Read La casa de la seda Online
Authors: Anthony Horowitz
—¿Qué le hizo pensar que podría encontrar ayuda aquí?
La señora Carstairs se enderezó en la silla. Se enjugó los ojos y, de repente, me di cuenta de la fortaleza de carácter en la que me había fijado cuando nos conocimos.
—No hay mucho cariño entre mi cuñada y yo —dijo—. No voy a fingir otra cosa. Desde el principio, ha pensado que yo era una aventurera sacando las garras para atrapar a su hermano cuando estaba en su momento más bajo, una cazadora de fortunas que solamente planeaba beneficiarse de su riqueza. Olvida el hecho de que vine a este país con bastante dinero de mi propiedad. Olvida que yo fui quien cuidó a Edmund hasta que recuperó la salud a bordo del Catalonia. Su madre y ella me habrían odiado sin importar quién fuera yo, y jamás me dieron una oportunidad. Edmund siempre les había pertenecido, ¿sabe?, el hermano pequeño, el hijo devoto, y nunca pudieron soportar la idea de que encontrara la felicidad con otra persona. Eliza incluso me culpa de la muerte de su madre. ¿Puede creerlo? Lo que fue un trágico accidente doméstico (la llama se apagó en la estufa de gas) se volvió en su mente un suicidio meditado, como si la vieja señora hubiera preferido morir a verme como la nueva señora de la casa. De alguna manera, las dos estaban locas. No me atrevería a decírselo a Edmund, pero es cierto. ¿Por qué nunca pudieron aceptar el hecho de que me ama, y alegrarse por nosotros?
—¿Y esta nueva enfermedad...?
—Eliza cree que está siendo envenenada. Peor que eso, insiste en que yo soy la culpable. No me pregunte cómo ha llegado a esa conclusión. ¡Es una locura, tal y como se lo digo!
—¿Sabe su esposo esto?
—Por supuesto. Me acusó estando con los dos en la misma habitación. ¡Pobre Edmund! Jamás le vi tan confundido. No sabía qué responder, pues si se hubiera puesto de mi parte, quién sabe cómo habría afectado eso al estado de ánimo de su hermana. Estaba avergonzado, pero en cuanto estuvimos a solas se apresuró a pedirme perdón. Eliza está enferma, de eso no hay duda, y la opinión de Edmund es que las alucinaciones forman parte de la enfermedad, y puede que tenga razón. Pero, incluso así, la situación se ha vuelto casi insoportable para mí. Toda su comida se prepara por separado en la cocina, y es llevada directamente a su habitación por Kirby, que se asegura de no quitarle la vista de encima. Edmund incluso comparte el plato con ella. Finge que le está haciendo compañía, pero, por supuesto, no hace más que imitar a esos antiguos catadores romanos. A lo mejor debería mostrarme agradecida. Ha pasado una semana comiendo de todo lo que ella comía y tiene una salud perfecta, mientras que ella se pone cada vez más y más enferma, así que, si le estoy añadiendo belladona a su dieta, es un absoluto misterio la razón de que solo le afecte a ella.
—¿Qué creen los médicos que es la causa de su enfermedad?
—Todos están perplejos. Primero pensaron que era diabetes, después septicemia. Ahora se preparan para lo peor, y le han puesto un tratamiento para el cólera. —Agachó la cabeza y, cuando la volvió a levantar, sus ojos estaban llenos de lágrimas—. Le voy a decir una cosa terrible, doctor Watson. Hay una parte de mí que quiere que muera. Jamás he pensado eso de otro ser humano, ni siquiera de mi primer marido cuando estaba de lo más borracho y violento. Pero algunas veces me encuentro pensando que, si Eliza se muriera, por lo menos a Edmund y a mí nos dejaría en paz. Parece decidida a separarnos.
—¿Le gustaría que fuera con usted a Wimbledon? —pregunté.
