Él gruñe en señal de conformidad.
—Eh, ¿y si vamos a la disco?
—A la discoteca no se va hasta después de las doce —responde Clive—. Tenemos tiempo más que de sobra.
—¿Qué ha escrito? —se interesa Claire.
—¿Quién?
—Ese escritor amigo tuyo. ¿Qué ha escrito? ¿Lo conozco?
—Puede. Escribió algo que se publicó el año pasado. Y además ganó un premio importante, creo. La verdad es que no lo he leído.
—¿Cómo se llama?
—Winslow, Harry Winslow. ¿Te suena?
—Sí. Escribió
La muerte de un simio privilegiado
. Le dieron un premio nacional. A mí me encantó.
—A mí no me gustó —dijo Jodie—. ¿Te acuerdas? —añade, dirigiéndose a Larry—. ¿Te acuerdas de que intenté leerlo en Anguila? Me pareció un rollo.
—Sí, bueno, yo soy más de Dick Francis y Jackie Collins, la verdad.
El inculto de Clive sale al rescate, pero Claire no se da por vencida tan fácilmente.
—¿Cómo es que lo conoces?
—¿A Harry? Es muy majo. Superdivertido. Y su mujer, un bellezón. No estoy seguro de cómo los conocí. Los conozco, y ya está. Puede que en alguna fiesta. Tienen casa aquí, por lo visto es de la familia de ella desde hace años, aunque yo creo que aquí esas cosas cuentan menos que en Inglaterra.
—Y después vamos a discoteca, ¿sí? —insiste Irina.
—Claro. Después iremos a la disco para que tú y Derek mováis el culo hasta el amanecer.
La casa es preciosa. Vivida, querida. Pequeña, de dos plantas, la madera del tejado envejecida por los años, el resto de la casa es blanco. En el camino de entrada hay una hilera de coches, algunos aparcados en el césped. Un niño, el hijo de la familia, les indica con ayuda de una linterna. Entre los altos árboles, en la penumbra, se vislumbra un campo. El aire huele a agua salada, llega el sonido del océano. A Claire le gustaría volver de día. Está segura de que será maravilloso.
El interior alberga reliquias de varias generaciones. Tesoros familiares cubren las paredes, revestidas de madera. Es como si hubiera varias casas en una. Antiguos retratos y fotografías de hombres con bigote y cuellos victorianos, mujeres con
canotier
y moño, magnates de la industria, primos olvidados; cuadros de caballos galardonados, muertos hace tiempo; láminas; libros por todas partes, en estanterías y amontonados en el suelo; y maquetas de aviones, leones guardianes chinos de porcelana, revistas viejas y cañas de pescar, raquetas de tenis y sombrillas de playa en los rincones. En el techo un farol enorme, cubierto de polvo, lo baña todo en una luz tenue. Juguetes, mesas arañadas y sillas rozadas y montones de playeras, mocasines y botas de agua. Toda la casa huele a moho añejo, a mar y a humo de leña.
Claire entra la última. De otras habitaciones llega el ruido de la fiesta. Clive le pone la mano en la espalda y la obliga a avanzar para presentarle a un hombre de cabello rubio rojizo que le está dando la mano al resto del grupo.
—Hombre, pero si es mi socorrista… —Es más alto de lo que recordaba. Lleva una americana vieja que ha perdido un botón y tiene los puños desgastados—. ¿Has salvado a alguien esta noche?
—A unos pocos. Estaban a punto de morir de sed.
Claire se ríe.
—Clive, conocí a este hombre en la playa esta tarde. Por lo visto me metí a nadar donde no debía, pude haberme ahogado.
—No me lo contaste.
—Fue mi buena obra del día, Clive —tercia el hombre—. Menos mal que nada bien. Temí que tuviera que ir a por ella. El año pasado se ahogó un adolescente en ese sitio.
—Conque tú eres Harry Winslow.
Ahora sabe por qué le resultaba familiar.
