Read La casa de la seda Online
Authors: Anthony Horowitz
—Mi cuñada me quiere ver muerta.
—No es la impresión que me dio. ¿Puedo tomarle el pulso?
—Puede tomarme lo que usted quiera. No tengo nada más que dar. Y cuando me haya ido, tenga por cierto lo que le digo: Edmund será el siguiente.
—¡Calla, Eliza! No digas esas cosas —la reprendió su hermano.
Le tomé el pulso, que aleteaba muy rápidamente, pues su cuerpo trataba de luchar contra la enfermedad. Su piel tenía un matiz ligeramente azulado que, junto con los otros síntomas que me habían comentado, me hizo preguntarme si los médicos podían tener razón al sugerir que el cólera era la causa de su enfermedad.
—¿Tiene dolores abdominales? —le pregunté.
—Sí.
—¿Y le duelen las articulaciones?
—Puedo sentir cómo se me pudren los huesos.
—Ya tiene doctores que la atienden. ¿Qué medicinas le han recetado?
—Mi hermana está tomando láudano —dijo Carstairs.
—¿Come?
—¡Es la comida lo que me mata!
—Debería tratar de comer, señorita Carstairs. Pasar hambre solo la debilitará. —Solté su muñeca—. Hay poco más que pueda sugerir. Puede abrir las ventanas un poco para permitir que el aire circule, y la limpieza, por supuesto, es de la mayor importancia.
—Me baño cada día.
—Ayudaría también que se cambiara de ropa y de sábanas cada día. Pero, sobre todo, debe comer. He visitado la cocina y me he asegurado de que su comida está bien preparada. No tiene nada que temer.
—Me están envenenando.
—¡Si te están envenenando, entonces a mí también! —exclamó Carstairs—. ¡Por favor, Eliza! ¿Por qué no abres los ojos?
—Estoy cansada. —La enferma se recostó, cerrando los ojos—. Le agradezco su visita, señor Watson. ¡Abrir las ventanas y cambiar las sábanas! ¡Ya veo que usted debe de estar en la misma cumbre de su profesión!
Carstairs me acompañó fuera y, en verdad, me alegraba irme. Eliza Carstairs se había mostrado grosera y desdeñosa cuando la conocimos, y su enfermedad solo había exagerado esos rasgos suyos. Nos separamos en la puerta principal.
—Gracias por su visita, doctor Watson —dijo—. Entiendo lo que ha llevado a mi querida Catherine a su puerta, y espero con todas mis fuerzas que el señor Holmes sea capaz de salir de las dificultades en las que se ha visto envuelto.
Nos dimos la mano. Estaba a punto de irme cuando lo recordé.
—Solo una cosa, señor Carstairs. ¿Su esposa sabe nadar?
—¿Perdón? ¡Qué pregunta tan sorprendente! ¿Por qué desea saberlo?
—Tengo mis métodos...
—Bien, de hecho, Catherine no puede nadar. Tiene miedo al mar y me ha dicho que no entrará en el agua bajo ninguna circunstancia.
—Gracias, señor Carstairs.
—Que tenga un buen día, doctor Watson.
La puerta se cerró. Había contestado a la pregunta que Holmes me había encargado. Ahora todo lo que necesitaba saber era por qué lo había hecho.
EN LA OSCURIDAD
Una nota de Mycroft me esperaba a la vuelta. Estaría esa tarde temprano en el club Diógenes y le encantaría verme si yo concertaba una cita con él a esas horas. Yo estaba bastante agotado por mi viaje de ida y vuelta a Wimbledon, además de la actividad de los días anteriores... Nunca me fue posible hacer un gran esfuerzo físico sin que volviera el recuerdo de las heridas que me habían infligido en Afganistán. Incluso así, decidí salir una vez más después de un breve descanso, pues era muy consciente del calvario por el que Sherlock Holmes debía de estar pasando mientras que yo disfrutaba de la libertad, y esto superaba con creces cualquier consideración hacia mi bienestar. Mycroft podría no concederme una segunda oportunidad para visitarle, pues era tan caprichoso como corpulento, revoloteando como una sombra especialmente grande por los pasillos del poder. La señora Hudson me había dejado hecho el almuerzo, que me comí antes de quedarme dormido en la silla, y el cielo ya se estaba oscureciendo cuando emprendí la marcha y cogí un coche de alquiler de vuelta a Pall Mall.
