Read La casa de la seda Online
Authors: Anthony Horowitz
La estación no estaba menos abarrotada. Los trenes eran puntuales, los andenes estaban llenos de jóvenes acarreando paquetes, bultos y cestas, correteando por ahí tan excitados como el conejo blanco de Alicia. El tren de Mary ya había llegado y, por un momento, no fui capaz de localizarla cuando se abrieron las puertas, que volcaron más almas en la ciudad. Pero entonces la vi, y mientras ella descendía del vagón, ocurrió algo que me causó cierta inquietud. Apareció un hombre, arrastrando los pies como si fuera a abordarla. Solo pude verle de espaldas y, aparte de una chaqueta que no era de su talla y de que tenía el pelo rojizo, no fui capaz de identificarle. Me pareció que hablaba con ella, entonces subió al tren y desapareció de mi vista. Pero a lo mejor me equivocaba. Cuando me acerqué, ella me vio y me sonrió, la estreché en mis brazos, y nos fuimos caminando hacia la entrada, donde le había dicho al cochero que nos esperara.
Mary quería contarme muchas cosas acerca de su visita. La señora Forrester había estado encantada de verla y ellas dos se habían convertido en íntimas amigas, dejando atrás su relación de señora de la casa e institutriz. El niño, Richard, estaba muy bien educado y se comportaba muy bien, y una vez que se había empezado a reponer de su enfermedad, fue una compañía encantadora. ¡También resultó ser un ávido lector de mis historias! La casa estaba tal y como ella la recordaba, cómoda y acogedora. La visita había sido un completo éxito, aparte de un ligero dolor de cabeza y un picor de garganta del que se había contagiado ella en los últimos días, y que se habían incrementado en el viaje. Parecía cansada, y cuando insistí, se quejó de pesadez en las piernas y en los brazos.
—Pero no te preocupes por mí, John. Volveré a mi estado normal después de descansar y de una buena taza de té. Quiero oír todas tus nuevas. ¿Qué es ese asunto tan insólito que he leído acerca de Sherlock Holmes?
Me pregunto hasta qué punto debería culparme por no haber examinado a Mary más rigurosamente. Pero yo estaba inmerso en otra cosa y ella misma quitó importancia a su enfermedad. Y también estaba pensando en el extraño hombre que se le había acercado. Es probable que, aun sabiéndolo, no hubiera podido hacer nada. Pero, incluso así, siempre he tenido que vivir sabiendo que no hice mucho caso de sus quejas, y me equivoqué al no reconocer los primeros signos de las fiebres tifoideas que se la llevarían de mi lado demasiado pronto.
Fue ella la que me dio el mensaje, justo después de que nos pusiéramos en marcha.
—¿Viste a ese hombre? —preguntó.
—¿En el tren? Sí, lo vi. ¿Te habló?
—Me llamó por mi nombre.
Estaba atónito.
—¿Qué dijo?
—Solo «Buenos días, señora Watson». Era muy zafio. Un obrero, diría yo. Y me puso esto en la mano.
Sacó una bolsita de tela que había estado agarrando todo el tiempo, pero que había olvidado con la emoción de vernos y las prisas consiguientes por irnos de la estación. Me la tendió. Había algo duro dentro de la bolsa, y al principio pensé que podrían ser monedas, pues oí el tintineo del metal, pero al abrirlo y verter el contenido en la palma de mi mano, me encontré sosteniendo tres clavos.
—¿Qué significa esto? —pregunté—. ¿Te dijo ese hombre algo más? ¿Puedes describirlo?
—No muy bien, querido. Casi ni le miré, pues te estaba buscando. Tenía el pelo castaño, creo. Y una cara sucia y sin afeitar. ¿Importa?
—¿Dijo algo más? ¿Te pidió dinero?
—Te lo he dicho. Me saludó por mi nombre y nada más.
—Pero ¿por qué rayos te iba a dar nadie una bolsa de clavos? —En cuanto acabé de pronunciar esas palabras, lo entendí todo y se me escapó un grito de emoción—. ¡La Bolsa de Clavos! ¡Por supuesto!
