Read La casa de la seda Online
Authors: Anthony Horowitz
—Es cierto, Holmes —dije—. En ningún momento le miré. Toda mi atención estaba puesta en el ataúd.
—Tengo que decir que su súbita aparición fue la única circunstancia que no había previsto, y que temía que, como mínimo, descubriera que ya conocía al doctor Trevelyan. Pero estuvo magnífico, Watson. Diría que el que usted estuviera allí junto con el celador fue lo que añadió una cierta urgencia, e hizo que Harriman se obstinara más en alcanzar el ataúd antes de que se marchara.
Había tal brillo en sus ojos al decir esto que me lo tomé por un cumplido, aunque comprendía el papel exacto que había interpretado en esta aventura. A Holmes le gustaba tanto tener público como a cualquier actor en el escenario, y cuantos más estuviéramos, más fácil le resultaba representar a su personaje.
—Pero ¿qué vamos a hacer ahora? —pregunté—. Usted es un fugitivo. Han desprestigiado su nombre. El mismo hecho de que haya optado por escapar solo convencerá al mundo de que es usted culpable.
—Lo está viendo todo muy negro, Watson. Por mi parte, diría que las circunstancias han mejorado muchísimo desde la semana pasada.
—¿Dónde se aloja?
—¿No se lo he dicho? Mantengo habitaciones por todo Londres para ocasiones como esta. Tengo una cerca, y le puedo asegurar que es bastante más agradable que la que acabo de dejar.
—Incluso así, Holmes, parece que sin querer se ha creado muchos enemigos.
—Ese parece ser el caso. Tenemos que preguntarnos qué es lo que puede unir a gente tan dispar como lord Horace Blackwater, vástago de una de las familias con más linaje de Inglaterra, el doctor Thomas Ackland, patrono del hospital de Westminster, y el inspector Harriman, que lleva quince años de servicio en la policía metropolitana sin mácula alguna en su expediente. Esa es la pregunta que le hice a usted entre los nada acogedores muros de Old Bailey. ¿Qué tienen esos tres hombres en común? Bueno, el hecho de que todos sean hombres es un comienzo. Todos son ricos y están bien relacionados. Cuando mi hermano Mycroft habló de un escándalo, es este tipo de gente el que puede resultar perjudicado. Por cierto, tengo entendido que usted volvió a Wimbledon.
No podía entender cómo o por quién se había enterado Holmes de eso, pero no había tiempo de que me explicara los detalles. Asentí y brevemente le conté las circunstancias de mi última visita. Pareció ponerse nervioso con las novedades de Eliza Carstairs y el declive de su salud.
—Estamos lidiando con una mente particularmente astuta y cruel, Watson. Este asunto me llega muy dentro y es esencial que concluyamos esto para que podamos volver a visitar a Edmund Carstairs.
—¿Cree que los dos incidentes están relacionados? —pregunté—. No puedo ver cómo los sucesos de Boston o incluso que dispararan a Keelan O'Donaghue en una pensión en Londres podría conducirnos al horrible asunto del que nos estamos ocupando.
—Pero eso es porque está asumiendo que Keelan O'Donaghue está muerto —contestó Holmes—. Bien, recibiremos noticias de eso en breve. Cuando estuve en Holloway, pude mandar un mensaje a Belfast...
—¿Le permitieron mandar un telegrama?
—No necesité la oficina de correos. Los bajos fondos son más rápidos y le sale más barato a cualquiera que se encuentre en el lado incorrecto de la ley. Había un hombre en mi misma ala, un falsificador al que llamaban Jacks, a quien conocí en el patio de ejercicios, y al que soltaron hace un par de días. Se llevó mi encargo, y tan pronto como tenga una respuesta, usted y yo iremos juntos a Wimbledon. Mientras tanto, no ha llegado a contestarme.
—¿Qué conecta a los cinco hombres? La respuesta es obvia. La Casa de la Seda.
—¿Y qué es la Casa de la Seda?
—No tengo ni idea. Pero creo que puedo decirle dónde encontrarla.
—Watson, me deja atónito.
—¿No lo sabe?
—Lo adiviné hace un tiempo. De cualquier manera, me encantará conocer sus propias conclusiones... y cómo llegó a ellas.
Por fortuna, había llevado el anuncio conmigo, y lo desdoblé y se lo enseñé a mi amigo, contándole mi reciente encuentro con el reverendo Fitzsimmonds. «La Casa de las Maravillas del Doctor Sedoso», leyó. Por un momento pareció confuso, después su cara se iluminó.
—Pero, por supuesto, esto es exactamente lo que estábamos buscando. Una vez más debo felicitarle, Watson. Mientras yo he estado encerrado y marchitándome, usted ha estado ocupado.
—¿Era esta la dirección que se esperaba?
—¿Jackdaw Lane? No exactamente. Sin embargo, confío en que nos proveerá con todas las respuestas que hemos estado buscando. ¿Qué hora es? Casi la una. Imagino que haríamos mejor en acercarnos a ese lugar bajo el manto de la oscuridad. ¿Estaría dispuesto a encontrarse conmigo aquí en, digamos, cuatro horas?
