La casa de la seda (16 page)

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Authors: Anthony Horowitz

BOOK: La casa de la seda
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»Lo que pasó después fue una sorpresa de lo más desagradable. Mientras salía de mi residencia esta mañana, me paró un carruaje y fui llevado a una oficina en Whitehall, donde me recibió un hombre del que no puedo facilitar la identidad, pero cuyo nombre os resultaría conocido y que trabaja asociado estrechamente al primer ministro en persona. Debería añadir que es una persona a la que conozco bien y normalmente no dudaría de su juicio y sabiduría. No parecía contento de verme y me preguntó directamente por qué había estado indagando acerca de la Casa de la Seda, y qué quería conseguir con ello. Tengo que decir, Sherlock, que la manera de preguntármelo era particularmente hostil y me lo pensé muy cuidadosamente antes de responderle. Decidí no mencionar tu nombre. De otra manera, no hubiera sido yo el que habría llamado a tu puerta. A pesar de ello, puede que tampoco tenga tanta importancia, pues mi relación contigo es conocida y quizás ya te consideren sospechoso. De todos modos, solo le dije que uno de mis informadores me lo había mencionado en relación con un asesinato en Bermondsey, y que había suscitado mi curiosidad. Me preguntó el nombre del informador y me lo inventé, tratando de dar la impresión de que era algo sin importancia y que mi pregunta había sido más casual que otra cosa.

»Pareció que se relajaba un poco, aunque continuó midiendo sus palabras con gran cautela. Me dijo que la Casa de la Seda estaba sujeta a una investigación policial, y esa era la razón por la que mi inesperada pregunta le había sido remitida a él. El asunto estaba en una etapa delicada y cualquier intervención extraña podría hacer mucho daño. No creo que ni una sola palabra fuera verdad, pero fingí creérmelo y arrepentirme de que mi pregunta al azar hubiera causado tal alarma. Hablamos unos cuantos minutos más, y después de un intercambio de mutuas cortesías, y una disculpa mía por malgastar el tiempo de ese caballero, me fui. Pero la cuestión es, Sherlock, que los políticos de tan alto nivel tienen una manera de dar a entender mucho diciendo muy poco, y este señor en concreto me convenció de lo que estoy intentando decirte. ¡Debes abandonar esto! La muerte de un crío de la calle, por trágica que pueda ser, es completamente insignificante si la comparamos con todo lo demás. Sea lo que sea la Casa de la Seda, es un asunto de importancia nacional. El gobierno ya está al tanto y está lidiando con ello; y no tienes ni idea del daño que puedes causar y el escándalo que puedes provocar si sigues con ello. ¿Me entiendes?

—No podrías haber sido más claro.

—¿Y harás caso de lo que he dicho?

Holmes se inclinó para coger un cigarro. Lo sujetó un momento como dudando si encenderlo.

—No puedo prometértelo —dijo—. Mientras que me sienta responsable de la muerte de ese crío, le debo hacer todo lo posible para llevar al asesino, o asesinos, ante la justicia. Su tarea era vigilar a un hombre en una pensión. Pero si esto le llevó a meterse en una conspiración más grande, entonces me temo que no tengo más remedio que proseguir con el asunto.

—Pensé que dirías eso, Sherlock, y supongo que tus palabras te honran. Pero déjame añadir algo. —Mycroft se puso en pie. Tenía ganas de irse—. Si ignoras mi consejo y sigues adelante con esta investigación, y te conduce a una situación peligrosa, como creo que ocurrirá, no puedes volver a pedirme ayuda, pues no habrá nada que pueda hacer. El mismo hecho de que me haya expuesto haciendo las preguntas que me pediste significa que tengo las manos atadas en esto. Al mismo tiempo, te ruego una vez más que lo pienses. Este no es uno de tus insignificantes rompecabezas de juzgado municipal. Si ofendes a las personas equivocadas, podría ser el final de tu carrera... o algo peor.

