al hockey, pero eso le daba lo mismo a todos, a Harry el primero. Se le daban bien los idiomas, y pasó un trimestre en París, con amigos de la familia. En una ocasión fuimos todos a verlo y recorrimos en bicicleta el valle del Loira. Johnny hablaba italiano, español y francés, y estaba aprendiendo mandarín. Le interesaban las relaciones internacionales. Puede que incluso el Derecho.
Él y yo comíamos juntos varias veces al año. Yo subía a New Haven y almorzábamos en Mory’s o, cuando él se encontraba en Nueva York, en alguno de mis clubes. Todos los años, por Navidad, íbamos a ver una obra de teatro o un musical a Broadway, como cuando él era pequeño. Me encantaba que me hablara de su vida, de sus intereses. Además de su físico, ha heredado las pasiones y la naturaleza sensible de su madre, y de su padre el sentido del humor y la habilidad de hacer que todo parezca fácil. Es una combinación perfecta de los dos. No podría estar más orgulloso de él.
En primavera íbamos todos a esquiar una semana a Breckenridge. Los veranos los pasábamos en Long Island, y Johnny venía todo lo que podía, por lo general con alguna de una larga serie de chicas guapas, bronceadas, con los dientes blancos y el cabello color miel. Venían con nosotros a la playa, los pechos firmes apenas ocultos por los biquinis. Johnny, ágil y musculoso, la cicatriz del pecho sólo visible cuando se quitaba la camisa, manejaba una de las canoas. Aún echaban carreras a nado. Maddy seguía ganando casi siempre, pero en una ocasión vi que Johnny se frenaba y supe que la estaba dejando ganar. Ahora era mucho más alto que ellos dos. Maddy conservaba el tipo, pero Harry había engordado. Ambos tenían el pelo gris.
Después de graduarse, Johnny no se unió a los marines, como su padre, sino que pasó un año en Camboya dando clases en una aldea remota. Me mandaba correos electrónicos desde allí, describiendo a la gente, sus costumbres, su amabilidad. También me enviaba fotografías de él ayudando a construir un pozo, guiando un búfalo de agua, subido a una moto. Luego volvió y entró en la facultad de Derecho y en mi bufete, animado por mí, claro está. Era querido, e iba camino de convertirse en socio en un futuro no muy lejano. Sin embargo yo sabía que era demasiado inquieto para quedarse. Obedeciendo a instintos más nobles, se trasladó a Washington, donde entró a trabajar en el Departamento de Justicia. Allí fue donde conoció a Caroline, que acabaría siendo su esposa. Era inglesa, y trabajaba en la embajada británica.
Sus padres vinieron a Estados Unidos para conocer a Harry y a Maddy, y pasaron un fin de semana en Long Island. Todo el mundo se llevó a las mil maravillas. El padre, Gerald, trabajaba en la City. La madre, Jilly, ama de casa, estaba emparentada con E. M. Forster y se interesaba por la literatura. Había leído los libros de Harry —para entonces ya había escrito cuatro— y se moría de ganas de conocerlo. Caro tenía dos hermanos: uno, oficial del regimiento de caballería Blues and Royals; el otro, aún estudiante en Cambridge. Vivían cerca de Eaton Square y tenían una residencia de fin de semana en Gloucestershire, una casa típica de los Cotswolds, esa comarca con las colinas de piedra caliza dorada, con vistas a un extenso valle verde. En agosto siempre veraneaban en la Toscana; en invierno salían de cacería.
Johnny y Caro se casaron en los Cotswolds, ante cientos de invitados. Asistieron muchos de los amigos de Johnny, junto con algunos amigos de Maddy y Harry: Ned y Cissy, yo. Instalaron una gran carpa en el jardín. Corrió el champán. Los hombres iban de chaqué, las mujeres lucían sombrero. Maddy estaba preciosa, con un vestido verde manzana que realzaba el azul de sus ojos. Era un pueblecito encantador. La recepción se celebró a escasa distancia de la iglesia, que era anterior a la conquista normanda. En el río había cisnes. Harry fue el padrino.
