Read La casa de la seda Online
Authors: Anthony Horowitz
—Tanto el médico como yo le hemos examinado y le aseguro, señor, que está muy afectado. Íbamos a verle ahora.
—En ese caso, les acompaño.
—Debo protestar...
—El señor Holmes es mi prisionero y está sujeto a investigación. Puede protestar todo lo que quiera, pero lo haré a mi manera.
Sonrió con malicia. Hawkins me miró y pude ver que, aunque era un hombre decente, no se atrevía a protestar.
Los tres nos introdujimos en las profundidades de la cárcel. Mi estado mental era tal que puedo recordar pocos detalles, aunque mi impresión en general fue de pesadas losas, de puertas que chirriaban y daban un portazo a medida que se abrían y cerraban tras nosotros, de ventanas con barrotes demasiado pequeñas y situadas demasiado altas como para que tuvieran vistas, y puertas..., tantas puertas, una tras otra, todas iguales, cada una sellando una faceta de la miseria humana. En la cárcel hacía un calor sorprendente, y olía raro, a una mezcla de avena, ropa vieja y jabón. Vimos a unos cuantos celadores montando guardia en varios cruces, pero ningún prisionero, aparte de dos hombres muy viejos que forcejeaban con una cesta de la lavandería.
—Algunos están en el patio haciendo ejercicio; otros, en la rueda de castigo o en el cobertizo de la estopa. —Hawkins había respondido a la pregunta que yo no había formulado—. El día empieza temprano aquí y también se acaba temprano.
—Si Holmes ha sido envenenado, habrá que llevarle a un hospital de inmediato —dije.
—¿Veneno? —Harriman me había oído—. ¿Quién ha dicho nada de veneno?
—El doctor Trevelyan sospecha de una intoxicación alimentaria —contestó Hawkins—. Pero es un buen hombre. Habrá hecho todo lo posible...
Habíamos llegado al final del edificio central, desde el cual las cuatro alas principales se extendían como las aspas de un molino, y nos encontramos en lo que debía de ser el área de esparcimiento, pavimentada con piedra de Yorkshire, con techo alto y una escalera de metal curvada que conducía a una galería que ocupaba la habitación de arriba por completo. Había una red extendida por encima de nuestras cabezas para evitar que pudieran tirarnos algo. Unos cuantos hombres, vestidos con uniformes grises del ejército, estaban ordenando una montaña de ropa infantil que estaba apilada en una mesa frente a ellos.
—Para los niños del hospital de San Emmanuel —dijo Hawkins—. La cosemos aquí.
Atravesamos un pasillo y subimos por una empinada escalera. Ya no tenía ni idea de dónde estaba y no hubiera sido capaz de encontrar el camino que me llevara fuera. Pensé en la llave que todavía llevaba escondida en el libro. Aunque hubiera sido capaz de depositarla en las manos de Holmes, ¿de qué me habría valido? Habría necesitado una docena de llaves y un mapa detallado para poder salir de este lugar.
Había un par de puertas de cristal enfrente de nosotros. Una vez más, hubo que abrirlas, pero dieron paso a una habitación muy sencilla y limpia, sin ventanas pero con tragaluces en el techo y con velas ya encendidas en las dos mesas centrales, pues ya estaba casi oscuro. Había ocho camas, una enfrente de la otra en dos filas de a cuatro, las colchas a cuadros azules y blancos, las fundas de almohada de algodón estampado a rayas. La habitación me recordó enseguida a mi viejo hospital del ejército, donde a menudo había visto a hombres morir con la misma disciplina y falta de quejas que se les había exigido en el campo de batalla. Solo dos de las camas estaban ocupadas. Una tenía dentro a un hombre marchito y calvo cuyos ojos podía ver que ya estaban vislumbrando el siguiente mundo. Una forma encorvada estaba tendida, tiritando, en la otra. Pero era demasiado pequeña como para ser la de Holmes.