—Pues sí. ¿Y tú?
Esboza una amplia sonrisa. Tiene una cicatriz antigua en la barbilla. Los ojos, grises. Arruguitas. Le tiende la mano, las uñas limpias, los dedos finos. Un vello dorado se le encrespa en la gruesa muñeca morena.
Su mano envuelve la de ella cuando se presenta, ya no tan segura. Le sorprende que sea tan callosa. Ya no es el hombre al que conoció en la playa: ahora tiene más presencia.
—Bueno, Claire, pues bienvenida. ¿Qué quieres tomar?
—Perdona —dice Clive—. Tengo que ir a ver a un tío. Luego te busco, ¿eh?
Sin esperar a que Claire le responda se va, siguiendo el olor del dinero.
—Entonces ¿qué te apetece?
Claire acompaña a Harry hasta un saloncito con una vieja chimenea de ladrillo pintada de blanco. Repara en los sofás grandes, gastados, y en las cómodas butacas de lectura. Él se acerca a una mesa llena de botellas, copas y una cubitera. En el suelo, una alfombra oriental desgastada. El resto de la fiesta está en el porche y en el jardín trasero. Claire acepta una copa de vino blanco. Él está tomando whisky con hielo en un vaso bajo.
—Leí tu libro.
—¿De veras? —contesta él—. Confío en que te gustara.
Está siendo modesto. Claire ve que es un número. Un número que ha repetido con distintos grados de sinceridad. Ha mantenido esa conversación antes. Mucha gente ha leído ese libro. Ha ganado premios. A muchos miles, quizá a millones, de personas les ha gustado, incluso encantado. El éxito para él ha sido un don natural que siempre lo ha acompañado. Y eso le proporciona una objetividad envidiable.
—Pues sí, y mucho.
—Gracias.
Esboza una sonrisa franca. Es como un padre que oye hablar de los logros de un hijo aventajado. Ya no está bajo su control. Ha cobrado vida propia.
Echa un vistazo: es el anfitrión. Hay otros a los que atender, bebidas que buscar, presentaciones que hacer, anécdotas que compartir. Pero ella quiere que se quede. Intenta conseguir que se quede. Quiere hacerle preguntas, saber más cosas de él. ¿Qué se siente cuando a uno se le reconoce el talento, cuando ve su fotografía en la contracubierta de un libro? ¿Cuando amigos y desconocidos te tratan como a una celebridad? ¿Qué se siente cuando uno tiene tu cara, tus manos, tu cuerpo, tu vida? Pero no es capaz de dar con las palabras, y de serlo, le daría vergüenza.
—¿De dónde eres? —Él bebe un sorbo de su copa. Lo pregunta como un tío le preguntaría a su sobrina pequeña qué curso está estudiando.
—De cerca de Boston.
—No, me refería a dónde vives.
—Ah. —Claire se ruboriza—. En Nueva York. Comparto piso con una amiga de la facultad.
—¿Hace mucho que conoces a Clive?
—No. Nos conocimos en mayo, en una fiesta.
—Ah —responde él—. Se supone que es muy bueno en lo suyo. He de admitir que ése es un terreno que desconozco. El dinero no es lo mío. Nunca lo ha sido.
Se acercan otros invitados, un hombre atractivo y una mujer guapa de aspecto exótico y cabello oscuro recogido hacia atrás.
—Perdón —se disculpa el hombre. Lo conocen.
—Cariño… —dice ella al tiempo que se inclina para ofrecerle la mejilla.
—Una fiesta estupenda. Ojalá nos pudiéramos quedar. La canguro —explica él—. Ya sabes.
Ríen con la intimidad de quienes comparten una broma, como se quejan los ricos de lo que cuesta encontrar una buena asistenta o lo caro que sale volar en un avión privado.
La pareja se va.
—Perdóname —le dice Harry a Claire—. Tengo que ir a buscar más hielo. Disfruta de la fiesta.