Veíamos menos a Johnny, pero era de esperar. Cuando llevaban dos años casados, Caro anunció en Acción de Gracias que estaba embarazada. Harry, con una sonrisa enorme, le dio unas palmaditas a su hijo en la espalda. Maddy besó a Caro. El niño nació en mayo, y le pusieron por nombre Walter Wakefield Winslow. Le siguieron dos más poco después: Madeleine y Gerry. A los tres les regalé sendas cucharas de oro grabadas con su nombre. Eran tres niños guapos y sanos.
Un año Johnny y Caro volvieron a Shanghái. Otro lo pasaron en Londres. Él ya no trabajaba en Justicia, había vuelto al bufete (donde a esas alturas yo ejercía de abogado consejero) en calidad de socio. Vivían en Nueva York, yo les regalé una casa señorial. Lo sé, fue un derroche absurdo, pero ¿qué otra cosa puedo hacer con el dinero? Además, como le dije a Johnny, algún día todo iría a parar a él de todas formas. Los niños empezaron a ir al colegio y, como hiciera en su día con Johnny, yo acudía diligentemente a todas sus obras de teatro, conciertos y partidos.
Maddy y Harry siempre iban también. Aún se comportaban como amantes, nunca estaban muy lejos el uno del otro. Harry, el cabello aún abundante, blanco, seguía caminando con la ligereza y la soltura de un atleta entrado en años. Lo habían operado de la rodilla. Maddy también tenía el pelo blanco. Se lo había cortado, ya no le llegaba por la espalda, pero conservaba el mismo brillo en los ojos. Tenía esa belleza delicada, como de pergamino, que sólo tienen algunas ancianas. Ella y Harry salían de viaje de vez en cuando. A Harry le pidieron que impartiera un seminario en Yale, fue investido doctor
honoris causa
por la Universidad de Róterdam. Pronunciaba discursos en las graduaciones. No pasaron una sola noche separados.
Durante los primeros años, Johnny y Caro iban al campo los fines de semana y se quedaban con Maddy y Harry, pero a medida que tuvieron más hijos y éstos fueron creciendo, se hizo evidente que la casa se quedaba pequeña. Tendría que haberlo pensado antes pero, después de hablarlo con Harry y Maddy, les dije a Johnny y Caro que también les regalaba mi casa, además de un pequeño fondo que se destinaría a su mantenimiento. Nuevamente ellos pusieron objeciones, pero yo insistí y aduje que no tenía sentido que un hombre se paseara solo por una casa enorme cuando lo que ésta pedía a gritos era una familia con hijos.
Así que me fui a vivir con Maddy y Harry, ocupando el que fuera el cuarto de Johnny. Me sentía muy a gusto y, francamente, más seguro. Si me hubiera caído por la escalera en mi casa, habría podido pasar perfectamente un día o dos antes de que alguien me encontrara.
Ahora soy viejo. Casi estoy calvo. Tengo que quitarme continuamente la caspa de los hombros. Mi oído no es el que era, y hay muchas otras cosas que tampoco funcionan tan bien como antes. Soy uno de esos ancianos que llenan sus días yendo al médico. Me paso por el despacho cada mañana, pero cada vez tengo menos que hacer. Principalmente ejerzo de asesor. Todavía asisto a algunas juntas. Formo parte del comité que gestiona la biblioteca de uno de mis clubes. Me sigo tomando un martini todas las noches, aunque me han dicho que no me conviene. Maddy y yo salimos a dar largos paseos. No tan largos como en su día, pero nos basta. Ahora se ayuda de un bastón, un bastón elegante, con la empuñadura de oro, que fue de su bisabuelo, el terrateniente. Y estemos en el campo o en la ciudad, por la noche me voy a la cama feliz y contento. No me arrepiento de nada. He conocido el amor, he tenido la suerte de vivirlo casi todos los días de mi vida. No podría ser más feliz.
