Hasta en la facultad había sido un héroe, alguien querido, y, sin embargo, fue de Madeleine de quien no se separó. Ella era quien más lo necesitaba, y él se entregó a un deber sagrado. Quizá intuyera que en Maddy había algo roto, algo que sólo él podía arreglar, y, sabiéndolo, se permitió darse por completo a ella. No estoy diciendo que no la amara. Creo que la amaba. Sé que la amaba. Pero ella lo necesitaba, a él o a alguien como él, y no creo que Harry necesitara realmente a nadie, por lo menos no de la misma manera. Siempre fue autosuficiente, alguien con tanta confianza en sus aptitudes que no las cuestionó ni una sola vez. Nunca tuvo la necesidad de hacerlo. Sé que trabajaba duro, pero era el trabajo que un deportista con talento invierte en su entrenamiento, ya que contribuye a mejorar su juego, un juego que la mayoría de nosotros no podría aspirar a jugar ni fingir que podría hacerlo.
¿Intuyó algo en Claire que podía arreglar, algo que sólo él podía darle? ¿O fue algo más egoísta? ¿Era Claire alguien que estaba ahí sólo para él? Al cabo de años de ser el que todo el mundo pensaba que era, o debería ser, ¿se estaba permitiendo ahora coger lo que quería, aunque ello implicara acabar con todo lo demás?
Naturalmente nada es nunca tan abstracto. Su traición fue tan natural como una enfermedad, como un cáncer que crece en el cuerpo a la chita callando para manifestarse espontáneamente cuando ya nada puede contenerlo. Y cuando ocurrió, lo consumió.
¿Y Claire? En ningún momento la consideré culpable, aunque algunos crean que debería. Era joven, guapa, sensible e impresionable. Viva. Viviendo la vida a tope. Necesitada de amor o atención o consejo. O de las tres cosas. No estoy seguro.
¿Cómo no iba a deslumbrarla Harry? Era atractivo, encantador, un triunfador. Habría sido como si le pidieran que no sintiera la hierba bajo los pies o no notara la sal del mar. Habría sido como pedirle a una mariposa que no se acercara a una vela, o a una flor que no floreciese. No, yo a quien culpo es a Harry. A él, al héroe del colegio, al antiguo marine, es a quien le faltaron el valor y la entrega. Tentar es fácil, pero sólo los que son fuertes de verdad se pueden resistir a la tentación. Harry debería haber sido capaz, pero él, ese dechado de virtudes, fue débil.
Podría describir con mayor detalle incluso cómo follaban, cómo se la chupaba Claire, cuántos orgasmos tuvo, cómo iban por las calles cogidos de la mano como auténticos amantes. Cómo encendían la pasión del otro, la pasión por la vida, la pasión por el amor, la pasión que ardía sólo por la pasión. Después de todo, eso es egoísmo y avaricia; querer más de lo que es bueno para uno. Y ellos la devoraban, se regocijaban con ella. ¿Quién los puede culpar? Pocas cosas hay más poderosas, más embriagadoras que saber que hay alguien que te desea profundamente. Y si es ilícito, secreto, prohibido, tanto más excitante. Llegados a ese punto ¿a quién le importan los demás? Los demás no importan cuando sólo estáis los dos en vuestro pequeño bote salvavidas. El deseo lo es todo, la vergüenza no tiene cabida en él.
Ella lo deseaba y él la deseaba. La belleza te cautiva, el sexo te define, las cosas más simples se vuelven objetos de envidia para los demás. Cuando uno está ardiendo, se quema. Imposible no quemarse. Lo dice la física elemental. Hasta un niño podría entenderlo. Es así de sencillo.
Pero el fuego no tiene escrúpulos. Lo quema todo, da igual lo que se cruce en su camino.
Victor Hugo escribió que la felicidad suprema en la vida es tener la convicción de que nos aman, pero esa convicción parte de la base de que ese amor existe. Si se demuestra que nos equivocamos, el vacío que queda lo suelen llenar el resentimiento y la ira. Hugo también podría haber escrito que la infelicidad suprema en la vida es descubrir que no nos aman. Una cosa es intuir que no hay amor en nuestra vida, pero lo que de verdad nos destroza es enterarnos de que el amor que teníamos era una mentira.
Llego a Roma una semana antes de Navidad. Viniendo de Nueva York, me sorprende que no haga mucho frío. Aunque los romanos van arrebujados en abrigos y bufandas —nadie sabe llevar una bufanda como un italiano—, se siguen sentando en las terrazas salvo en los días más fríos. Voy ligero de equipaje, a sabiendas de que todo cuanto necesito lo puedo comprar allí.
La primera noche vamos a ver el pesebre que han montado delante de San Pedro. La enorme plaza está atestada de gente, tanto romanos como turistas, monjas africanas, hombres de negocios, familias, dependientas que vuelven a casa y se pasan a admirar el más grandioso de los nacimientos. Harry lleva a Johnny a hombros. La fachada iluminada y los vendedores ambulantes que ofrecen estampas del Papa confieren a la escena un aire carnavalesco. Después vamos a cenar al restaurante de Sant’Ignazio. A pesar de que las calles están vivamente iluminadas y de las alegres multitudes que avanzan a empujones, charlando en italiano, nuestro grupito está apagado. A Maddy la noto distante. A Harry, preocupado. Ninguno de los dos parece tener mucho apetito. Cuando terminamos de hablar de amigos comunes de Nueva York, la conversación decae. Johnny ya se ha dormido, la cabeza apoyada en el regazo de su madre.