—Yo siempre obedezco a los socorristas —contesta ella mientras hace un remedo de saludo militar, mirándolo a los ojos y sosteniendo su mirada.
Él da media vuelta pero luego, como si fuera consciente de que la deja completamente sola, comenta:
—Ahora que lo pienso, no conoces a Maddy. Ven conmigo, que te la presento.
Aliviada, lo sigue feliz y contenta, abriéndose paso entre la multitud camino de la cocina. A diferencia del salón, allí hay mucha luz. De las paredes cuelgan cacharros de cobre y dibujos infantiles decoran una nevera que tiene sus años. El piso es de linóleo en damero. Hay un grupito de gente, unos sentados a una mesa larga y maciza; otros picoteando algo, lavando platos. En una tabla de madera llena de marcas hay un jamón de gran tamaño. Es una cocina vieja. Vivida y acogedora. Claire se imagina días de Acción de Gracias en ella.
—Cariño… —dice él.
Una mujer que estaba agachada delante del horno se levanta, sacando algo que huele deliciosamente. Lleva un delantal, y se limpia las manos en él. Es más alta que Claire, y guapísima. Largos rizos de un dorado rojizo aún húmedos, está recién duchada y tiene los ojos azules claros. Sin maquillaje. Un rostro con clase.
—Maddy, ésta es una amiga de Clive.
Se le ha olvidado su nombre.
—Claire —dice ella, adelantándose—. Gracias por la invitación.
Maddy le da la mano. Un apretón firme. Lleva las uñas cortas y sin pintar. Claire se percata de que va descalza.
—Hola, Claire, soy Madeleine. Me alegro de que hayas venido.
Es despampanante. A Claire le recuerda a la Venus de Botticelli.
—Le gustó mi libro —apunta él—. Hay que ser amables con los que te pagan.
—Desde luego, cariño —contesta su mujer. Y a continuación le dice a Claire—: ¿Quieres echar una mano? Para variar, una reunión de amigos de mi marido se ha convertido en una orgía. Hay que dar de comer a esta gente, de lo contrario podría ponerse a romper cosas. —Sacude la cabeza con aire teatral y sonríe a su marido.
—La mejor esposa del mundo —la alaba él, y lanza un suspiro embelesado.
—Me encantaría —responde Claire.
—Genial. Necesitamos a alguien que emplate los huevos duros. Están en la nevera, y las fuentes en la despensa. Y no te preocupes si se te cae algo, no hay nada que valga mucho.
—Eres una estupenda mariscal de campo —comenta Harry, y le da un beso en la mejilla a su mujer—. Voy a buscar hielo.
—De paso échale un vistazo al vino —le pide ella cuando él se aleja—. Se han acabado dos cajas de blanco. Y ¿dónde está la de vodka? Creía que la habíamos guardado debajo de la escalera. —Empieza a pasar los canapés que ha sacado del horno a una fuente.
—¿Puedo hacer algo más? —Claire saca los huevos.
—Sí. Phil —le dice Maddy a un hombre con un paño de cocina—, déjale eso a Claire por ahora. Saca esto y ponlo en el aparador. —Y a Claire—: ¿Es la primera vez que vienes aquí?
Ella asiente.
—Y es precioso.
—Ahora es mucho más lujoso que cuando yo era pequeña —cuenta la anfitriona mientras corta una rebanada de pan integral y se retira el pelo de la cara con el dorso de la mano—. Entonces casi todo alrededor eran granjas. En la que hay cruzando la carretera se elaboraban lácteos. Nosotros solíamos echar una mano cuando había que ordeñar. Ahora son parcelas para millonarios. Dame ese plato, ¿quieres?
—¿Siempre has vivido aquí?
Ella asiente.
—Veníamos los veranos, ésta era la casita del servicio. La casa grande que hay más arriba era de mi familia.
—Y ¿qué pasó?
—Lo que pasa siempre. Johnny, mi hermano, y yo tuvimos que venderla para pagar el impuesto de sucesiones, pero nos quedamos con esta casita. No podía soportar la idea de desprenderme de todo, verdad, ¿Walter?