Si no fuera porque nada de esto es verdad.
Encuentran los restos del avión siniestrado esa misma tarde. En el agua sólo se ve el tren de aterrizaje, hecho trizas. El cielo está despejado, sopla viento del suroeste. Casi no hay turbulencias. La torre recibió una llamada de socorro de Harry en torno a las dos de la tarde, informando de que perdía altitud y solicitaba permiso para aterrizar. Después se oyó un ruido de estática que el controlador aéreo no logró descifrar y se hizo el silencio.
Un testigo ocular que estaba pescando en la orilla afirma que vio que se aproximaba un monomotor volando bajo, intentando amerizar. Al entrar en contacto con la superficie, dio varias vueltas de campana y estalló. Los buzos encontraron primero el cuerpo de un niño. Decapitado. El agua estaba fría, la corriente era fuerte y la visibilidad limitada. Los buzos sólo pueden sumergirse durante quince minutos seguidos. No encuentran el cuerpo de Harry hasta la mañana siguiente.
Me entero del accidente como casi todo el mundo: lo leo en internet. Es sábado, y estoy pasando una tarde tranquila en mi casa de Nueva York. «Un escritor y su hijo perecen en un accidente aéreo», reza uno de los titulares. No sabía que Harry y Johnny habían salido a volar ese día. Pincho el titular distraídamente y, con creciente horror, leo el artículo, aturdido y sin dar crédito hasta que el teléfono empieza a sonar. Amigos, conocidos quieren saber si es cierto. Yo no lo sé, pero me temo lo peor.
Luego recibo una llamada oficial del jefe de la policía local, un hombre al que conozco desde hace muchos años. Su padre era nuestro carnicero, y lo recuerdo trabajando en la tienda cuando era adolescente, unos años más pequeño que yo, el delantal manchado de sangre seca. Las manos gruesas, el pelo rubio y corto. Mi nombre figuraba como contacto en caso de emergencia.
—Señor Gervais, lamento decirle esto…
Es todo cuanto necesito oír. Maddy sigue fuera, vuelve al día siguiente. Tengo que comunicárselo. Llamo a información para que me den el número de su hotel, que finalmente encuentro en internet. Nadie lo coge. Llamo al consulado mexicano en Manhattan, pero un contestador me informa de que vuelva a llamar el lunes por la mañana. Ni siquiera sé en qué vuelo viene. Después llamo a casa del hombre que se halla al frente del despacho de nuestro bufete en México D. F. y le cuento lo sucedido. Le digo que Maddy se aloja en un hotel de Yucatán y, tras mucho refunfuñar, lo organiza todo para que la policía la localice y la ponga al corriente de lo ocurrido.
Es la única forma. No me puedo arriesgar a que llegue al aeropuerto y se entere en un quiosco. Sería demasiado cruel.
Esa noche, tarde, Maddy llama desde México. Yo esperaba esa llamada, la temía. Cojo el teléfono a la primera, antes incluso. Maddy está histérica.
—¿Qué demonios está pasando, Walter? ¿Es una especie de broma retorcida? Me acaban de despertar dos policías mexicanos y me han pedido que te llame.
Le cuento lo sucedido. El grito que sale del otro extremo de la línea no es de este mundo. Una mezcla de ira y dolor que no he oído en mi vida.
—Lo siento —repito—. Lo siento mucho.
No hay nada más que pueda decir, así que permanezco a la escucha, oyéndola sollozar, deseando poder estar con ella para consolarla. Al cabo de un cuarto de hora, le pregunto a qué hora llega su vuelo. Se lo tengo que preguntar varias veces, ya que cada vez que intenta responder se echa a llorar de nuevo. Finalmente consigue balbucir la hora.
