—Gracias —contesta ella, sorbiendo por la nariz.
—Vas a tener que dormir en el sofá del salón, si te parece bien. Ned y Cissy están en el cuarto de invitados. Ahora te traemos almohadas y sábanas. Verás qué bien estás.
Estoy a punto de sugerir que puede quedarse en mi casa, hay un montón de habitaciones libres, pero cambio de idea.
—Por favor, no quiero molestar. Estaré bien de todas formas. Sois muy amables. Es sólo que me siento como si fuera idiota.
—No es molestia —contesta Harry—. Ahora mismo vuelvo. —Sube y baja a los pocos minutos con una almohada, sábanas, mantas, una toalla y una camiseta gris amplia en la que pone: YALE HOCKEY—. Supuse que te haría falta algo para dormir.
Cissy y Madeleine preparan una cama en el sofá. Harry va a la cocina y se pone a fregar vasos. Yo me planteo tomarme una última copa, pero decido que mejor no. Ya es más de la una. Me despido de todo el mundo, le doy un beso a Maddy, le digo a Claire que descanse y que mañana será otro día, y enfilo el familiar sendero que discurre entre la estrecha hilera de árboles que separa nuestras casas.
Pienso en Claire, que se habrá tranquilizado gracias a unos tragos de coñac y luego se habrá metido en la cama. Madeleine estará con ella, asegurándose de que su última protegida se sienta cómoda y cuidada. Ned, Cissy y Harry ya se habrán ido arriba. Y luego subirá Maddy, apagando las luces, dejando a Claire sola en su cama provisional, mirando al techo, feliz y contenta como una niña pequeña.
Pasan varias semanas. El verano avanza imparable. Las calles de Manhattan arden bajo un sol abrasador. Para Claire la brisa y el agua salada de Long Island no son más que un recuerdo. Ha sido desterrada al mundo de siempre, el que habitan compañeros de trabajo, amigos de la facultad, repartidores, desconocidos en el metro. Al igual que Eurídice, no volverá a caminar por campos de flores.
Claire no ha vuelto a ver a los Winslow. No tendría por qué. Regresó a la ciudad al día siguiente de pelearse con Clive. Harry y Ned fueron a casa de Clive a buscar su bolsa y llevarse el coche alquilado, pero cuando llegaron no había nadie, y las cosas de Claire estaban tiradas en el asiento delantero del vehículo.
Aunque Harry y Madeleine le pidieron que se quedara y se mostraron sumamente amables, ella tenía la sensación de que era una intrusa, una extraña acogida valiéndose de falsos pretextos. Se olvidaría de ellos. Ahora sus vidas, que se habían cruzado temporalmente con la de ella, seguirían caminos distintos.
Pensé en ella varias veces los días que siguieron. La suya era una historia inconclusa, y yo quería saber más. ¿Qué haría? ¿Qué vueltas daría su vida? Después dio la impresión de que había desaparecido para siempre.
Hasta que una noche Harry nos anuncia a Maddy y a mí cuando estamos cenando en la cocina:
—Casi se me olvida: ¿a que no adivináis a quién he visto hoy? —Había estado en Nueva York, comiendo con su agente, haciendo unos recados—. A Claire.
—¿Cómo está? —se interesa Maddy.
—Tenía buen aspecto. Yo salía del restaurante e iba hablando con Reuben y de pronto casi la tiro. ¿No es increíble?
—Me cayó bien —opino—. La pobrecita estaba perdiendo el tiempo con Clive. Menudo tarugo.
—A Maddy también le cayó bien, ¿no, cariño? O por lo menos eso pensé. Estuvimos charlando un poco de todo y me preguntó por vosotros dos, y por Johnny y Ned y Cissy, y parecía algo tristona, así que me dije, qué coño, y la invité a pasar aquí el fin de semana. Al principio dijo que no podía, pero insistí. Espero que no te importe. Necesita que se hagan cargo de ella, y Maddy, tú eres la persona indicada.