—¿Lo haría? —Sus ojos brillaron—. Edmund no quería que fuera a ver a Sherlock Holmes. Tenía dos razones. En lo que a él concierne, sus negocios con su socio se han acabado. El hombre de Boston que le andaba siguiendo está muerto y no hay nada más que se pueda hacer. Y si llevábamos a un detective a casa, le preocupaba que eso convenciera a Eliza de que tenía razón.
—¿Y usted creía...?
—Yo esperaba que el señor Holmes probara mi inocencia.
—Si va a ayudar a que se tranquilice, me complacerá acompañarla —dije—. Le debería advertir de que solo soy un médico de cabecera y que mi experiencia es limitada, pero mi larga colaboración con Sherlock Holmes me ha entrenado la vista para lo que se sale de lo corriente, y puede ser que me fije en algo en lo que sus otros médicos no hayan reparado.
—¿Está seguro, doctor Watson? Le estaría tan agradecida... Todavía me siento algunas veces como una extranjera en este país, y es una bendición tener a alguien de mi parte.
Nos fuimos juntos. No deseaba apartarme de Baker Street, pero podía ver que no iba a ganar nada quedándome ahí sentado. Aunque Lestrade se estaba moviendo en mi nombre, todavía me tenían que dar permiso para visitar a Holmes en Holloway. Mycroft no llegaría al club Diógenes hasta la tarde. Y a pesar de lo que la señora Carstairs había dicho, el misterio del hombre de la gorra estaba lejos de ser resuelto. Sería interesante ver a Edmund Carstairs y a su hermana otra vez, y aunque sabía que era un pobre reemplazo de Holmes, era posible que viera u oyera algo que aclarara un poco lo que estaba sucediendo y acelerara la puesta en libertad de mi amigo.
Carstairs no se mostró muy complacido cuando me presenté en el recibidor de su casa, con sus elegantes obras de arte y el quedo tictac de su reloj. Estaba a punto de marcharse a una comida y estaba impecablemente vestido con una levita, corbata de seda gris y zapatos bien lustrados. Su sombrero de copa y su bastón estaban en una mesa cercana a la puerta.
—¡Doctor Watson! —exclamó. Se volvió a su esposa—. Pensé que habíamos acordado no recurrir a los servicios de Sherlock Holmes.
—Yo no soy Holmes —dije.
—En absoluto. Estaba leyendo en el periódico que el señor Holmes se ha visto envuelto en un episodio de muy mala fama.
—Le ha ocurrido mientras investigaba el asunto que usted le presentó.
—Asunto que ya está zanjado.
—Él no lo cree así.
—Bien, no estoy de acuerdo.
—Vamos, Edmund —interrumpió la señora Carstairs—. El doctor Watson, muy gentilmente, ha recorrido conmigo todo el camino desde Londres. Ha accedido a ver a Eliza y a darnos su opinión profesional.
—A Eliza ya la han visto varios doctores.
—Un dictamen más no puede hacer daño. —Le cogió del brazo—. No tienes ni idea de por lo que he pasado estos últimos días. Por favor, querido, deja que la vea. Puede serle de ayuda, aunque solo sea por tener a alguien más ante el cual quejarse.
Carstairs cedió. Le dio un golpecito en la mano.
—Muy bien. Pero solo será posible en un rato. Mi hermana se ha levantado tarde esta mañana y he oído que se preparaba un baño. Elsie está con ella ahora mismo. Pasarán treinta minutos antes de que esté presentable.
—No me importa esperar —dije—. Pero emplearé ese tiempo, si no le importa, para examinar la cocina. Si su hermana persiste en la idea de que su comida está siendo manipulada, me puede ser de utilidad ver dónde se prepara.