Aquí es cuando intervengo yo. Toda historia tiene un narrador, alguien que lo pone todo por escrito cuando termina. ¿Por qué soy yo el narrador de esta historia? Lo soy porque es la historia de mi vida… y de la gente a la que más quiero. He procurado ser lo más escrupuloso posible al narrarla. No tomé parte en todo lo que pasó, pero después de conocer el final, tuve que rellenar lo que faltaba con vaguedades que en su momento no me decían nada, recuerdos que con el tiempo cobran nueva importancia, viejos blocs de notas, frases anotadas en libretas y al dorso de fotografías ajadas. Incluso a través del propio Harry, aunque sin que él lo supiera. No tenía más opción que intentar entenderla. Pero entender algo nunca es fácil, y menos esta historia.
Me acerco, cojo uno de los canapés y me lo echo a la boca. Beicon con algo. Delicioso.
—Claro, cariño. Lo que tú digas.
—Cierra el pico, anda. No seas tan capullo. —Y a Claire—: Walter es mi abogado. Él lo sabe todo. Lo siento, no os he presentado. Walter Gervais, ésta es Claire. Claire, Walter. Walter además es mi mejor amigo.
Cierto. Nos conocemos desde que éramos pequeños. Vivo al lado.
—Hola, Claire —la saludo—. Ya veo que Maddy te está explotando en el Bar Asador Winslow. Yo me niego a mover un dedo a menos que sea para que con los otros cuatro sostenga un vaso con hielos.
Me tengo por agudo y un pelín indolente, pero la verdad es que no soy ninguna de esas dos cosas. Se trata de un personaje que utilizo para protegerme. En realidad soy bastante aburrido y solitario.
—No me importa. La verdad es que no conozco a mucha gente, así que me viene bien echar una mano —confiesa Claire.
—Tienes suerte —le digo—. Yo conozco a demasiadas personas aquí, lo que probablemente explique por qué me escondo en la cocina.
—Walter es un tremendo esnob. No creo que haya hecho ningún amigo nuevo desde que iba al colegio —cuenta Maddy.
—Creo que tienes razón, ¿sabes? De todas formas para entonces ya conocía a quienes tenía que conocer.
—Claire ha venido con Clive.
—¿Lo ves? Ahí tienes: lo conocí y no me cae bien.
—A mí no me conoces —se defiende Claire.
—Tienes razón, no te conozco. ¿Debería?
Esto es lo que pasa con Claire: es muy guapa, sí, pero tiene algo más que la hace destacar. En este mundo la belleza es tan común como una tarjeta de crédito. Intentaré averiguar qué es ese algo.
—Eso lo tendrás que decidir tú, pero no fuimos al colegio juntos, así que me da que no tengo mucho que hacer. —Sonríe.
Sonrío a mi vez. Me cae bien, no lo puedo evitar. Le digo a Maddy que deje de trabajar. Maddy siempre está trabajando. Es incapaz de estarse quieta.
—Vale. —Deja el cuchillo—. De todas formas esto es todo lo que hay de comer en la casa. Lo único que queda es el pejerrey del congelador.
—Y esos bichos sólo están buenos escabechados en ginebra. Como yo.
¿Por qué siempre tengo que hacer el payaso cuando está ella? No puede ser que me esté haciendo el interesante. No. Pero si ahora me estoy haciendo el interesante es por Claire.
—Walter, cállate ya, que pareces idiota, y tráenos a Claire y a mí algo de beber. —Maddy le dice a Claire cuando yo aún puedo oírla—: Aunque no lo parezca, es un gran abogado.
Podría haber omitido eso, pero no. Me sube el ego. Mi educación fue muy cara, y soy un buen abogado. Y además gano mucho dinero. Aunque la verdad es que no me gusta. Y eso que los problemas de otros me impiden pensar demasiado en los míos.