Cierto, a Maddy le encanta ocuparse con proyectos personales. Ya de pequeña siempre estaba acogiendo criaturas desvalidas. Recuerdo pasarme noches en vela con ella, ayudándola a cuidar de un conejo o una ardilla moribundos que el gato (el mío, dicho sea de paso, aunque ella nunca me culpó por ello) había destripado. Los mantenía calientes, les daba agua con un cuentagotas y, como era de esperar, los enterraba en el bosque en una de las cajas de zapatos de mi madre.
—Me alegro de que la hayas invitado, cariño —contesta ella—. Pero no podemos volver a acostarla en el sofá. ¿Dónde la metemos? ¿No vienen Ned y Cissy?
—Por eso no te preocupes —intervengo—. Se pueden quedar conmigo, tengo espacio más que de sobra.
—Genial —replica Harry—. Gracias, Walter. Y puede venirse con Ned y Cissy.
Llegan el viernes, tarde. El tráfico es especialmente malo los viernes, sobre todo en verano. Lo que en mi infancia se cubría en una hora y media en coche ahora te lleva tres horas o más, incluso para quienes, como yo, nos conocemos los atajos. Las granjas que antes bordeaban las carreteras han desaparecido casi por completo. Los viejos almacenes de patatas ahora son clubes nocturnos. Las pintorescas tiendecitas donde en su día compraba cómics, chucherías a un centavo y donuts son modernos establecimientos que venden jerséis de cachemir y aceite de oliva virgen. El año pasado Hermès abrió una tienda en la antigua licorería. La playa y las puestas de sol prácticamente son las únicas cosas que no han cambiado.
Claire es recibida con abrazos y besos. Agradecida, el rostro se le ilumina. Está muy guapa.
—Te he traído una cosa —dice al tiempo que le da a Madeleine una gran caja envuelta en un papel alegre.
—Pesa —constata Madeleine—. ¿Qué es? —Abre la caja y saca un reluciente cazo de cobre—. No tenías por qué. Son muy caros.
Debe de haber sido una fortuna para alguien como Claire, que trabaja para una revista, de asistente de redacción, o algo por el estilo, lo más bajo. La generosidad, así como lo apropiado del regalo, abruma a Maddy, cuya debilidad son los cacharros de cocina. Le da a Claire otro abrazo, más largo.
—Me encanta, ¡gracias!
—Y esto es para ti —le dice a Harry. Y le entrega una bolsa de papel.
Él saca una camiseta roja, y al abrirla ve que delante pone: SOCORRISTA, y hay una cruz blanca pintada. Se la pone encima de la camisa, y todo el mundo se ríe y aplaude.
—Otro sueño de mi infancia cumplido —comenta riendo—. Ya sólo me faltan el silbato y la tablilla portapapeles.
Se abre una botella de vino, se sirven copas. Harry trincha el pollo, que es de corral, de la zona. También hay maíz tierno y judías verdes al dente, con sal marina. Todo el mundo se siente encantado de estar ahí. Se hacen planes para el sábado: ir a la playa y hacer un picnic parece lo suyo. Luego Harry anuncia que el sábado por la noche vendrá una canguro y Madeleine se librará de cocinar —«¡Ya era hora!», exclama, y todos nos echamos a reír— y saldremos a cenar todos juntos.
Es uno de nuestros restaurantes preferidos, un sitio con manteles de cuadros rojos y un chuletón de más de dos dedos de grosor que chorrea mantequilla. Los dueños son una griega diminuta y su hermano, que se pasa la mayoría de las noches emborrachándose solo en un rincón. A veces me siento con él y escucho sus planes de inversión en propiedades. Una vez, estando yo allí, entró una familia de indios de la zona, de la tribu shinnecock. Eran seis, los padres y cuatro niños. Pidieron un chuletón y se lo repartieron entre todos. Me hicieron sentir ridículo y gordo: yo me estaba comiendo uno sólo para mí.