No había nada más que decir. Los dos hermanos se dieron cuenta. Mycroft se inclinó levemente y se fue. Holmes se inclinó sobre la lámpara de gas y encendió su cigarrillo.

—Bien, Watson —comentó—, ¿qué conclusión saca de esto?

—De verdad espero que tenga en cuenta lo que Mycroft tenía que contarle —me atreví a decirle.

—Ya lo he considerado.

—Ya me lo temía.

Holmes se rio.

—Me conoce muy bien, amigo mío. Y ahora debo irme. Tengo un recado que hacer y debo darme prisa si quiero que salga en la edición de la tarde.

Salió con premura, dejándome solo con mi desazón. A mediodía estaba de vuelta, pero no comió, signo de que se había visto envuelto en alguna prometedora línea de investigación. Le había visto así algunas veces antes de esta. Me recordaba a un perro rastreando a un zorro, viviendo de lo que husmeaba, pues igual que un animal dedicaba por entero su ser a una actividad, así él dejaba que las cosas le absorbieran hasta el punto en el que las necesidades humanas más básicas —comida, agua, dormir— se podían dejar a un lado. Supe lo que había hecho cuando recibimos el periódico de la tarde. Había puesto un reclamo en la sección de anuncios personales.

RECOMPENSA DE 20 LIBRAS — Información concerniente a la Casa de la Seda. Se tratará con estricta confidencialidad. Razón en el 221B de Baker Street.

—¡Holmes! —exclamé—. Ha hecho todo lo contrario de lo que le sugirió su hermano. Si iba a seguir con la investigación, y entiendo su deseo de hacerlo, podría al menos haberlo hecho con discreción.

—La discreción no nos ayudará, Watson. Es el momento de tomar la iniciativa. Mycroft vive en un mundo de hombres que susurran en habitaciones oscuras. Bien, veamos cómo reaccionan ante una pequeña provocación.

—¿Cree que recibirá una respuesta?

—Lo averiguaremos con el tiempo. Pero por lo menos hemos dejado nuestra tarjeta de visita, e incluso si no sacamos nada en claro, tampoco hemos hecho nada malo.

Aquellas fueron sus palabras. Pero Holmes no tenía ni idea del tipo de personas con las que estaba tratando ni de las bajezas que cometerían para protegerse a sí mismas. Había entrado en una auténtica vorágine del mal, y a todos nos dañaría de la peor manera posible; muy pronto.

DIEZ

BLUEGATE FIELDS

—¡Ja, Watson! Parece que con nuestro cebo, aunque lo echamos en aguas desconocidas, hemos pescado algo.

Eso fue lo que dijo Holmes días después, mientras se encontraba en el mirador de nuestra casa vestido con su batín, con las manos en los bolsillos. Me puse a su lado y miré hacia abajo, a Baker Street, y a la gente que paseaba por las aceras.

—¿A qué se refiere? —pregunté.

—¿No lo ve?

—Veo mucha gente.

—Sí. Pero con este tiempo tan frío a muy pocos les apetece rezagarse. Sin embargo, hay un hombre que está haciendo precisamente eso. ¡Ahí! Está mirando en nuestra dirección.

El hombre en cuestión estaba envuelto en un abrigo y una bufanda, con un sombrero negro de fieltro de ala ancha y las manos cruzadas bajo los brazos, así que más allá del hecho de que era un hombre, y que realmente parecía haber echado raíces en ese lugar, no muy convencido de si continuar o no, había muy poco de él que pudiera ver como para describirlo con un cierto grado de veracidad.

—¿Cree que ha venido en respuesta al anuncio? —pregunté.

—Es la segunda vez que pasa frente a nuestra puerta —contestó Holmes —. Me fijé en él hace quince minutos, cuando venía desde el Metropolitan Railway. Después volvió, y desde entonces no se ha movido. Se está asegurando de que no es observado. ¡Al final se ha decidido! —Mientras le observábamos, un poco echados hacia atrás para que no nos pudiera ver, el hombre cruzó la vía—. Debería estar con nosotros en breve —dijo Holmes, volviendo a su sitio.