Ya en casa, le pregunto a Maddy:
—¿Qué pasa?
Han acostado a Johnny, y Harry también ha dado las buenas noches. Sólo estamos nosotros dos. En la chimenea arde el fuego. Ni rastro de jet lag. Ha aparecido una botella de vino tinto. Dos copas.
—¿A qué te refieres?
—¿Va todo bien?
—Claro. ¿Por qué lo preguntas?
—Lo pregunto porque parece que hay tensión. No sé qué os pasa, pero nunca os había visto a Harry y a ti tan distraídos.
—Estamos bien. A veces es difícil adaptarse a una ciudad nueva, ya sabes: el idioma, las costumbres. Además, a Harry le puede cambiar el humor cuando escribe, y le está costando dormir. Y está viajando demasiado, y eso tampoco ayuda mucho.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
Pero no lo es. Conozco a Maddy lo suficiente para saber cuándo está eludiendo algo.
—Vale. —Sonrío—. Si no quieres hablar del tema, no importa. Estaré aquí una semana, tenemos tiempo de sobra.
—Anda, Walter, calla —contesta ella alegremente—. Si hubiera algo de lo que hablar, te lo diría. Lo sabes.
—Cuando vi a Harry en Nueva York el mes pasado, dijo que el libro se le estaba atragantando.
—Sí, es verdad, supongo. —Y añade—: Puede que no fuera tan buena idea venir a Roma.
—¿No os podéis ir si queréis?
—Podríamos, pero nos hemos comprometido. Está la gente que le dio el dinero a Harry, los dueños de esta casa, los que nos han alquilado el piso de Nueva York, el colegio de Johnny. Y, además, Harry. Sé que no querría decir que estar en Roma le dio problemas. No le haría ninguna gracia la idea de darse por vencido.
—Ya.
Es importante que no olvidéis que yo no sabía lo que estaba pasando. Ni tampoco, desde luego, Maddy. Si alguien hubiera preguntado si pensábamos que Harry era capaz de tener una aventura, nos habríamos reído en su cara. Habría sido como preguntar si estaba construyendo un reactor nuclear en el sótano. La idea era inconcebible.
Sin embargo, demasiado a menudo descubrimos que las personas en quienes más confiábamos nos pueden engañar. Los periódicos están llenos de artículos de banqueros, políticos, curas y atletas que estafan a sus clientes, tienen aventuras, abusan de monaguillos o toman esteroides. Es posible que al ser algo tan habitual ya no nos impresione. Vivimos en unos tiempos en que ya no nos sorprende que la gente nos defraude. La única sorpresa es que siempre estamos dispuestos a permitir que nos defrauden.
A veces nos traicionan los amigos. Uno de mis abuelos estuvo en la CIA. Trabajó para la OSS en la segunda guerra mundial y más tarde en Washington. Se hizo amigo de un inglés, también espía. El inglés iba a menudo a casa de mis abuelos, en Georgetown. Salían a pescar, se confiaban secretos del oficio mientras bebían bourbon, confiados al saber que ambos se hallaban en el mismo bando, luchando contra un enemigo común. Hasta que se descubrió, claro está, que el inglés era un topo soviético reclutado en Cambridge antes de que estallara la guerra y que había estado pasando secretos a los rusos, parte de los cuales, no cabía la menor duda, se los había proporcionado mi abuelo, durante décadas. Es una historia famosa. La revelación no sólo puso punto final a la carrera de mi abuelo, sino que, lo que es más importante, acabó con su fe en los demás. Lo volvió pesimista, paranoico, infeliz. No pudo superar el dolor de la traición, un dolor demasiado grande. Al ser también él espía, el engaño era una forma de vida, pero resultó tanto más hiriente cuando el engañado fue él. Cuando murió, unos años después, fue una bendición. El inglés vivió hasta una edad avanzada en un piso de Moscú, como coronel condecorado del KGB. Apareció en todos los periódicos.
Luego están las traiciones que decidimos pasar por alto. En el ocaso de su vida el padre de Maddy tenía una novia, Diana, con la que llevaba saliendo alrededor de una década. Una viuda guapa que trabajaba en Sotheby’s. No llegaron a casarse, pero viajaban sin parar, salían a cenar a los mejores restaurantes. Sin embargo, él llevaba una doble vida: había otras mujeres, nunca llegué a saber cuántas. Seguía un patrón: cada pocos años desaparecía días o semanas para irse de parranda. Acababa en el Waldorf o en el Plaza Athénée hasta que Maddy lo localizaba y lo llevaba a urgencias, donde invariablemente pasaba una semana o dos debatiéndose entre la vida y la muerte, y después, por increíble que pudiera parecer, se restablecía. Su cuerpo, un día fuerte, se había deteriorado por años de excesos; los pies, con las uñas largas, le asomaban bajo la sábana; y con todo, en sus momentos lúcidos, era capaz de desplegar su inigualable encanto con las enfermeras. Durante esos períodos Diana se esfumaba. Hay quien diría que tenía todo el derecho a hacerlo, que no quería ponérselo fácil, que él merecía ser castigado, pero yo creo que su negativa a ir a verle al hospital tenía más que ver con el instinto de conservación que con la superioridad moral. Verlo en el hospital la habría obligado a enfrentarse a la realidad de la situación, y ella nunca sería capaz de hacer eso, pues sabía de sobra que, una vez que él recuperara sus fuerzas, volvería a hacer lo mismo.