—También tiene la peor carta de vinos del mundo, pero eso es parte de su encanto —afirma Harry.
Esa noche, no obstante, estamos todos cansados. No iremos a nadar a medianoche. Madeleine dice que se encargará de recoger, y Claire se ofrece para echarle una mano. Harry se disculpa y sube a trabajar. Yo llevo a Ned y Cissy a mi casa por los matorrales. Cuando las dos mujeres se van a la cama es tarde. Me las imagino en el salón, charlando, las piernas encogidas en el sofá, terminándose el vino. Son muy distintas, pero se están haciendo amigas. Cuesta resistirse a que te idolatren.
A Harry se le ha dado mucho bombo, y sin embargo Madeleine nunca se ha quejado ni se ha mostrado resentida. Se ha entregado por completo. Desde que se casaron, jamás pensé que Madeleine necesitara o quisiera otra cosa que no fuera Harry, pues era mucho lo que tenía ya. Él era lo que le faltaba para sentirse completa. Pero también es humana, algo que muchos de nosotros olvidamos a veces, ya que parece inmune a la mezquindad y tiene una serenidad que es mayor cuanto más se preocupa. Sabía que tenía a Harry y a Johnny —y a mí, por supuesto—, pero ¿se la puede culpar por querer más? Lo importante es que creyó que era ella la que elegía.
Como hago a menudo, me siento en mi habitación y miro su casa. A lo lejos oigo silbar el tren nocturno que vuelve a Nueva York. La luz del cuarto de Maddy se apaga bien pasada la medianoche, y yo me meto en mi cama de cuando era pequeño.
A la mañana siguiente Claire baja más tarde que el resto de nosotros. Son casi las once. Estamos fuera, al sol. Harry lleva horas en pie. Dice que es cuando mejor trabaja. Cada uno de nosotros está haciendo lo que suele hacer los fines de semana. Periódicos. El olor a café y a beicon. El canto de los grillos, la llamada de los pájaros. Harry y Johnny practican la pesca con mosca en el césped. Lanzan y recogen la larga caña con elegancia, haciendo que la punta sin señuelo se mantenga en el aire un segundo antes de caer en el césped. Llevan así casi tres cuartos de hora. Resulta hipnótico, como ver el agua arremolinarse y remansarse en un riachuelo. Es una técnica que yo nunca he llegado a dominar. Johnny ya lanza como un profesional. El año pasado Harry lo llevó a Wyoming a pasar una semana pescando en el río Bighorn. Harry me dijo en una ocasión que si no hubiese sido escritor, habría sido guía de pesca.
Claire sale de casa con una taza en la mano. Tiene los ojos algo hinchados. Lleva la camiseta de hockey de Yale de Harry. Le llega justo por debajo de las nalgas. Va descalza.
—Anda, mira dónde estaba —dice él—. La he estado buscando.
—Lo siento. Me la llevé sin querer. La saqué anoche para devolvértela. Espero que no te importe. Es que es muy cómoda.
—Qué va. Te la regalo, ya me haré con otra. Al fin y al cabo tú ayer me regalaste una camiseta nueva.
—Gracias.
No puedo evitar mirarla. Veo la curva de sus pechos bajo la camiseta, su juvenil turgencia, los pezones insinuados. Puede que note que la estoy mirando, y se disculpa y entra en la casa. Ya la he visto desnuda en la oscuridad, pero en cierto modo por la mañana la cosa cambia. Claro está que también ella me ha visto desnudo a mí, pero no es lo mismo. Yo ya no tengo el encanto de la juventud, si es que alguna vez lo tuve.
En un día de verano para nosotros sólo hay una forma de ir a la playa: en canoa. Mi casa y la que fuera el hogar de Madeleine están juntas, frente a una laguna salobre que desagua en el océano. De pequeños no nos gustaba que nos llevaran a la playa en coche, ni siquiera en bicicleta. Metíamos toallas, neveras, sillas de playa y cualquier otra cosa que necesitáramos en una abollada canoa Old Town y nos poníamos en marcha como los exploradores Lewis y Clark. Hay que remar casi un kilómetro, y los vientos podían ser fuertes. A veces nos obligaban a arrimarnos a la costa, pero el esfuerzo siempre valía la pena. Al contrario de los que iban en coche y se sentaban apelotonados junto al aparcamiento, nosotros teníamos todo un tramo de playa casi para nosotros solos.