—Por supuesto, doctor Watson. Y perdone la grosería con la que le acabo de recibir. Únicamente le deseo bien al señor Holmes y me alegro de verle a usted. Es solo que esta pesadilla parece no acabar nunca. Primero Boston, después mi pobre madre, el asunto de la pensión, ahora Eliza. Ayer adquirí un gouache de la escuela de Rubens, un bonito bosquejo de Moisés en el Mar Rojo. Pero ahora me pregunto si no me afligen maldiciones tan temibles como las de los faraones.
Bajamos a una cocina grande y espaciosa, tan llena de utensilios de cocina, calderos hirviendo y tablas de cortar que daba la impresión de estar en plena actividad aunque no se hiciera nada. Había tres personas en la habitación. Reconocí a una de ellas. El criado, Kirby, que había sido el primero en recibirnos en Ridgeway Hall, estaba sentado a la mesa, untando mantequilla en el pan de su almuerzo. Una mujer bajita, rellenita y pelirroja estaba al lado del horno, removiendo una sopa, el olor de la cual —carne y verduras— llenaba la cocina. La tercera persona era un muchacho de aspecto ladino, sentado en la esquina, abrillantando sin muchas ganas la cubertería. Aunque Kirby se había puesto en pie en el momento que entramos, me fijé en que el joven se quedó donde estaba, mirándonos de reojo como si fuéramos intrusos sin permiso para molestarlo. Tenía el pelo rubio y largo, una cara ligeramente femenina, y tendría unos dieciocho o diecinueve años. Recordé a Carstairs contándonos a Holmes y a mí que la esposa de Kirby tenía un sobrino, Patrick, que trabajaba en la planta de abajo, y supuse que era él.
Carstairs me presentó.
—Este es el doctor Watson, que está tratando de averiguar la causa de la enfermedad de mi hermana. Puede que tenga algunas preguntas que haceros, y querría que las contestarais tan sinceramente como podáis.
Aunque me había infiltrado en la cocina, no estaba muy seguro de qué decir, pero empecé con la cocinera, que parecía la más accesible de los tres.
—¿Es usted la señora Kirby? —pregunté.
—Sí, señor.
—¿Y usted prepara toda la comida?
—Todo está preparado en esta cocina, señor, por mi marido o por mí. Patrick pela las patatas y me ayuda a lavar los platos, cuando le da por ahí, pero toda la comida pasa por mis manos, y si hay algo envenenado en esta casa, doctor Watson, no lo encontrará aquí. Mi cocina está impecable, señor. La limpiamos con carbonato de calcio una vez al mes. Puede entrar a la despensa si lo desea. Todo está en su lugar y hay mucho aire fresco. Compramos la comida a proveedores cercanos, y nada que no esté fresco cruza esa puerta.
—No es la comida la causa de la enfermedad de la señorita Carstairs, si me disculpa, señor —masculló Kirby mirando al dueño de la casa—. Usted y la señora Carstairs han comido lo mismo y están bien.
—Si quieren saber mi opinión, es algo extraño lo que le ha sucedido a esta casa —dijo la señora Kirby.
—¿Qué quiere decir con eso, Margaret? —preguntó la señora Carstairs.
—No sé, señora. No quiero decir nada en concreto. Pero todos estamos preocupadísimos con lo de la señorita Carstairs, y es como si hubiera algo malo en este lugar, pero, sea lo que sea, tengo la conciencia tranquila, y recogería mis cosas mañana y me iría si alguien sugiriera otra cosa.
—Nadie la está culpando, señora Kirby.
—Pero tiene razón. Hay algo extraño en esta casa. —Era el chico de la cocina, que hablaba por primera vez, y su acento me recordó que Kirby nos había dicho que venía de Irlanda.
—Tu nombre es Patrick, ¿verdad? —pregunté.
—Cierto, señor.
—¿Y de dónde eres?
—De Belfast, señor.
Seguramente era una coincidencia y nada más, pero Rourke y Keelan O'Donaghue también procedían de Belfast.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Patrick? —le interrogué.