—¿Qué pasa, querido?
—Creo, Mary, que te acabas de encontrar con el mismísimo Holmes.
—Pero no se parecía a Holmes.
—Esa era su intención.
—¿Significa algo para ti esta bolsa de clavos?
Significaba mucho. Holmes quería que yo fuera a una de las dos tabernas que habíamos visitado cuando estábamos buscando a Ross. Las dos se llamaban La Bolsa de Clavos, pero ¿a cuál de ellas se refería? Probablemente no sería la segunda, en Lambeth, pues ahí era donde Sally Dixon había trabajado y la policía lo sabía. Contando con eso, la primera, en Edge Lane, era la más probable. Pues con toda certeza no quería que le vieran; eso ya estaba implícito en la manera que había escogido para comunicarse conmigo. Se había disfrazado, y si alguien hubiera observado el acercamiento y tratara de detenernos a Mary o a mí, no habría encontrado nada más que una bolsa de tela con tres clavos de carpintero, y ninguna indicación de que se acababa de pasar un mensaje.
—Querida, me temo que te voy a tener que abandonar en cuanto lleguemos a casa —dije.
—No corres peligro, ¿verdad, John?
—Espero que no.
Suspiró.
—A veces pienso que le tienes más cariño al señor Holmes que a mí. —Vio mi mirada y me palmeó la mano—. Solo estoy bromeando. Y no necesitas darte todo el paseo hasta Kensington. Podemos pararnos en la siguiente esquina. El cochero puede entrar mis bolsas y me puedo instalar en casa yo sola. —Dudé y me miró con seriedad—. Ve con él, John. Si ha recurrido a tales métodos para mandarte un mensaje, entonces debe tener problemas y te necesita, como siempre te ha necesitado. No te puedes negar.
Así que me separé de ella, no solo tomando las riendas de mi vida, sino casi perdiéndola mientras me adentraba en el tráfico, pues un ómnibus estuvo a punto de pasarme por encima en el Strand. Se me había ocurrido que, si Holmes temía que le siguieran, a lo mejor yo también debía evitarlo y, por tanto, era vital que no me vieran. Esquivé unos cuantos carruajes y finalmente alcancé la seguridad del empedrado, donde miré a mi alrededor con atención antes de volverme por el camino por el que había venido, llegándome a esa abandonada y triste parte de Shoreditch unos treinta minutos después. Recordaba bien la taberna. Un lugar destartalado que tenía mejor aspecto a la luz del sol que el que había tenido con niebla. Crucé la calle y entré.
Había un hombre sentado a la barra y no era Sherlock Holmes. Para mi sorpresa y bochorno, reconocí al hombre llamado Rivers que había ayudado al doctor Trevelyan en la prisión de Holloway. Ya no vestía su uniforme, pero su expresión ausente, sus ojos hundidos y su despeinado cabello pelirrojo eran inconfundibles. Estaba repantingado en una silla con un vaso de cerveza negra.
—¡Señor Rivers! —exclamé.
—Siéntese conmigo, Watson. Es bueno volver a verle.
Era Holmes quien había hablado y en ese segundo comprendí cómo me había engañado y cómo había escapado de la prisión a la vista de todo el mundo. Confieso que casi me caí en el sitio que me brindaba, mirando, con una cierta sensación de impotencia, la sonrisa que yo conocía tan bien, deslumbrándome por debajo de la peluca y el maquillaje. Pues eso era lo maravilloso de los disfraces de Holmes. No era que usara una gran cantidad de trucos teatrales o se camuflara en demasía. Era más que tenía el talento de metamorfosearse en cualquier personaje que deseara interpretar y que, si se lo creía, tú también lo hacías, hasta el momento en el que se descubría. Era como mirar a un punto oscuro en un paisaje lejano, a una piedra o a un árbol, quizás, que habían adoptado la forma de un animal. Y, sin embargo, una vez que te habías acercado y habías visto lo que realmente era, nunca te volvería a engañar. Me había sentado con Rivers. Pero ahora me resultaba obvio que estaba con Holmes.
