—¿Alguna vez has querido pasar más tiempo aquí? Me refiero a vivir.
—Cuando era pequeña, no. Venir aquí era horrible. Supongo que tenía suerte. Cuando la mayoría de los niños de mi edad iba a Disneylandia, yo iba a París, pero era un París sin alegrías ni diversiones, ni belleza ni arte, ni ninguna de las cosas por las que la gente visita esta ciudad. Mis abuelos ni siquiera tenían televisor. Mi hermano y yo nos pasábamos las horas muertas sentados en un sofá duro mientras mi madre hablaba con ellos, tomando té con pastas. Era un suplicio. Yo veía el cielo y suponía que los otros niños, los niños que de verdad eran franceses, estaban jugando en el parque o yendo al zoo. Cuando mis abuelos murieron, me sentí aliviada. Suena fatal, pero es así.
—Al menos viste la verdadera Francia. Yo he estado en Francia, uf, no sé, más de veinte veces, en unas ocasiones más días y en otras menos, unas pasando por París y otras no, pero nunca he visto lo que tú viste. Yo sólo he visto la versión de Hollywood, la versión que Francia quiere que veamos, tú has vivido detrás del telón.
—Supongo, pero esto me gusta más. La comida no es tan buena detrás del telón.
Se echa a reír, la cara se le ilumina. Tiene los dientes blancos. Él le ve el rosa de las encías.
Pide crema de langosta con pistachos y lenguado trufado. Él pide lo mismo.
Harry llama al sumiller. Se deciden por un Montrachet.
—Estoy muerta de hambre —dice ella.
—Y si comemos demasiado, no importa: hay un
spa
precioso con piscina. Pamela Harriman murió cuando hacía largos en la piscina.
—¿Quién?
—Una famosa cortesana —cuenta él. Y añade—: A decir verdad era la embajadora norteamericana en Francia. Se casó con un montón de ricachones y tuvo aventuras con más.
Después de cenar enfilan un largo pasillo que conduce a la parte trasera del hotel. Es entre semana, y hay una recepción que está a punto de terminar. Hombres de negocios intercambian tarjetas. Se dirigen hacia el pequeño bar, bajando unos escalones. El olor a puros caros perfuma el aire.
—Es mi bar preferido en todo el mundo —le revela él. Iría aunque no pudiera permitirse alojarse en el hotel.
Entran. A Claire la sorprende lo pequeño que es. Ya está abarrotado. El humo se eleva en el aire. Todas las mesas están ocupadas, pero hay dos asientos en la estrecha barra. George, el camarero, prepara combinados.
—Señor Winslow —lo saluda George en inglés con acento británico—. Me alegro de volver a verlo, señor.
Es ligeramente más alto que la media y se está quedando calvo, luce una americana blanca, sus movimientos son precisos. Harry ya le ha enviado una nota advirtiendo que no iría con Maddy.
Los dos hombres se dan la mano.
—Me alegro de volver a verte, George. Ésta es Claire.
—Bienvenida —la saluda él—. Creo que acaban de cenar. ¿Les puedo sugerir un digestivo?
Harry mira a Claire.
—Te ofrezca lo que te ofrezca, di que sí. Es a la coctelera lo que Picasso al pincel.
—Muy bien, George. En ese caso me gustaría tomar un digestivo.
—Estupendo. Y ¿le importaría decirme si le gusta el armañac?
Ella asiente. Tras la barra el camarero blande las herramientas de su oficio, las manos eligen, pican, hacen girar, sirven hábilmente. Como última pincelada, el pétalo de una flor.
—
Voilà
.
Claire bebe un sorbo.
—Delicioso —asegura.
Satisfecho, George se permite esbozar una sonrisa.
—Pensé que le gustaría.
—¿Qué es? —se interesa Harry.
—Se llama Hôtel de France: dos partes de armañac, una de
crème de cassis
, siete de champán muy frío. Un toque de licor de pera. El licor lo hago yo mismo. ¿Y para usted, señor Winslow?
—Sorpréndeme.
Una vez más las manos vuelan sobre la barra. Es como intentar ver cómo hace trampas en las cartas un jugador profesional.
—Y
voilà
otra vez.
—Excelente —aprueba Harry—. ¿Qué es?
—Una variante del clásico Francés
75
. Antes de cenar utilizo ginebra londinense; después de cenar es mejor coñac. Además de, naturalmente, azúcar, limón y champán.
—Magnífico.
—Ha sido un placer. Si me disculpan…
Otro cliente reclama su atención. George le empieza a hablar en español. Se acercan otros, responde en francés. Es como un financiero brillante o alguien que tiene los pronósticos más fiables en las carreras: todo el mundo lo solicita.
—Qué hombre tan fascinante —comenta Claire—. Nunca he conocido a un camarero con tanto amor por su trabajo.
—Tienes razón. Para él esto es la montaña sagrada. Siempre ha de haber alguien que sea el mejor en lo que sea: el mejor abogado, el mejor zapatero, el mejor panadero. Él es el mejor camarero. Ha consagrado su vida a ello. ¿Sabes que cada mañana, cuando se despierta, lee periódicos en cinco idiomas sólo para poder charlar con sus clientes de cualquier cosa que les pueda interesar?