Ahora había dos canoas, que manteníamos en sendos soportes en mi casa, los remos y los chalecos salvavidas enmohecidos, que sólo utiliza Johnny, colgando de los asientos. Harry y yo cargamos con una de ellas, la llevamos al viejo embarcadero, dejando atrás las espadañas, y la echamos al agua, nuestros pies hundiéndose en el lodo. Ned coge la otra él solo, sin problema. El mimbre de los asientos se estropeó hace tiempo, y fue sustituido por toscas tablas de madera, menos cómodas. De las regalas salen disparadas arañas, que sacamos a puñados. Con el agua por las pantorrillas, cargamos las canoas y nos acomodamos. La costumbre hace que yo me siente en la popa y Maddy en la proa de una. Harry y Ned en la otra. Johnny va delante de su padre, mientras que Cissy se recuesta en el centro, en una pequeña silla de playa plegable, como si fuese Cleopatra surcando el Nilo. Claire se sube a la nuestra y se sienta en una nevera.
—Me siento inútil —asegura—. ¿Y si me bajo a empujar?
—Bobadas —respondo—. Disfruta del paseo.
—Sólo si uno de los dos me deja remar a la vuelta —insiste.
La otra canoa va muy por delante. La excursión a la playa siempre es una carrera. El peso añadido de Johnny y Cissy, además del de la mayoría de los trastos, suele compensar la cosa, pero ahora, con Claire, perdemos terreno. Madeleine está muy concentrada, extiende el remo cuanto puede para desplazar la mayor cantidad de agua posible, creando remolinos minúsculos a mi lado. Es muy fuerte. Yo también remo con fuerza, centrándome más en la velocidad que en la dirección.
—Ay, es culpa mía —se lamenta Claire al ver lo rezagados que vamos. Ha captado la urgencia del momento, pero no puede hacer nada—. No puede ser —añade, y se quita la blusa, se mete en el agua con garbo y salimos disparados—. Lo de empujar no iba en broma —asevera, y notamos que va dando pies detrás.
—¡Ganamos terreno! —exclama Madeleine.
Es verdad. Sí. Tengo los brazos cansados, pero mantengo el ritmo. No pienso defraudarla: Madeleine es la persona más competitiva que conozco.
—¡A ver qué hacéis ahora! —les chillo a los otros cuando nos acercamos.
—Eh, ¡eso es trampa! —protesta Harry—. ¡Los motores no valen!
—¡Más de prisa, papá, más de prisa!
Noto que Claire deja de empujar y veo que la otra canoa se va hacia la derecha. Claire ha reaparecido junto a ella y, agarrada a la popa, la desvía de su rumbo.
—¡No es justo! —grita Harry, haciendo ademán de levantarse.
—¡Ni se te ocurra, Harry! —chilla Cissy.
Riendo, éste intenta coger a Claire, que se sumerge. Segundos después su cabeza aparece en el otro lado, como la de una foca. La canoa se balancea peligrosamente, pero no vuelca. Ned va en proa, el remo en alto, confuso.
—Quiero que se repita la carrera —afirma.
Madeleine sigue remando con fuerza mientras los adelantamos. Siento los brazos como si se me fueran a caer, y tengo la espalda ardiendo, pero seguimos hasta llegar al bajío. Ya no podemos perder. Me retrepo en el asiento, agotado, mientras nos deslizamos hasta detenernos, la popa de la canoa choca contra la arena. Maddy se baja y se pone a bailar en el agua con aire triunfal. Claire se pone de pie, y las dos se abrazan como si acabaran de ganar un torneo.