Se encontró conmigo una vez más en la Sala de los Extraños, pero esta vez su actitud era más cortante y formal de lo que había sido cuando había estado allí con Holmes. Empezó sin ceremonias:
—Es un asunto feo. Un asunto muy feo. ¿Por qué me pediría mi hermano consejo si no estaba dispuesto a seguirlo?
—Creo que lo que le pidió fue información, no consejo —rectifiqué.
—Está bien. Pero dado que solo le di lo uno y no lo otro, muy bien podría haber escuchado lo que tenía que contarle. Le dije que nada bueno saldría de todo esto, pero así es su carácter, incluso de pequeño. Era impulsivo. Nuestra madre solía decir lo mismo y siempre temió que se metiera en líos. Ay, si hubiera vivido hasta verle convertido en detective... ¡cómo se habría sonreído!
—¿Puede ayudarle?
—Ya conoce la respuesta, doctor Watson, pues se la di la última vez que nos vimos. No hay nada que pueda hacer.
—Así que le verá ahorcado por asesinato.
—No llegará a eso. No puede llegar a eso. Ya estoy trabajando en ello entre bambalinas, y aunque me estoy encontrando con una cantidad sorprendente de confusión e interferencias, es demasiado conocido por demasiada gente influyente como para que esa posibilidad se presente.
—Le retienen en Holloway.
—Eso es lo que sabía. Y también que le están cuidando bien, o por lo menos tan bien como permite ese lugar siniestro.
—¿Qué me puede decir del inspector Harriman?
—Un buen oficial de policía, un hombre íntegro, sin mancha alguna en su expediente.
—¿Y de los otros testigos?
Mycroft cerró los ojos y alzó la cabeza como si catara un buen vino. De esta manera se daba a sí mismo un descanso para pensar.
—Ya sé lo que supone, doctor Watson —dijo finalmente—. Y debe creerme cuando digo que, a pesar de su imprudente conducta, todavía tengo en mente qué es lo mejor para Sherlock, y estoy trabajando para esclarecer lo que ha ocurrido. Ya he investigado, con un considerable gasto personal, los antecedentes tanto del doctor Thomas Ackland como de lord Horace Blackwater, y siento decirle que por ahora no tienen mácula alguna, los dos de buenas familias, los dos solteros, los dos ricos. No van al mismo club. No fueron a la misma escuela. La mayor parte de sus vidas las han pasado a cientos de millas de distancia. Aparte de la coincidencia de que los dos estuvieran en Limehouse esa noche, no hay nada que les una.
—Excepto la Casa de la Seda.
—Exacto.
—Y no me dirá lo que es.
—No se lo diré porque no lo sé. Esta es precisamente la razón por la que advertí a Sherlock de que se mantuviera al margen. Si hay algo, una hermandad o una sociedad en lo más profundo del gobierno, que me estén ocultando y que sea tan secreto que solo con mencionar su nombre se me lleve a ciertas oficinas en Whitehall, entonces mi instinto me dice que debo darme la vuelta y mirar a otro lado, ¡no poner un condenado anuncio en la prensa nacional! Le dije a mi hermano todo lo que podía decirle..., a lo mejor más de lo que hubiera debido.
—Entonces, ¿qué pasará? ¿Permitirá que le lleven a juicio?
