Read La casa de la seda Online
Authors: Anthony Horowitz
Todas esas reflexiones pasaron por mi mente en los pocos segundos que permanecimos allí. Entonces el hombre se fijó en nosotros.
—¿Qué demonios piensan que están haciendo? —bramó.
Holmes cerró la puerta. Al mismo tiempo, oímos un grito en el piso de abajo, pues el dueño de la casa había entrado al salón y había visto que no estábamos. La música de piano se detuvo. Me pregunté qué deberíamos hacer, pero un segundo después la decisión fue tomada por nosotros. Una puerta se abrió en el pasillo y un hombre salió, vestido por completo, pero con la ropa descolocada, la camisa suelta por detrás. Esta vez le reconocí de inmediato. Era el inspector Harriman.
Nos vio.
—¡Ustedes! —exclamó.
Se quedó parado frente a nosotros. Sin pensármelo dos veces, saqué el revólver y disparé, lo que traería a Lestrade y sus hombres corriendo en nuestro auxilio. Pero no disparé al aire, como podría haber hecho. Lo dirigí contra Harriman y apreté el gatillo con intención de matar, algo que no había sentido antes y nunca sentí después. Pues, por una vez en la vida, sabía exactamente lo que significaba querer matar a un hombre.
Mi bala no acertó. En el último segundo, Holmes debía de haber visto lo que intentaba hacer y gritó, con la mano dirigiéndose hacia mi arma. Fue suficiente para errar el tiro. La bala se desvió, rompiendo una lámpara de gas. Al mismo tiempo, el disparo había sembrado la alarma en el edificio. Más puertas se abrieron y hombres de mediana edad se precipitaban hacia el pasillo, mirando a su alrededor, con las caras llenas de pánico y consternación, como si en secreto hubiesen esperado muchos años a que descubriesen sus pecados y hubiesen adivinado, de repente, que ese momento había llegado. Abajo la madera crujió y se escucharon unos gritos, mientras la puerta principal era forzada. Oí a Lestrade gritando. Hubo un segundo disparo. Alguien chilló.
Holmes ya se había adelantado, empujando a cualquiera que estuviera en su camino, siguiendo el rastro de Harriman. El hombre de Scotland Yard tenía claro que el juego se había terminado, pero parecía inconcebible que pudiera escaparse. Lestrade había llegado. Sus hombres estarían por todas partes. Y, sin embargo, era precisamente lo que Holmes temía, pues ya había llegado a la escalera y se apresuraba a bajarla. Le seguí, y juntos alcanzamos la planta de abajo, con su pasillo enlosado en blanco y negro. Ahí, todo era caos. La puerta principal estaba abierta, y un viento gélido soplaba a través de los pasillos y hacía que las lámparas de gas parpadearan. Los hombres de Lestrade ya habían empezado con su trabajo. Lord Ravenshaw, que se había despojado de su capa para descubrir un batín de terciopelo, se escapó de una de las habitaciones, con un cigarro todavía en la mano. Fue reducido por un oficial e inmovilizado contra la pared.
—¡Suélteme! —gritó—. ¿No sabe quién soy?
Todavía no se le había ocurrido que el país entero pronto sabría quién era, y que sin duda le verían a él y a su apellido con repugnancia. Otros clientes de la Casa de la Seda ya estaban siendo arrestados, trastabillando por el lugar sin valor ni dignidad, muchos de ellos llorando lágrimas de autocompasión. El mayordomo estaba desmoronado en el suelo, con sangre resbalándole de la nariz. Vi a Robert Weeks, el profesor graduado en Balliol College, a quien sacaban de una habitación con el brazo retorcido a la espalda.
Había una puerta en la parte de atrás de la casa. Estaba abierta y daba a un jardín. Uno de los hombres de Lestrade yacía enfrente de ella, con la sangre borboteándole de una herida de bala en el pecho. Lestrade le estaba atendiendo, pero al ver a Holmes alzó la mirada, con la cara encendida de furia.