Un hombre vestido con una levita vieja y remendada se irguió de donde había estado trabajando y vino a saludarnos. Desde el primer momento pensé que ya le conocía, al igual que —se me ocurre ahora— su nombre también me había sonado familiar. Estaba pálido y demacrado, con patillas rojizas que parecían estar muriéndose en sus mejillas y gruesos anteojos. Diría que acababa de entrar en la cuarentena, pero que todo lo que había pasado en su vida lo lastraba, le daba un temperamento nervioso y agrio y le avejentaba. Sus blancas y finas manos estaban dobladas a la altura de las muñecas. Había estado escribiendo y su pluma se había destintado. Tenía manchas de tinta en el índice y en el pulgar.
—Señor Hawkins —dijo, dirigiéndose al celador—, no tengo nada más de lo que informar, excepto que me temo lo peor.
—Este es el doctor John Watson —dijo Hawkins.
—Doctor Trevelyan —dijo mientras me estrechaba la mano—. Es un placer conocerle, aunque me hubiera gustado que fuera en circunstancias más favorables.
Estaba seguro de que conocía a ese hombre. Pero por la manera en la que hablaba, y por la fuerza de su apretón de manos, estaba dejándome claro que, aunque no nos encontráramos por vez primera, esa era la impresión que deseaba dar.
—¿Es una intoxicación alimentaria? —preguntó Harriman. No se había molestado en presentarse.
—Estoy casi seguro de que una intoxicación de uno u otro tipo es la responsable —contestó el doctor Trevelyan—. Pero cómo fue administrada, eso no puedo decirlo.
—¿Administrada?
—Todos los prisioneros de una misma ala comen de la misma comida, pero solo él ha caído enfermo.
—¿Está sugiriendo juego sucio?
—He dicho lo que he dicho, señor.
—Bien, no me creo ni una sola palabra. Le puedo decir, doctor, que ya me esperaba algo como esto. ¿Dónde está el señor Holmes?
Trevelyan dudó y el celador dio un paso al frente.
—Este es el inspector Harriman, doctor Trevelyan. Está a cargo de su paciente.
—Yo estoy a cargo de mi paciente mientras está en la enfermería —replicó el médico—. Pero no hay razón alguna para que no le vean, aunque debo pedirles que no le molesten. Le he dado un sedante y puede que esté dormido. Está en una habitación lateral. Pensé que era mejor que se mantuviera apartado de otros prisioneros.
—Entonces no perdamos más tiempo.
—¡Rivers! —Trevelyan llamó a un muchacho desgarbado, de hombros caídos, en el que no nos habíamos fijado, que estaba barriendo el suelo en una esquina. Llevaba un uniforme de enfermero en vez de uno de preso—. Las llaves...
—Sí, doctor Trevelyan.
Rivers se inclinó torpemente hacia la mesa, cogió un llavero y lo llevó hasta una puerta abovedada en el otro extremo de la habitación. Parecía que estaba cojo, pues arrastraba una pierna tras él. Era adusto y de aspecto hosco, con el cabello pelirrojo despeinado que le llegaba a los hombros. Se detuvo enfrente de la puerta y, tomándose su tiempo, encajó una llave en la cerradura.
—Rivers es mi camillero —explicó Trevelyan en voz baja—. Es un buen hombre, aunque un tanto simple. Se encarga de la enfermería por las noches.
—¿Se ha comunicado con Holmes? —preguntó Harriman.
—Rivers pocas veces se comunica con nadie, señor Harriman. El mismo Holmes no ha pronunciado palabra desde que le trajeron aquí.
Por fin Rivers giró la llave. Escuché al pestillo moverse mientras se abría el cerrojo. También había dos pasadores en la parte de fuera que tenían que descorrerse antes de que la puerta pudiera ser abierta para revelar una habitación pequeña, casi monástica con las paredes desnudas, una ventana cuadrada, una cama y un retrete.
La cama estaba vacía.
Harriman se abalanzó dentro. Desgarró la colcha. Se arrodilló y miró bajo la cama. No había ningún lugar donde esconderse. Los barrotes de la ventana estaban en su lugar.