—¿Sabe chino?
—Todavía no.
—Pues debería.
—Tal vez, pero los chinos no vienen aquí aún. Por lo menos no muchos.
Ella bebe a sorbos.
—Espera y verás.
Como sucede la mayoría de las noches, George propicia las presentaciones. Conocen a una pareja de Madrid, después a unos alemanes y, por último, a dos chicas norteamericanas cuyos padres les han pagado el viaje. Claire habla con ellas; Harry se está fumando un habano, un grueso corona.
—¿Te lo estás pasando bien? —pregunta cuando ella se vuelve hacia él.
Claire le aprieta la mano.
—Sí —contesta—. ¿Y tú? ¿Te alegras de estar aquí? ¿Conmigo?
—No me gustaría estar en ningún otro lugar del mundo. Ni con nadie más. ¿Te he dicho lo guapa que estás?
—No lo bastante.
—Estás preciosa.
—Gracias. Por esto, por todo esto.
Más tarde, en la habitación, Harry se sitúa tras ella, la mira mientras se cepilla los dientes, el agua que sale del grifo se asemeja a un cisne dorado. Es muy concienzuda. Mientras se los lava él, ella usa la taza del baño, dejando la puerta abierta. Harry le ve las rodillas blancas. Oye el sonido que hace el rollo de papel al desenrollarse. Se siente abrumado por la falta de pudor, por colarse en la intimidad de Claire, que tiene las bragas en los tobillos, las rodillas juntas, los pechos al aire. Se queda en la puerta observándola, la mano de ella entre las piernas. Sorprendida, Claire levanta la cabeza y lo mira.
—Lo siento —se disculpa—. Quería mirarte.
—No importa.
—Es la primera vez que lo hago.
Claire tira de la cadena y se levanta, dejando las bragas en el suelo.
—Lo entiendo —responde, besándolo—. Todo en esta historia es nuevo.
Ella lo espera en la cama cuando entra. Harry ve que en el teléfono parpadea la luz roja de los mensajes. Hace caso omiso y se deja caer en sus brazos.
Pasan el día como hacen los amantes. Por la mañana les llevan el desayuno a la habitación. Claire se esconde, riendo bajo la sábana, mientras Harry, por toda ropa un albornoz, firma la cuenta. El camarero adopta una actitud de francesa indiferencia: ya lo ha visto todo.
Hay café caliente, cruasanes, huevos revueltos, beicon crujiente. La mantelería está almidonada y es de un blanco inmaculado.
—Prueba este café —dice él al tiempo que le ofrece una taza con su plato—. Es el mejor del mundo.
—Dices eso de todo lo de este hotel. Madre mía, y tienes razón: está buenísimo.
—Normal, teniendo en cuenta los precios.
—Y estos huevos. Son increíbles. No creí que volviera a tener ganas de comer después de la cena de ayer, pero estoy muerta de hambre.
Después de desayunar salen. El cielo refleja el color gris de las piedras de la
place
. Delante de ellos, Mercedes aparcados junto a la entrada, chóferes con gafas de sol y traje oscuro esperan la llegada de pasajeros que hablan por el móvil.
Suben por la rue de la Paix y se dirigen a la Place de l’Opéra.
—¿Adónde vamos? —pregunta Claire, cogida del brazo de él. Lleva mitones y una bufanda de lana. «Nunca llevo sombrero», le ha dicho.
—Donde tú quieras.
—No me apetece meterme en un museo. Sé que debería, pero es como levantarse un domingo e ir a la iglesia. Es como un deber, no una diversión.
—Entiendo que eso también deja fuera las iglesias, ¿no? —inquiere Harry con una sonrisa.
—Ah, bueno, sí, supongo que sí. Me refiero a que he estado en Notre Dame, y es preciosa e impresionante, pero no tenemos mucho tiempo. Preferiría no pasar el poco que tenemos en una iglesia con olor a cerrado.
—¿Adónde te gustaría ir?
—¿Quieres decir aparte de al hotel, a la cama? —contesta ella, sonriéndole—. Me basta con pasear hasta que nos entre el hambre y después parar a comer en cualquier sitio. ¿Qué te parece?
—Me parece perfecto.
Van hacia el norte. Mentalmente sus pasos se dirigen más o menos hacia Montmartre, pero Harry está dispuesto a cambiar de dirección si se tercia.
Caminan en un silencio cómodo, de cuando en cuando señalan algo divertido o curioso. Todo resulta de lo más natural, van cogidos de la mano.
—Los coches son tan pequeños… —observa ella—. Es como si los condujera una raza de enanos.
A los pies de Montmartre cogen el funicular para subir a la cima de la colina. Una vez allí se acercan andando a la basílica del Sacré-Coeur, el punto más alto de París.
—No había venido nunca —dice ella. Permanecen allí contemplando la ciudad, el Sena retorciéndose como una serpiente plateada, perezosa, al sol.
—Hay quien cree que la torre Eiffel es el mejor sitio para ver París, pero yo sigo pensando que es éste —opina él—. ¿Sabías que la torre es más antigua que la basílica?