—Cuénteme —empecé.
—Todo a su tiempo, mi estimado amigo —me interrumpió—. Primero, asegúreme que no le han seguido hasta aquí.
—Estoy seguro de que vengo solo.
—Y, sin embargo, había dos hombres tras usted en Holborn Viaduct. Parecían policías, y sin duda están contratados por nuestro amigo, el inspector Harriman.
—No los vi. Pero he tomado muchas precauciones abandonando el carruaje de mi mujer en medio del Strand. No permití que se parara por completo, y me escondí detrás de una calesa. Le puedo asegurar que si había dos hombres tras de mí en la estación, ahora se encuentran en Kensington preguntándose dónde estoy yo.
—¡Mi fiel Watson!
—Pero ¿cómo supo que mi esposa llegaba hoy? ¿Cómo es que estaba en el Holborn Viaduct?
—Es muy simple. Le seguí desde Baker Street, me di cuenta de qué tren estaba esperando y me las arreglé para adelantarle en la multitud.
—Esa es la primera de mis preguntas, Holmes, y debo insistirle para que satisfaga todas las demás, pues me estoy mareando solo de verle aquí. Empecemos con el doctor Trevelyan. Supongo que le reconoció y le convenció para que le ayudara a escapar.
—Eso fue exactamente lo que pasó. Fue una feliz coincidencia que nuestro antiguo cliente hubiera encontrado trabajo en la prisión, aunque me gustaría pensar que cualquier médico me habría apoyado, particularmente cuando estaba claro que había un plan para asesinarme.
—¿Lo sabía?
Holmes me miró con interés, y me di cuenta de que para no romper el juramento que le había hecho a mi siniestro anfitrión, hacía dos noches, debía hacer como que no sabía nada.
—Lo esperaba desde el mismo momento en que me arrestaron. Estaba claro que las pruebas contra mí se empezarían a desmoronar en cuanto dejaran que me defendiera y, por supuesto, mis enemigos no lo permitirían. Estaba esperando cualquier tipo de ataque y me tomé el cuidado especial de examinar mi comida. Contrariamente a la creencia popular, hay pocos venenos que no sepan a nada, y ciertamente no el arsénico con el que esperaban acabar conmigo. Lo detecté en un cuenco de caldo de carne que me trajeron la segunda tarde..., un intento un poco estúpido, Watson, pero que debo agradecerles, pues me dio exactamente el arma que necesitaba.
—¿Era Harriman parte de esta trama? —pregunté, sin ser capaz de atenuar la furia en mi voz.
—Al inspector Harriman o le han pagado muy bien o está en el mismo centro de la conspiración que usted y yo hemos descubierto. Sospecho lo segundo. Pensé en acudir a Hawkins. El celador me había parecido un hombre civilizado, y se había tomado molestias para asegurarse de que mi estancia en la prisión no fuera más desagradable de lo que tenía que ser. De cualquier manera, si hubiéramos levantado la liebre demasiado pronto, podría haber precipitado un segundo ataque más letal, así que, en cambio, solicité una cita con el médico y, después de ser escoltado hasta el hospital, me alegró descubrir que ya éramos conocidos, pues facilitaba mucho mi tarea. Le enseñé una muestra del caldo que había guardado y le expliqué lo que pasaba, que había sido arrestado bajo premisas falsas y que la intención de mis rivales era que no saliera de Holloway con vida. El doctor Trevelyan se horrorizó. Me hubiera creído igualmente, pues todavía se sentía en deuda conmigo después de aquel asunto en Brook Street.
—¿Cómo llegó a Holloway?
—La necesidad obliga, Watson. Recordará que perdió su empleo después de la muerte de su paciente a domicilio. Trevelyan es un hombre brillante, pero al que la fortuna no ha favorecido. Después de ir a la deriva varios meses, el puesto de Holloway era el único que pudo encontrar y, a regañadientes, lo aceptó. Debemos tratar de ayudarle uno de estos días.