—¡Ha sido Harriman! —exclamó—. Disparó mientras bajaba las escaleras.
—¿Dónde está?
—¡Se ha ido! —Lestrade señaló la puerta abierta.
Sin más palabras, Holmes se precipitó tras Harriman.
Le seguí, en parte porque mi lugar estaba siempre a su lado, pero también porque quería estar allí cuando finalmente se ajustaran las cuentas. Harriman podía ser solo un servidor de la Casa de la Seda, pero lo había transformado en algo personal al encarcelar a Holmes bajo acusaciones falsas y confabular para que le mataran. Le habría disparado gustosamente. Todavía sentía haber fallado.
Fuera, nos adentramos en la oscuridad y los remolinos de nieve. Seguimos un camino que rodeaba el lateral de la casa. La noche se había convertido en una vorágine en blanco y negro, y era difícil incluso ver los edificios al otro lado de la carretera. Pero entonces oímos el chasquido de un látigo y el relincho de un caballo, y uno de los carruajes se puso en marcha, dirigiéndose hacia la puerta. Con gran pesar, y un regusto amargo en la boca, me di cuenta de que Harriman se había escapado, que tendríamos que aguardar con la esperanza de que le encontraran y arrestaran en días venideros.
Pero Holmes no lo iba a consentir. Harriman había cogido un carruaje de dos caballos y cuatro ruedas. Sin pararse a escoger entre los vehículos que había allí aparcados, Holmes se subió al más cercano, una endeble tartana con un caballo —ni siquiera el más robusto—. De alguna manera conseguí subirme a la parte de atrás, y nos pusimos en marcha, ignorando los gritos del conductor, que se estaba fumando un cigarrillo por los alrededores y no se había fijado en nosotros hasta que fue demasiado tarde. Salimos por la verja y giramos hacia el camino. Con Holmes dándole latigazos, el caballo demostró tener más espíritu del que uno se esperaría, y la pequeña tartana simplemente voló por encima de la superficie cubierta de nieve. Podíamos tener un caballo menos que Harriman, pero nuestro vehículo era más ligero y más rápido. Encaramado como estaba, solo podía agarrarme como si me fuera la vida en ello, pensando que si me caía seguramente me rompería el cuello.
No era noche para una persecución. La nieve estaba cayendo en horizontal, golpeándonos con una serie de continuas ráfagas. No entendía cómo podía ver Holmes, pues cada vez que trataba de atisbar algo en la oscuridad me quedaba ciego inmediatamente, y ya tenía las mejillas tiesas de frío. Pero ahí estaba Harriman, a no más de cincuenta metros de distancia. Le oí gritar con frustración, escuché el chasquido de su látigo. Holmes iba sentado al frente, encorvado hacia delante, sujetando las riendas con ambas manos, manteniendo el equilibrio solo con los pies. Cada bache amenazaba con echarle de su sitio. La curva más ligera provocaba que derrapáramos salvajemente por la superficie congelada de la carretera. Me pregunté si los radios aguantarían, y podía imaginarme la inminente catástrofe y cómo nuestro corcel, azuzado por la persecución, acabaría haciéndonos trizas. La colina era escarpada y fue como si nos estuviéramos sumergiendo en un abismo, con la nieve arremolinándose y el viento empujándonos hacia abajo.
Cuarenta metros, treinta..., de alguna manera estábamos consiguiendo reducir la distancia que nos separaba. Los cascos de los otros caballos estaban atronando, las ruedas del carruaje giraban como locas, la estructura al completo temblaba y se agitaba como si se fuera a partir en cualquier instante. Harriman era consciente de que estábamos ahí. Le vi mirar hacia atrás, con el pelo blanco formando una aureola demencial alrededor de su cabeza. Se inclinó para coger algo. Vi demasiado tarde lo que era. Hubo un pequeño fogonazo rojo, un disparo que casi se pierde con todo el ruido de la persecución. Oí que la bala daba en la madera. No había alcanzado a Holmes por pulgadas y a mí por menos todavía. Cuanto más cerca estábamos, más fácil era acertarnos. Y, con todo, nos seguíamos abalanzando cuesta abajo.