—Estaría encantado, Holmes.
—Sabía que podía contar con usted. Y le sugeriría que trajera su propio revólver, Watson. Hay muchos peligros acechando y me temo que va a ser una noche larga.
LA ADIVINA
Creo que hay ocasiones en las que sabes que has llegado al final de un largo viaje; aun cuando tu destino no se aprecie a simple vista, todavía sabes de alguna manera que, al doblar la esquina siguiente, allí estará. Así fue como me sentía cuando me acerqué a La Bolsa de Clavos por segunda vez, justo antes de las cinco, con el sol ocultándose mientras la oscuridad, fría y sin compasión, descendía sobre la ciudad. Mary estaba dormida cuando llegué a casa y yo no la había despertado, pero mientras estaba en mi sala de consultas, sopesando el revólver en la mano y comprobando que estuviera cargado, me pregunté qué diría un espectador ocasional de la escena: un respetable médico de Kensington armándose y preparándose para salir en busca de una conspiración que hasta ese momento había englobado el asesinato, la tortura, el secuestro y el empleo fraudulento del sistema judicial. Deslicé el arma en mi bolsillo, cogí el abrigo y salí.
Holmes ya no estaba disfrazado, más allá de un sombrero y una bufanda con la que se tapaba la mitad inferior de la cara. Había pedido dos copas de brandy para que nos fortaleciera contra la amargura de la noche. No me habría sorprendido que nevara, pues ya había unos cuantos copos flotando en la brisa cuando llegué. Apenas hablamos, pero recuerdo que, cuando posamos los vasos, me miró y pude ver todo el buen humor y determinación que yo conocía tan bien bailando en sus ojos sin ningún tipo de duda, y entendí que tenía tantas ganas como yo de acabar con esto.
—Entonces, Watson... —comenzó a decir.
—Sí, Holmes —dije—. Estoy listo.
—Estoy muy satisfecho de tenerle otra vez a mi lado.
Un coche de alquiler nos llevó hacia el este, descendimos en Whitechapel Road, y caminamos lo que quedaba de distancia hasta Jackdaw Lane. Esas ferias itinerantes se podían encontrar por toda la campiña durante los meses de verano, pero se establecían en la ciudad en cuanto el tiempo cambiaba y eran célebres porque abrían hasta muy tarde y por el barullo que armaban. De hecho, me pregunté cómo el vecindario podía aguantar la Casa de las Maravillas del Doctor Sedoso, pues pude oírla antes de verla; un órgano chirriante, el ritmo de un tambor y los gritos de un hombre en la noche. Jackdaw Lane era un pasadizo estrecho entre Whitechapel Road y Commercial Road, con edificios a cada lado, sobre todo tiendas y almacenes, con una altura de tres pisos, y con ventanas que parecían demasiado pequeñas para la cantidad de ladrillos que las rodeaban. Un callejón arrancaba a medio camino y ahí era donde se había ubicado un hombre, vestido con levita, una corbata vieja con un nudo simple y un sombrero de copa tan gastado que parecía que, si se sostenía a un lado de su cabeza, era para arrojarse desde ella. Tenía la barba, el bigote, la nariz, puntiagudos y los ojos brillantes, como si fuera una marioneta de Mefistófeles.
—¡Un penique la entrada! —exclamó—. Entren y no se arrepentirán. Aquí verán algunas de las maravillas del mundo, desde negros a esquimales y mucho más. ¡Vengan, caballeros! La Casa de las Maravillas del Doctor Sedoso. Les asombrará. Les deslumbrará. Nunca olvidarán lo que van a ver aquí esta noche.
—¿Es usted el doctor Sedoso? —preguntó Holmes.
—Tengo ese honor, señor. El doctor Asmodeus Sedoso, que antes residía en la India, y antes de eso en el Congo. Mis viajes me han llevado por todo el mundo, y todo lo que he experimentado lo encontrarán aquí, por solo un penique.
Un enano negro con un chaquetón de marinero y pantalones militares se puso a su lado, tocando un tambor y añadiendo un redoble cada vez que el penique era mencionado. Pagamos dos monedas y fuimos conducidos adentro.
El espectáculo que nos aguardaba me sorprendió. Supongo que con la cruda luz del día se vería toda su pobreza y su mal gusto, pero la noche, contenida por un círculo de braseros encendidos, le prestaba un cierto exotismo, así que, si no mirabas desde muy cerca, realmente podías creer que te habían transportado a otro mundo..., a lo mejor a uno salido de un cuento.
Nos encontrábamos en un patio empedrado, rodeados de edificios en tal estado de abandono que estaban parcialmente descubiertos, con puertas que se venían abajo y escaleras destartaladas que pendían precariamente del enladrillado. Algunas de estas entradas tenían cortinas escarlata y carteles anunciando entretenimientos que el pago por adelantado de medio penique, o incluso un cuarto, podría proporcionar. El hombre sin cuello. La mujer más fea del mundo. El cerdo con cinco patas. Otras estaban expuestas, con figuras de cera y dioramas que te permitían espiar el tipo de horrores que conocía demasiado bien debido al tiempo pasado con Holmes. El asesinato parecía ser el tema que predominaba allí. Estaba Maria Martin, y también Mary Ann Nichols, que yacía con la garganta rajada y las tripas abiertas, tal y como la habían descubierto, no muy lejos de allí, hacía dos años. Oí el ruido de rifles. Una galería de tiro se había instalado en uno de los edificios. Podía ver las llamaradas de gas y las botellas verdes al fondo.