—Por supuesto, Holmes. Pero continúe...
—Lo primero que se le ocurrió fue informar al celador, pero le convencí de que la conspiración contra mí estaba demasiado afianzada, y mis enemigos eran demasiado poderosos, y que aunque era vital para mí recobrar la libertad, no podíamos arriesgarnos a involucrar a nadie más, y que tendríamos que conseguirlo por otros medios. Empezamos a planear cómo podríamos hacerlo. Trevelyan tenía claro, y yo también, que no podía salir por la fuerza de allí. Es decir, ni hablar de excavar un túnel ni de descolgarme por las ventanas. No había menos de nueve puertas cerradas con llave entre mi celda y el mundo exterior, y ni siquiera con el mejor de los disfraces podía esperar atravesarlas como si nada. Por supuesto, no podía considerar el uso de la violencia. Hablamos durante una hora y todo el tiempo estuve nervioso por si el inspector Harriman aparecía, pues todavía continuaba interrogándome para revestir de credibilidad su vacía y fraudulenta investigación.
»Y entonces Trevelyan mencionó a Jonathan Wood, un pobre desgraciado que había pasado la mayor parte de su vida en prisión y que iba a acabarla allí, pues estaba gravemente enfermo y no se esperaba que sobreviviera a la noche. Trevelyan sugirió que, cuando Wood muriera, me podría admitir en el hospital. Escondería el cuerpo y me sacaría camuflado en el ataúd. Esa fue su idea, pero la rechacé sin apenas pensármelo. Le faltaba sentido práctico, y no consideraba las crecientes sospechas de mis perseguidores, que se estarían preguntando por qué el veneno que me habían dado por la tarde no me había liquidado, por lo que se podían imaginar que yo ya lo sabía. Un cadáver abandonando el hospital al mismo tiempo sería muy obvio. Era exactamente el tipo de truco que se esperaban que yo hiciera.
»Pero durante el tiempo que pasé en el hospital ya me había fijado en el camillero, Rivers, y en particular en la suerte que había tenido con su aspecto: su carácter descuidado y su pelo rojo. De inmediato vi que todos los elementos necesarios (Harriman, el veneno, el hombre moribundo) estaban en su lugar, y que era posible planear una alternativa diferente, enfrentando a unos con los otros. Dije a Trevelyan lo que necesitaría, y hay que reconocerle que no dudó de mi juicio, sino que hizo lo que le pedí.
»Wood murió un poco antes de medianoche. Trevelyan vino a mi celda y me contó personalmente lo que había pasado, después se fue a su casa para coger las pocas cosas que le había pedido y que necesitaría. A la mañana siguiente, anuncié que había empeorado. Trevelyan me diagnosticó intoxicación alimentaria y me admitió en la enfermería, de donde ya habían sacado a Wood. Estaba allí cuando llegó su ataúd e incluso ayudé a meterle dentro. El que no estaba era Rivers. Le habían dado el día libre, y Trevelyan sacó la peluca y la muda de ropa que me permitirían disfrazarme de él. Se llevaron el ataúd poco antes de las tres y por fin todo estaba listo. Debe entender la psicología, Watson. Necesitábamos que Harriman hiciera nuestro trabajo. Primero, se descubriría mi extraordinaria e inexplicable desaparición de una celda cerrada con llave. Después, casi inmediatamente, le informaríamos de que un cadáver y su ataúd acababan de dejar el lugar. Con esas premisas, no tenía duda de que llegaría a la conclusión equivocada, que es precisamente lo que hizo. Tan seguro estaba que yo me encontraba en el ataúd que ni siquiera miró dos veces al torpe camillero, que parecía el responsable de lo que había ocurrido. Se fue corriendo y, así, me facilitó la salida. Fue Harriman quien ordenó que se descorrieran los cerrojos y se abrieran las puertas. Fue Harriman quien desmanteló las mismas medidas de seguridad que debían haberme mantenido dentro.