—No… cuelgues… —suplica, cogiendo aire, pugnando por controlarse.
—No colgaré, no te preocupes.
Seguimos otra hora al teléfono, hablando de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo en silencio o con Maddy llorando.
Por la mañana tiene que volar temprano a México D. F., y desde allí al JFK. No llegará hasta por la tarde. Cuando llega, la estoy esperando. Viene en silla de ruedas. A pesar del bronceado está pálida, con las mejillas hundidas. Me acerco a ella, pero ni siquiera estoy seguro de si me reconoce. Sus párpados se mueven. La acompañan una representante de la línea área y un mozo, que se ocupa de su equipaje.
Asiento cuando la chica, guapa, de pelo oscuro, pregunta:
—¿Ha venido a buscar a la señora Winslow? Le han administrado un sedante. Ha venido dormida todo el viaje. ¿Ha venido en coche?
Esta vez no hay limusina. Llevo a Maddy a mi casa, la acuesto en mi cama y la dejo dormir.
Durante unos días la noticia aparece en todos los periódicos. Todos utilizan la misma fotografía de Harry, la de la contracubierta de su libro. Un diario sensacionalista incluso ha encontrado una foto del colegio de Johnny. Está con otros niños, con chaqueta y corbata. Han rodeado su rostro con un círculo. Otro publica un gráfico de lo que le pasa a un avión cuando se estrella contra el agua. No puedo mirarlo.
Se especula sobre la causa del accidente. ¿Un error del piloto? ¿Un fallo técnico? ¿Sufrió un derrame cerebral Harry? ¿Iba Johnny a los mandos, intentando aterrizar bajo la supervisión de su padre? ¿Estrelló el avión a propósito un Harry deprimido? La Comisión de Investigación de Accidentes e Incidentes de Aviación Civil traslada los restos del avión a la base aérea de Westhampton Beach para determinar lo ocurrido. A ambos cuerpos se les practica la autopsia.
Maddy quiere incinerarlos. Ahora se encuentra un poco mejor, pero sigue dando vueltas por mi piso como sonámbula. Soy yo quien se ocupa de los preparativos. Hablo con la funeraria de Pantigo Road, relleno los formularios. El
New York Times
llama para preguntar por la necrológica, al igual que el
East Hampton Star
y el
Southampton Press
. Tengo mucho que hacer, y no me gusta dejar sola a Maddy. Me preocupa seriamente que se acerque a una ventana y se tire. Vuelvo a casa y me la encuentro sentada delante del desayuno, la vista clavada en una taza de café frío, fumando, toqueteando la medalla de san Cristóbal de Harry. El único indicador del paso del tiempo es el montón de colillas.
Nos vamos a mi casa de la playa, que es donde se celebrará la recepción. Maddy me dijo que no puede volver a su casa. La instalo en la Estancia Victoriana, y en lugar de irme a mi cuarto, me quedo en el de al lado, en la habitación monacal de mi bisabuelo. En todos los años que hace que la conozco nunca ha pasado la noche en mi casa. Preparo la cena, pero ella no tiene apetito. Apenas ha comido nada desde hace días. Parece que vive a base de vodka y nicotina. Insisto en que coma algo, le digo que no tiene sentido morir de hambre. Le corto la carne como si fuera una niña pequeña, incluso se la pincho con el tenedor. Ella se limita a mirarme.
Por la mañana llega el servicio de catering. No sé cuánta gente va a venir a mi casa. Cuento con Cissy y Ned, el agente de Harry, su editor, otros amigos. El hermano de Maddy, Johnny, llega desde Oregón, donde trabaja de consejero en adicciones y da clases de yoga. Ésas eran las personas a las que sabía que tenía que invitar. Era consciente de que Maddy no querría que fueran demasiadas. Sólo la familia y los amigos más cercanos. A algunos no los veía desde hacía años, pero supongo que se habían mantenido en contacto con Harry y Maddy.