—Lo que yo permita o no permita no tiene nada que ver. Me temo que valora en demasía mi influencia. —Mycroft sacó una caja de carey del bolsillo de su chaleco y tomó un pellizco de rapé—. Puedo ser su abogado defensor, ni más ni menos. Puedo hablar en su nombre. Si realmente es necesario, testificaré a su favor. —Le debí parecer decepcionado, pues Mycroft apartó el rapé, se levantó y se me acercó—. No se desanime, doctor Watson —me aconsejó—. Mi hermano es un hombre de considerables recursos e incluso en esta ocasión, su hora más oscura, todavía puede sorprenderle.
—¿Le visitará? —pregunté.
—Creo que no. Tal cosa le avergonzaría y me incomodaría, sin ninguna ventaja a simple vista. Pero debe decirle que me ha consultado y que estoy haciendo lo que puedo.
—No me dejarán verle.
—Vuelva a intentarlo mañana. Al final deberán dejarle entrar. No tienen ninguna razón para no hacerlo. —Me acompañó a la puerta—. Mi hermano es muy afortunado por tenerle como aliado incondicional y, al mismo tiempo, buen cronista —comentó.
—Espero no haber escrito su última aventura.
—Adiós, doctor Watson. Me sentaría muy mal tener que ser descortés con usted, así que le estaría agradecido si no se volviera a comunicar conmigo, excepto, por supuesto, en las circunstancias más graves. Le deseo una buena tarde.
Con gran pesar volví a Baker Street, pues Mycroft había ayudado incluso menos de lo que yo había esperado, y me pregunté a qué circunstancias se podía referir, como si estas no fueran lo suficientemente urgentes. Al menos era posible que hubiera forzado que me permitieran acceder a Holloway, así que el viaje no había sido completamente en vano, pero me dolía la cabeza, el hombro y el brazo me palpitaban, y sabía que estaba cerca de agotar mis fuerzas por completo. Sin embargo, mi día no se había acabado. Mientras salía del coche de alquiler y caminaba hacia la puerta principal que tan bien conocía, encontré que me interrumpía el paso un hombre bajito y robusto, con cabello oscuro y abrigo negro, que surgió ante mí en la calle.
—¿Doctor Watson? —preguntó.
—¿Sí?
Deseaba continuar mi camino, pero el hombrecillo se me había colocado enfrente.
—Me pregunto si le podría pedir, doctor, que viniera conmigo.
—¿Para qué asunto?
—Un asunto concerniente a su amigo, el señor Sherlock Holmes. ¿Qué otro tipo de asunto podría haber?
Le examiné más de cerca y lo que vi no me animó demasiado. Mirándole, habría pensado que era un comerciante, a lo mejor un sastre o incluso un sepulturero, pues había algo casi intencionadamente de luto en su cara. Tenía las cejas gruesas y un bigote que se estaba cayendo sobre su labio superior. También llevaba guantes negros y un bombín negro. De la manera en la que se quedó, de puntillas, me esperé que en cualquier momento sacara una cinta de medir. Pero ¿para qué me iba a tomar las medidas? ¿Para un traje nuevo o para un ataúd?
—¿Qué sabe de Holmes? —pregunté—. ¿Qué información tiene que no me pueda dar aquí?
—No tengo ninguna información, doctor Watson. Solo soy el agente, el humilde recadero, de quien sí la tiene, y esta es la persona que me ha mandado aquí para solicitarle que acuda a su encuentro.
—¿Acudir adonde? ¿De quién se trata?
—Mucho me temo que no tengo libertad para contárselo.
—Entonces lo siento, pero está perdiendo su tiempo. No estoy de humor para salir esta noche de nuevo.
—No lo entiende, señor. El caballero para el cual trabajo no le está invitando. Lo está exigiendo. Y aunque me duela, tengo que reconocer que no está acostumbrado a que se le niegue nada. De hecho, eso sería un error espantoso. ¿Podría pedirle que mirara hacia abajo, señor? ¡Ahí! No se asuste. Es bastante seguro, se lo prometo. Ahora, si fuera tan amable como para venir por aquí...