Otra clase de traición es la que cometemos nosotros. Una cosa es que nos mientan y otra muy distinta ser uno mismo el mentiroso. Pero incluso en ese caso, la mayoría de nosotros no lo ve de esa manera. Nos inventamos excusas, justificando la traición, disfrazándola con vestiduras más nobles. Resulta fácil fingir que mantenemos una mentira por el bien de aquellos a los que podríamos herir, con la seguridad absoluta de que no nos pillarán. De todos los engaños, éste es el más habitual y el más absurdo… y el que inspira menos pena a la gente.
A lo largo del invierno, después de que fuera a verlos por Navidad, Maddy me estuvo escribiendo correos electrónicos en los que me decía que Harry solía ausentarse varios días seguidos: iba a reunirse con alguien de la editorial, a dar una charla en Barcelona, a París nuevamente para asistir a un congreso de literatura. A mí me sorprendió, porque antes de que se marcharan a Roma les resultaba impensable pasar una noche separados. Sin embargo él ahora tenía éxito, y yo supuse que esas cosas eran gajes del oficio. Maddy estaba tranquila. Por lo menos con su relación. En ningún momento insinuó que se sintiera preocupada, sólo decía que Johnny y ella lo echaban de menos, y que cuando él volvía de sus viajes, solía mostrarse irritable, se encerraba en su estudio durante horas o desaparecía para dar largos paseos por la ciudad y nunca le pedía a Maddy que lo acompañara.
En febrero llamé de nuevo a Claire, echaba de menos a Maddy y buscaba a alguien que compartiera el cariño que le tenía. Hacía meses que no veía a Claire ni hablaba con ella, pero pensé que, si podía, accedería a aguantarme una noche mientras le prometiese una buena cena y una conversación agradable. Me alegró oír su voz después de tanto tiempo, y quedamos. Pero al día siguiente me llamó para cancelar la cita.
—Walter —me dijo—, siento hacerte esto, pero lo de la cena de mañana no va a poder ser.
—No pasa nada —repuse—. ¿Va todo bien?
—Sí, sí, muy bien. Es que acabo de enterarme de que tengo que ir a París mañana por trabajo. Espero que no te importe.
—Desde luego que no —le aseguré—. Lo entiendo perfectamente.
Sólo después caí en la cuenta de que Maddy había dicho que Harry iba a ir a París también en un viaje relámpago. El segundo desde diciembre. En Nueva York pensamos que ir a París es toda una empresa, pero lo cierto es que si uno vive en Roma viene a ser como ir a Long Island. Un vuelo directo dura sólo dos horas, después de todo, y hoy en día no es nada caro. Recuerdo quedarme asombrado con mis amigos ingleses cuando volaban a Verbier o Gstaad para ir a esquiar el fin de semana. Para ellos eso estaba prácticamente al lado.
Estuve a punto de llamar a Claire para decirle que Harry también estaría en París, que fuese a verlo, pero cambié de opinión. Estaba seguro de que los dos tendrían planes y de que lo último que les apetecería hacer sería andar corriendo por París para intentar tomarse una copa con prisas. No hay nada más aburrido que tomar una copa por obligación, algo rápido, a media tarde, cuando la otra persona no para de mirar el reloj porque tiene que salir disparada para hacer otra cosa.
Cuando Harry vuelve de ese viaje a París es tarde. Entra en casa esperando que todo el mundo esté dormido, confiando en que sea así. Sólo hay una luz, en el salón, y va a apagarla. Pero en la habitación hay alguien. Maddy, sentada, contemplando la negra noche romana, el fantasma de su rostro reflejado en la ventana. Delante, una copa de vino tinto.
—Pensé que estarías en la cama —dice él.
—¿Qué tal en París?
No lo mira, sigue de cara a la ventana, la voz neutra, contenida.
—Muy bien, ya sabes: es menos divertido cuando no se hace más que trabajar. Jamás creí que me fuera a aburrir en París, ¿sabes?
Ella no responde. Harry está en el centro de la habitación, no se acerca a ella como haría normalmente, barrunta el peligro como un animal.
Al cabo de unos instantes ella lo mira.
—Harry, ¿qué está pasando?
—¿A qué te refieres?
Se atreve a acercarse a ella, la mayor ofensa, sonriendo, las manos extendidas.
Maddy se inclina hacia atrás, y la mano de Harry no llega a tocarle el hombro.