—¿Es esto algún tipo de truco? —rugió—. ¿Dónde está? ¿Qué han hecho con él?
Di un paso al frente y miré. No había duda. La celda estaba vacía. Sherlock Holmes había desaparecido.
LA DESAPARICIÓN
Harriman se puso en pie, casi abalanzándose sobre el doctor Trevelyan. Por una vez, su cuidadosamente cultivada
sang froid
le había fallado.
—¿Qué clase de juego es este? —gritó—. ¿Qué se creen que están haciendo?
—No tengo ni idea... —empezó a decir el desventurado doctor.
—Le ruego que se calme, inspector Harriman. —El celador se situó entre los dos hombres para mediar entre ellos, haciéndose cargo de la situación—. ¿Estaba el señor Holmes en esta habitación?
—Sí, señor —contestó Trevelyan.
—¿Y estaba cerrada con llave, como acabo de ver ahora, desde fuera?
—Por supuesto, señor. Es el reglamento de la prisión.
—¿Quién fue el último en verle?
—Sería Rivers. Le llevó una jarra de agua, a petición mía.
—Se la llevé, pero no se la bebió. —El camillero rezongó—. Tampoco dijo nada. Solo se quedó ahí tumbado.
—¿Dormido? —Harriman se acercó al doctor Trevelyan hasta que ambos estuvieron a escasas pulgadas de distancia—. ¿Realmente me está diciendo que estaba enfermo, doctor, o quizás, como he pensado desde el principio, estaba fingiendo, en primer lugar, para que le trajeran aquí, y en segundo, para poder escaparse en el momento que quisiera?
—En cuanto a lo primero, estaba muy enfermo —respondió Trevelyan—. Por lo menos, tenía fiebre alta, las pupilas dilatadas y el sudor se deslizaba por su frente. Se lo puedo asegurar, pues le examiné yo mismo. En cuanto a lo segundo, no ha podido simplemente marcharse de aquí, como usted sugiere. ¡Mire esa puerta, por el amor del cielo! Estaba cerrada por fuera. Solo hay una llave, que jamás ha abandonado mi escritorio. Están los cerrojos, que permanecían echados hasta que Rivers los ha abierto ahora. Incluso, si por medios rocambolescos e inexplicables hubiera abandonado la celda, ¿adónde se cree que habría llegado? Para empezar, habría tenido que cruzar esta sala y he estado sentado aquí toda la tarde. La puerta por la que ustedes, caballeros, han entrado estaba cerrada con llave. Y debe de haber una docena más de pestillos y cerrojos desde aquí hasta la entrada principal. ¿Me va a decir que de alguna manera ha conseguido escabullirse también a través de todas esas puertas?
—Es cierto que escaparse de Holloway sería poco menos que imposible —asintió Hawkins.
—Nadie puede dejar este lugar —masculló Rivers, y pareció que se sonreía ante algún chiste privado— a no ser que se llame Wood. Se ha ido de aquí esta tarde. Aunque no por su propio pie, y no creo que a nadie se le haya ocurrido preguntarle adonde se estaba yendo, ni cuándo pensaba regresar.
—¿Wood? ¿Quién es Wood? —preguntó Harriman.
—Jonathan Wood estaba en la enfermería —contestó Trevelyan—. Y haces mal bromeando sobre ese asunto, Rivers. Murió la pasada noche y se han llevado su ataúd hace menos de una hora.
—¿Un ataúd? ¿Me está diciendo que se han llevado un ataúd cerrado de esta misma habitación? —Podía ver cómo el inspector iba atando cabos, y me di cuenta, al igual que él, de que presentaba la ruta más obvia, y de hecho la única, para que Holmes escapara. Se volvió hacia el camillero—. ¿Estaba el ataúd aquí cuando le llevaste la jarra de agua? —preguntó.
—Puede.
—¿Dejaste a Holmes a solas, aunque fuera por unos segundos?
—No, señor. Ni un segundo. —El asistente arrastró los pies—. Bueno, quizás fui a atender a Collins cuando tuvo el ataque.