Había dado un paso atrás de puro asombro, pues, al hacer lo que me había pedido, había visto que empuñaba un revólver, apuntando a mi estómago. Si lo había sacado mientras hablábamos o si lo había estado agarrando todo el tiempo, no podía decirlo, pero fue como si hubiera realizado un desagradable truco de magia y el arma se hubiera materializado súbitamente. De hecho, se sentía cómodo con ella. La persona que nunca ha disparado un revólver lo sostiene de determinada manera, tal y como lo hace el hombre que lo ha usado muchas veces. Podía ver con facilidad a qué categoría pertenecía mi asaltante.
—No se atreverá a dispararme en mitad de la calle —dije.
—Al contrario, doctor Watson, mis órdenes son exactamente esas si me causa la menor dificultad. Pero seamos honestos. No deseo matarle más de lo que usted quiere morir. A lo mejor ayudaría si supiera, y le doy mi palabra de honor, que no pretendemos hacerle daño, aunque supongo que no es lo que parece en estos momentos. Incluso así, más tarde todo le será explicado, y entenderá por qué eran necesarias estas precauciones.
Tenía una manera de hablar fuera de lo común, al mismo tiempo zalamera y muy amenazante. Hizo un gesto con el arma y me fijé en un carruaje negro con dos caballos y un cochero en el pescante. Tenía cuatro ruedas y ventanas de cristal esmerilado, y me pregunté si el hombre que había exigido verme estaba dentro. Me dirigí al landó y abrí la puerta. El interior estaba vacío, pero arreglado de forma elegante y con materiales de buena calidad.
—¿Vamos a ir muy lejos? —pregunté—. Mi casera me espera para cenar.
—Tendrá una cena mejor allá donde vamos. Y cuanto antes se suba, antes podremos ponernos en marcha.
¿Me dispararía de verdad a la entrada de mi propia casa? Creía que sí. Tenía un aire implacable. Al mismo tiempo, si me subía a este carruaje, se me podían llevar y nunca volver a ser visto. ¿Y si suponíamos que me había sido enviado por la misma gente que había asesinado tanto a Ross como a su hermana y que había lidiado tan astutamente con Holmes? Me di cuenta de que las paredes de la calesa estaban tapizadas con seda..., blanca no, sino gris perla. Por otro lado, recordé, el hombre había dicho que venía de parte de alguien con información. Lo mirara por donde lo mirara, parecía que no tenía elección. Me subí. El hombre me siguió y cerró la puerta, y ahí pude comprobar que me había equivocado con respecto a una cuestión. Había asumido que el cristal opaco había sido puesto para evitar que se viera el interior, cuando, obviamente, era para prevenir que pudiera reconocer el exterior.
El hombre se había sentado enfrente de mí e inmediatamente se dio un latigazo a los caballos y nos pusimos en marcha. Todo lo que podía ver era el brillo pasajero de las lámparas de gas, e incluso esas se terminaron una vez que abandonamos la ciudad, viajando, diría yo, hacia el norte. Me habían dejado una manta en el asiento de al lado y me la extendí sobre las rodillas, pues, como todas las demás noches de diciembre, hacía mucho frío. Mi acompañante no dijo nada, y parecía que se había quedado dormido, con la cabeza caída y el arma suelta en el regazo. Pero cuando, después de una hora, me incliné para abrir la ventana, preguntándome si podría ver algo del paisaje que me permitiera adivinar dónde estaba, se irguió de repente y sacudió la cabeza como si reprendiera a un niño revoltoso.
—De verdad, doctor Watson, me esperaba más de usted. Mi señor se ha tomado grandes molestias para que usted no descubriera su dirección. Es un hombre de naturaleza retraída. Le ruego que mantenga las manos quietas y las ventanas cerradas.