Y así fue, la puerta se abrió y la señora Hudson nos presentó a nuestro visitante, que se desprendió del sombrero, la bufanda y el abrigo descubriendo así a un joven de aspecto extraño cuya cara y físico incurrían en tantas contradicciones que estoy seguro de que incluso Holmes tuvo dificultades para clasificarle. Diría que era joven —no podía haber pasado de los treinta años— y tenía constitución de campeón de lucha, pero el pelo era fino, la piel, grisácea, y tenía los labios cortados, todo lo cual le hacía parecer mucho mayor. Su ropa era cara y a la moda, pero estaba sucia. Parecía nervioso por estar allí, pero nos miró con una creciente autoestima que era casi agresiva. Me esperé a que hablara, pues hasta entonces no estaría seguro de si estaba en presencia de un aristócrata o de un rufián de la más baja estofa.

—Por favor, siéntese —dijo Holmes, de lo más amigable—. Ha estado fuera un buen rato y odiaría pensar que ha cogido un resfriado en consecuencia. ¿Querría un té caliente?

—Preferiría una copita de ron —contestó.

—No tenemos. ¿Algo de brandy? —Holmes me hizo un gesto con la cabeza, y vertí una buena cantidad en un vaso y se lo pasé.

El hombre se lo bebió de un trago. A su cara volvió un poco de color y se sentó.

—Gracias —dijo. Su voz era ronca, pero educada —. He venido aquí por la recompensa. No debería haberlo hecho. La gente con la que trato me rajaría la garganta si supiera que estoy aquí, pero, en resumen, necesito el dinero. Veinte libras mantendrán a mis demonios alejados por un tiempo, y por eso merece la pena que arriesgue el cuello. ¿Las tiene aquí?

—Se le pagará cuando tengamos la información —contestó Holmes —. Yo soy Sherlock Holmes. ¿Y usted es...?

—Me pueden llamar Henderson, que no es mi verdadero nombre, pero servirá tan bien como cualquier otro. ¿Sabe, señor Holmes?, tengo que tener cuidado. Usted puso un anuncio pidiendo información acerca de la Casa de la Seda, y desde ese momento han estado vigilando esta casa. Cualquiera que venga, cualquiera que se vaya, se habrá anotado, y muy bien puede llegar el día en el que le pidan que dé los nombres de todas sus visitas. Me aseguré de esconder la cara antes de cruzar su umbral. Me entenderá si hago lo mismo con mi identidad.

—De todas maneras, tendrá que contarnos algo sobre usted antes de que me desprenda del dinero. Es profesor, ¿verdad?

—¿Por qué lo dice?

—Tiene polvo de tiza en los puños, y me he fijado en una marca de tinta roja en su dedo corazón.

Henderson, si así era como lo íbamos a llamar, sonrió brevemente, enseñándonos sus dientes manchados y torcidos.

—Siento tener que corregirle, pero de hecho soy inspector de aduanas, aunque uso la tiza para hacer marcas en los paquetes antes de que se descarguen y apunto los números con tinta roja en un libro de contabilidad. Solía trabajar con el inspector de aduanas de Chatham, pero vine a Londres hace dos años. Pensé que un cambio de aires sería bueno para mi carrera, pero casi me ha arruinado. ¿Qué más le puedo decir acerca de mí? Provengo originariamente de Hampshire y mis padres todavía viven allí. Estoy casado, pero hace tiempo que no veo a mi esposa. Soy un desgraciado del peor tipo, y aunque me gustaría culpar a otros de mi fatalidad, al final del día sé que es consecuencia de mis propios actos. Peor todavía, no hay vuelta atrás. Vendería a mi madre por esas veinte libras, señor Holmes. No hay nada que no hiciera.

—¿Y cuál es la causa de su perdición, señor Henderson?

—¿Me da otro brandy? —Le serví un segundo vaso y esta vez lo examinó brevemente —. Opio —dijo, antes de bebérselo —. Ese es mi secreto. Soy adicto al opio. Solía tomarlo porque me gustaba. Ahora no puedo vivir sin él.