—¿Qué está diciendo, Rivers? —gritó Trevelyan.
—Abrí la puerta. Entré. Estaba dormido en la cama. Entonces Collins empezó a toser. Dejé la jarra y corrí hacia él.
—¿Y entonces qué? ¿Volvió a ver a Holmes?
—No, señor. Calmé a Collins. Después volví y cerré la puerta.
Hubo un largo silencio. Todos permanecimos parados, mirándonos fijamente, como esperando para ver quién de nosotros se atrevería a hablar primero.
Lo hizo Harriman.
—¿Dónde está el ataúd? —preguntó.
—Lo habrán llevado afuera —contestó Trevelyan—. Habrá un carromato esperando para llevárselo a los sepultureros de Muswell Hill. —Cogió su abrigo—. Puede que no sea demasiado tarde. Si todavía está allí, podemos pararlo antes de que se vaya.
Nunca olvidaré el recorrido que hicimos a través de la cárcel. Hawkins iba el primero con un furioso Harriman al lado. Trevelyan y Rivers iban después. Fui el último en seguirlos, con el libro y su llave todavía en mi mano. Qué ridículo parecía ahora, pues aunque hubiera sido capaz de entregárselo a mi amigo junto con una escalera y una cuerda, nunca habría sido capaz de salir de este lugar por su cuenta. Nosotros fuimos capaces de salir solo por Hawkins, que hacía una señal a los guardias que nos íbamos encontrando. Los cerrojos eran abiertos, así como las puertas, de par en par, uno tras otro. Nadie se interpuso. Fuimos por un camino diferente al que yo había tomado al principio, porque esta vez, pasamos por una lavandería con hombres sudando en tubos gigantes, y otra habitación llena de calderas y de retorcidos tubos de metal que suministraban la calefacción de la cárcel, para finalizar cruzando un patio con hierba más pequeño y llegar a lo que era claramente una puerta lateral. Fue aquí donde un guardia intentó bloquearnos el paso, pidiéndonos nuestros certificados.
—No sea un condenado bobo —le cortó Harriman—. ¿No reconoce a su propio jefe?
—¡Abra la puerta! —añadió Hawkins—. No podemos perder un solo momento.
El guardia hizo lo que se le ordenaba y los cinco salimos fuera.
Y aun así, mientras atravesábamos la puerta, me encontré reflexionando sobre la cantidad de extrañas casualidades que se habían tenido que dar para que mi amigo se hubiera podido escapar. Había simulado una enfermedad y había conseguido engañar a un licenciado en Medicina. Bueno, eso era fácil. También me había hecho lo mismo a mí. Pero se había conseguido infiltrar en una habitación dentro de la enfermería justo en el momento en que llevaban un ataúd, y además había sido capaz de prever una puerta abierta, un ataque de tos y la torpeza de un camillero retrasado mental. Parecía todo demasiado bueno como para ser verdad. Por supuesto, a mí no me importaba el método. Si Holmes había encontrado una manera milagrosa de salir de este lugar, no habría nada que me hubiera alegrado más. Pero, incluso así, estaba seguro de que había algo raro, que habíamos pasado algo por alto y que, a lo mejor, era justo lo que él pretendía.
Nos terminamos encontrando en una avenida ancha y con surcos, que corría paralela al lateral de la prisión, con el muro elevado a un lado y una fila de árboles al otro. Harriman dejó escapar un grito y señaló. Un carromato esperaba mientras dos hombres cargaban una caja: por su forma y tamaño, era evidentemente un ataúd improvisado. Debo confesar que sentí un cierto alivio cuando lo vi. Hubiera dado cualquier cosa por ver a Sherlock Holmes, para asegurarme de que su enfermedad había sido fingida, y no como resultado de un envenenamiento. Pero, mientras nos apresurábamos, mi breve momento de euforia fue reemplazado por aprensión. Si encontraban a Holmes y le arrestaban, le volverían a meter en la cárcel, y Harriman se aseguraría de que nunca se le diera una segunda oportunidad y de que permaneciera fuera de mi alcance.