Ahora se divisaban luces en la distancia, un pueblo o una barriada. Harriman disparó por segunda vez. Nuestro caballo relinchó y tropezó. La tartana al completo voló por los aires, después aterrizó con tal fuerza que me sacudió la columna vertebral y provocó un dolor fulminante en mis hombros. Pero afortunadamente el animal solo había resultado herido y no estaba muerto, e incluso la cercanía del desastre le hizo más determinado. Holmes bramó algo que no llegaba a formar una palabra. Treinta metros, veinte. En unos pocos segundos le sobrepasaríamos.
Pero Holmes sujetó las riendas y vi una curva cerrada delante. La carretera se desviaba hacia la izquierda, y si tratábamos de cogerla a esa velocidad, nos mataríamos sin duda alguna. La tartana se deslizó por la superficie, esparciendo hielo y barro entre las ruedas. Seguramente me caería con el impulso. Me agarré más fuerte; con el viento azotándome, el mundo entero no era más que una mancha. Hubo un crujido seco delante de mí, no un tercer disparo, sino el sonido de la madera partiéndose. Abrí los ojos para ver que el carruaje había girado demasiado deprisa. Estaba sosteniéndose sobre una rueda y eso hacía que la estructura de madera aguantara una presión inimaginable, y se despedazó mientras miraba. Harriman fue arrojado por los aires, con las riendas sujetándole. Por un breve momento pareció suspendido. Entonces, el carruaje entero volcó hacia un lado y Harriman desapareció de mi vista. Los caballos siguieron corriendo, pero separados del carruaje, y se perdieron en la oscuridad. El vehículo resbaló y serpenteó, parándose finalmente enfrente de nosotros, y por un momento pensé que nos íbamos a estrellar contra él. Pero Holmes todavía tenía las riendas. Guio a nuestro caballo para que sorteara el obstáculo e hizo que parara.
Nuestro corcel se quedó allí, jadeando. Tenía un hilo de sangre en su flanco y yo me sentía como si me hubieran dislocado cada hueso del cuerpo. No tenía abrigo y estaba tiritando de frío.
—Bien, Watson —dijo Holmes con voz ronca, jadeando fuertemente—, ¿cree que tengo futuro como cochero?
—Podría tenerlo —contesté—. Pero no espere demasiadas propinas.
—Veamos qué podemos hacer por Harriman.
Nos bajamos, pero una sola mirada nos dijo que la persecución había acabado. Harriman estaba cubierto de sangre. Tenía el cuello tan roto que, aunque estaba tendido con el cuerpo hacia abajo sobre el camino, sus ciegos ojos miraban al cielo, y tenía el rostro contraído en una horrible mueca de dolor. Holmes le miró y después asintió.
—No es peor que lo que se merecía —dijo.
—Era un hombre malvado, Holmes. Todos son malvados.
—Lo ha resumido muy bien, Watson. ¿Puede soportar que volvamos a la Granja Chorley?
—Esos niños, Holmes. Esos pobres niños.
—Lo sé. Pero Lestrade ya debería haberse hecho cargo de la situación. Veamos qué se puede hacer.
Nuestro caballo rebosaba furia y frustración, con los ollares despidiendo vaho en la noche. Con dificultad conseguimos hacerle dar la vuelta y subimos lentamente la colina. Me sorprendió lo lejos que habíamos llegado. El camino hacia abajo había sido cuestión de unos pocos minutos. Nos costó más de media hora volver. Pero la nieve parecía caer más suavemente y el viento había parado. Me alegraba de tener tiempo para recuperarme, para estar a solas con mi amigo.
—Holmes —dije—, ¿cuándo fue la primera vez que lo supo?