—¿En serio?
—Pues sí. La basílica no se terminó hasta después de la primera guerra mundial, mientras que la torre Eiffel fue inaugurada en 1889. Sin embargo, la gente lleva siglos viniendo aquí. Dicen que los druidas solían celebrar rituales en este lugar.
—No te muevas —pide ella, al tiempo que se saca del bolso una cámara. Tras él, París desciende bruscamente hacia el horizonte—. Sonríe —dice. Él obedece—. Ahora sácame una tú a mí.
Le piden a otro turista que les saque una de los dos. La he visto: son como tantos otros turistas en París. Me pregunto si es así como se sentían.
Hacen una parada para comer en un pequeño restaurante lleno de turistas holandeses, y después pasean por Montmartre hasta Pigalle, pasan por delante del Moulin Rouge, del Bateau-Lavoir, que ha dejado atrás sus días de gloria, cuando Lautrec, Picasso y Utrillo vivían en el barrio. Enfilan el bulevar de Clichy y ven una señal que anuncia el Museo del Erotismo.
—Me da que esto promete —comenta Claire.
—Creía que no querías meterte en un museo.
—Éste es distinto. Vamos.
—¿Estás segura?
—Nunca se sabe. Puede que aprendamos algo nuevo.
Harry paga y entran. Es evidente que el museo goza de popularidad entre los turistas. En las paredes hay imágenes pornográficas del mundo entero: tallas de la India, fotografías contemporáneas de mujeres desnudas vestidas de cuero, viñetas, falos de una longitud exagerada, una planta entera dedicada a los burdeles parisinos, las
maisons closes
del siglo XIX. Casi estallan en carcajadas al ver algunas de las imágenes.
Hacia la salida hay una tienda de regalos que vende libros, láminas y postales eróticas.
—Espera aquí —pide ella, y a los pocos minutos sale con una bolsa de papel marrón—. ¡Lo tengo!
—¿Qué?
—Mira. —Le da la bolsa. Dentro hay un ejemplar del
Kamasutra
en francés—. Dicen que hay sesenta y cuatro posturas distintas. Me muero de ganas de empezar.
De vuelta en el hotel están sentados el uno frente al otro en la cama. Ella traduce:
—«… los distintos tipos de unión sexual en función de las dimensiones, la intensidad del deseo o la pasión, el tiempo.» Dice que hay tres clases de hombres: el hombre liebre, el hombre toro y el hombre caballo.
—Qué halagador.
—¡Chist! Calla. Dependiendo del tamaño de su
lingam
.
—Te refieres al…
—Exacto. Y hay tres tipos de mujeres, según el tamaño de su
yoni
: cierva, yegua o elefanta.
—¿La elefanta? Dios mío.
—Para.
—¿Cómo es que no hay un hombre elefante? No me parece justo.
—¿Para quién?
—Para nadie. Para empezar, para la pobre elefanta, que se queda sin elefante que la satisfaga. Y para mí. Es decir, ¿quién dice que no soy un elefante? Siempre me he considerado un poco mastodonte.
—Y lo eres, cariño. Y ahora a callar. Aquí habla de tres uniones iguales, basándose en las correspondientes dimensiones. Mira, hay un dibujo. Dice que un hombre liebre y una mujer elefante es una unión desigual.
—Eso sí tiene sentido. Es como el chiste del elefante y la hormiga.
—¿Quieres que siga leyendo o no?
—Claro —responde él, acariciándole el blanco muslo—. Continúa.
—Dice que cuando el hombre sobrepasa a la mujer en cuestión de tamaño se da la unión más elevada.
—Bueno, y nosotros, ¿qué somos?
—Yo cierva y tú caballo.
—Preferiría ser elefante.
—Cierra el pico.
El pelo se le cae por la cara continuamente, y Claire no para de quitárselo con una mano. No es lo bastante largo para que le aguante detrás de la oreja.
De pronto, como una alarma, suena el teléfono de la mesilla de noche, grave y prolongado, haciendo añicos el silencio.
—Mierda —espeta Harry, y rueda hasta ponerse de costado con la velocidad propia de la mala conciencia—. ¡Cariño! —exclama demasiado alto—. Siento mucho no haber llamado. Esto ha sido una locura.
Se sienta en el borde de la cama, dándole a Claire la desnuda espalda. Los separa una estrecha extensión de sábana blanca, una barrera infranqueable.
—No, no —dice—. Sólo me estaba echando una siestecita. ¿Cómo estás? ¿Y Johnny? Cuéntamelo todo.
Claire está paralizada, en un principio demasiado aterrorizada para moverse. Apenas puede respirar. Casi es como si Maddy estuviera al otro lado de la puerta. Sin embargo, él no vuelve la cabeza ni una sola vez para llevarse un dedo a los labios o pedirle silencio de alguna otra manera. Ni tan siquiera para mirarla. Es como si no existiera. Ya no están en la misma habitación, en la misma cama, en el mismo mundo. Ya no son amantes a punto de acostarse. O tal vez, como la mujer de Lot, Harry no quiera mirar atrás para no convertirse en una estatua de sal.