Estas atracciones y otras estaban en el círculo exterior, pero también había carromatos de gitanos aparcados en el mismo patio, con plataformas construidas entre ellas para las atracciones que continuarían durante la noche. Un par de gemelos idénticos, orientales, estaban haciendo malabares con una docena de pelotas, pasándoselas entre ellos con tal rapidez que parecía automático. Un hombre negro con taparrabos sostenía un atizador que había sido calentado al rojo vivo en un quemador de carbón, y lo lamía. Una mujer en una carreta, con un turbante con plumas, leía las manos. Un anciano mago realizaba trucos de salón. Y, sobre todo, una multitud, mucho mayor de lo que hubiera esperado —habría más de doscientas personas allí—, reía y aplaudía, caminando sin rumbo de una actuación a la siguiente, mientras un organillo desafinaba sin cesar a su alrededor. Me fijé en una mujer monstruosamente voluminosa paseando por delante de mí, y en otra tan pequeña que podría haber sido una niña si no fuera por su apariencia avejentada. ¿Estaban allí para ver o para participar en el espectáculo? Era difícil saberlo con certeza.
—¿Y ahora qué? —me preguntó Holmes.
—No tengo ni idea —contesté.
—¿Todavía cree que esta es la Casa de la Seda?
—Estoy de acuerdo en que no parece muy probable. —Me di cuenta de lo que significaba lo que él acababa de decir—. ¿Me está diciendo que usted no cree que lo sea?
—Sabía desde el principio que no había ninguna posibilidad de que lo fuera.
Por una vez, no pude esconder mi irritación.
—Tengo que decirle, Holmes, que hay momentos en los que pone a prueba mi paciencia. Si sabía desde el principio que esta no era la Casa de la Seda, entonces a lo mejor puede explicarme por qué estamos aquí.
—Porque se supone que tenemos que estar. Nos invitaron.
—¿El anuncio...?
—Estaba puesto ahí para ser descubierto, Watson. Y se figuraron que me lo daría.
Solo pude sacudir mi cabeza ante tan enigmáticos comentarios, y concluí que, tras su dura experiencia en la prisión de Holloway, Holmes había vuelto a ser como era antes: reservado, arrogante y muy fastidioso. Sin embargo, todavía estaba decidido a demostrarle que se equivocaba. Por supuesto que no podía ser una coincidencia, el nombre del doctor Sedoso en los anuncios y el hecho de que uno de ellos se hubiera encontrado escondido debajo de la cama de Ross. Si se suponía que tenía que ser descubierto, ¿por qué lo habían dejado allí? Miré a mi alrededor, buscando algo que fuera digno de mi atención, pero en el torbellino de actividad, con las trémulas llamas de las antorchas bailando, era casi imposible concentrarse en algo que pudiera ser relevante. Los malabaristas se estaban pasando espadas entre ellos. Hubo otro disparo de rifle y una de las botellas explotó, esparciendo cristales por todo el estante. El mago extendió la mano en el aire y presentó un ramo de flores hechas con seda. La multitud a su alrededor aplaudió.
—Bueno, también podríamos... —empecé.
Pero en ese mismo momento, vi algo y la respiración se atascó en mi garganta. Por supuesto, podía ser una coincidencia. Podía no significar nada. A lo mejor estaba tratando de dar otro sentido a un pequeño detalle solo para justificar nuestra presencia ahí. Pero era la adivina. Estaba sentada en una especie de plataforma elevada enfrente de su caravana, detrás de una mesa en la que se encontraban extendidas sus herramientas de profesión: un mazo de cartas del tarot, una bola de cristal, una pirámide de plata y unas cuantas hojas de papel con extraños diagramas y runas. Había estado mirando hacia donde estaba yo, y cuando nuestros ojos se encontraron, me pareció que alzaba una mano para saludarme, y ahí estaba, atada a su muñeca: una cinta de seda blanca.
Lo primero que pensé fue en avisar a Sherlock Holmes, pero de inmediato decidí que era mejor no hacerlo. Sentía que ya me había ridiculizado lo suficiente para toda la tarde. Y así, sin explicación alguna, me alejé de su lado, paseando como si solo me moviera la curiosidad, y después subí los escalones de la plataforma. La gitana me miró como si no solo hubiera esperado que fuera, sino que lo hubiera previsto. Era una mujer grande y hombruna, con una mandíbula prominente y ojos grises y tristes.
—Me gustaría que me dijera mi futuro —dije.
—Siéntese —contestó. Tenía acento extranjero y una manera de hablar desabrida y hosca. Había un taburete enfrente de ella en ese lugar abarrotado y me senté allí.
—¿Puede ver el futuro? —pregunté.