—¿Lo de la Casa de la Seda? Sospeché que algo no cuadraba la primera vez que vinimos a la Granja Chorley. Fitzsimmonds y su esposa son actores consumados, pero recordará lo que se enfadó cuando el chico al que preguntamos —un niño rubio que se llamaba Daniel— nos dijo que Ross tenía una hermana que trabajaba en La Bolsa de Clavos. Lo intentó ocultar bastante bien, y trató de hacernos creer que estaba irritado por no habernos podido dar esa información antes. Pero, de hecho, estaba furioso porque alguien nos hubiera dicho algo. También estaba perplejo por el edificio enfrente de la escuela. Pude ver inmediatamente que las marcas de ruedas pertenecían a muchos carruajes diferentes, incluyendo una carroza y un landó. ¿Por qué los propietarios de esos vehículos tan caros vendrían a ver un recital de música que daban chicos desamparados y anónimos? No tenía sentido.
—Pero se dio cuenta...
—No entonces. Es una lección que he aprendido, Watson, y la recordaré en el futuro. En la persecución de un crimen, un detective se debe guiar ocasionalmente por sus peores instintos o, lo que es lo mismo, se debe meter en la mente del criminal. Pero hay límites, más allá de los cuales un hombre civilizado no se permitirá rebajarse. Y este fue el caso. No me imaginé que Fitzsimmonds y sus seguidores podrían estar envueltos en esto por la simple razón de que no lo deseaba. Me guste o no, en el futuro debo aprender a ser menos escrupuloso. Solo cuando descubrimos el cuerpo del pobre Ross empecé a ver que habíamos entrado en un ruedo diferente a cualquier cosa por la que hubiéramos pasado. No era solo la crueldad de sus heridas. Era la cinta blanca alrededor de su muñeca. Cualquiera que hubiera hecho algo semejante a un niño muerto tenía que tener una mente completa y absolutamente corrupta. Para un hombre así, cualquier cosa sería posible.
—La cinta blanca...
—Como ya vio usted, era el detalle por el que estos hombres se reconocían entre sí y lo que les franqueaba el acceso a la Casa de la Seda. Pero tenía un segundo significado. Al atarla a la muñeca del crío, le pusieron de ejemplo. Sabían que saldría en los periódicos y que, por tanto, actuaría como aviso de que eso sería lo que le sucedería a cualquiera que se atreviera a cruzarse en su camino.
—Y el nombre, Holmes. ¿Por eso lo llamaban la Casa de la Seda?
—No es la única razón, Watson. Me temo que la respuesta ha estado delante de nosotros todo el tiempo, aunque quizás solo parezca obvio en retrospectiva. ¿Recuerda el nombre de la institución que Fitzsimmonds nos contó que financiaba su trabajo? La Sociedad para la Educación de Descarriados Adolescentes. Me temo que, si unimos las iniciales, nos encontramos con la casa de la SEDA. Por lo menos, ese debe de haber sido su origen. La institución de caridad puede haber sido fundada precisamente por esa gente. Les daba la oportunidad de encontrar a los niños y la máscara tras la que se escondían para explotarles.
Habíamos llegado a la escuela. Holmes devolvió la tartana a su conductor con una disculpa. Lestrade nos estaba esperando en la puerta.
—¿Harriman? —preguntó.
—Está muerto. Su carruaje volcó.
—No puedo decir que lo sienta.
—¿Cómo está su oficial, el hombre al que disparó?
—Muy malherido, señor Holmes, pero sobrevivirá.
Aunque no me apetecía entrar en ese edificio por segunda vez, seguimos a Lestrade. Habían bajado algunas mantas y las habían usado para tapar al oficial al que Harriman había disparado, y el piano, por supuesto, estaba en silencio. Pero aparte de eso la Casa de la Seda se hallaba igual que cuando habíamos entrado por primera vez. Tuve un escalofrío solo de recordarlo, pero sabía que todavía teníamos asuntos que concluir.