»Esta es mi historia. Dejé a mi esposa en Chatham hasta que me hubiera establecido por mi cuenta y alquilé un alojamiento en Shadwell, para estar cerca de mi lugar de trabajo. ¿Conocen la zona? Allí viven marineros, por supuesto, estibadores, chinos, indios y negros. Oh, es un vecindario muy colorido y hay suficientes tentaciones —tabernas y salones de baile— como para que cualquier tonto se separe de su dinero. Le podría decir que me sentía solo y echaba de menos a mi familia. También le podría decir que fui demasiado estúpido y me dejé engañar. ¿Supondría alguna diferencia? Fue hace doce meses cuando pagué mis primeros cuatro peniques por la pequeña bolita de cera marrón, para que la sacaran del tarro. ¡Qué barato me parecía entonces! ¡Qué poco sabía! El placer que me proporcionó fue más allá de cualquier experiencia que hubiera tenido. Fue como si nunca hubiera vivido de verdad. Por supuesto, volví. Primero tras un mes, después tras una semana, y de repente era cada día, y pronto fue como si tuviera que estar allí cada hora. No podía pensar en mi trabajo. Cometí errores y montaba en ataques de cólera sin sentido cuando era criticado. Mis amigos de verdad se alejaron de mí. Los falsos me animaban para que fumara cada vez más. No pasó mucho tiempo antes de que mis jefes se dieran cuenta de la situación en la que me encontraba, y han amenazado con despedirme, pero ya no me importa. El deseo de opio llena cada uno de los momentos que permanezco despierto, incluso ahora. Hace tres días que no doy una calada. Deme la recompensa para que me pueda perder otra vez en la niebla del olvido.

Miré al hombre con pena y horror, aunque había algo de él que despreciaba mi compasión, que parecía casi orgulloso de en lo que se había convertido. Henderson estaba enfermo. Le estaban destrozando, desde dentro, lentamente.

Holmes también estaba serio.

—El sitio adonde va a tomar la droga ¿es la Casa de la Seda? —preguntó.

Henderson se rio.

—¿Cree usted de verdad que hubiera tenido tanto miedo o hubiera tomado tantas precauciones si la Casa de la Seda hubiera sido un simple fumadero de opio? —vociferó—. ¿Sabe cuántos hay en Shadwell y Limehouse? Dicen que menos que hace diez años. Pero todavía puede colocarse en un cruce cualquiera y encontrar uno tome la dirección que tome. Están Mott y la Madre Abdullah y Creer's Place y Yahee. Me han dicho que si quieres puedes comprarlo en los burdeles de Haymarket y de Leicester Square.

—Entonces ¿qué es?

—¡El dinero!

Holmes dudó, y después le pasó cuatro billetes de cinco libras. Henderson se los arrebató y los empezó a sobar. Un brillo embotado había aparecido en su mirada mientras su adicción, la bestia palpitante que yacía dentro de él, se despertaba otra vez.

—¿De dónde se cree que viene el opio que abastece Londres, Liverpool, Portsmouth y todos los demás sitios donde se vende en Inglaterra? ¿O en Escocia e Irlanda? ¿Adónde van Creer o Yahee cuando se les acaban las reservas? ¿Dónde está el centro de la red que se extiende por todo el país? Esa es la respuesta a su pregunta, señor Holmes. ¡Van a la Casa de la Seda!

»La Casa de la Seda es una iniciativa criminal operada a gran escala y he oído que se ha dicho, rumor, solamente rumor, que tiene amigos situados en los lugares más altos, que sus tentáculos se han extendido hasta atrapar a ministros del gobierno y oficiales de policía. Estamos hablando de un negocio de importación y exportación, si lo prefieren, pero de uno que vale muchos miles de libras al año. El opio viene de oriente. Se transporta a este almacén central y desde ahí se distribuye, pero con el precio muy aumentado.

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