—Dos años. Vine aquí antes que la señora Carstairs. —Y el chico se sonrió por alguna broma privada.
No era asunto mío, pero todo su comportamiento —la manera de repantingarse en el taburete e incluso su manera de pronunciar las palabras— me pareció intencionadamente irrespetuoso y me sorprendió que Carstairs le permitiera salirse con la suya. Su esposa era menos tolerante.
—¿Cómo te atreves a hablar de nosotros de esa manera, Patrick? —dijo—. Si estás insinuando algo, entonces dilo. Y si no te sientes feliz aquí, deberías irte.
—Esto me gusta bastante, señora Carstairs, y no diría que hay otro sitio al que quisiera ir.
—¡Tamaña insolencia! Edmund, ¿no le vas a decir nada?
Carstairs dudó; en esa breve pausa se oyó un tintineo, y Kirby miró la fila de campanillas en la pared opuesta.
—Es la señorita Carstairs, señor —dijo.
—Debe de haber acabado su baño —dijo Carstairs—. Podemos subir con ella. A no ser que tenga más preguntas, doctor Watson.
—En absoluto —contesté.
Las pocas que había tenido habían sido inútiles y me desanimé, pues se me ocurrió que si Holmes hubiera estado presente, ya habría resuelto el misterio. ¿Qué habría pensado del criado irlandés y de su relación con el resto de la casa? ¿Y qué habría visto si sus ojos se hubieran paseado por la habitación? «Usted ve, Watson, pero no observa». Me lo había dicho muchas veces y nunca sentí esa afirmación más verdadera. El cuchillo de cocina en la mesa, la sopa borboteando al fuego, un par de gansos colgando de un gancho en la despensa, Kirby bajando la mirada, su esposa de pie con las manos en el delantal, Patrick todavía sonriente... ¿Le habrían dicho algo más de lo que me dijeron a mí? Sin duda. Si le enseñabas a Holmes una gota de agua, deduciría la existencia del Atlántico. Si me la enseñabas a mí, buscaría un grifo. Esa era la diferencia entre nosotros dos.
Subimos las escaleras hasta el ático. Mientras ascendíamos, nos cruzamos con una chica joven, que se apresuraba a bajar con un cuenco y dos toallas. Era Elsie, la criada. Mantuvo la cabeza gacha y no pude ver su cara. Pasó a nuestro lado y desapareció.
Carstairs llamó suavemente a la puerta, y después entró en la habitación de su hermana para ver si consentía en que yo la visitara. Esperé fuera con la señora Carstairs.
—Le dejaré aquí, señor Watson —dijo—. Si entro, solo conseguiré disgustar a mi cuñada. Pero, por favor, hágame saber si hay algo en lo que usted se fije que esté relacionado con su enfermedad.
—Por supuesto.
—Y gracias otra vez por venir. Me siento muy aliviada al tenerle a usted como amigo.
Se escabulló justo cuando la puerta se abría y Carstairs me invitó a pasar. Entré en un dormitorio estrecho, amueblado lujosamente, con pequeñas ventanas en los aleros, las cortinas a medio correr y un fuego ardiendo en la chimenea. Me fijé en que una segunda puerta daba a un cuarto de baño contiguo y que el olor de las sales de baño de lavanda se había quedado en el aire. Eliza Carstairs estaba tendida en la cama, recostada sobre almohadas y arropada con un chal. Pude ver de inmediato que su salud se había deteriorado rápidamente desde mi última visita. Tenía esa mala cara y ese agotamiento que demasiadas veces había observado en mis pacientes más graves, y sus ojos miraban apenados por encima de los riscos afilados en los que se habían convertido sus pómulos. Se había cepillado el pelo, pero todavía no lo tenía arreglado, y se extendía sobre sus hombros. Las manos, descansando en la sábana que tenía delante, podrían haber sido las de un cadáver.
—¡Doctor Watson! —Me saludó y su voz se volvió ronca—. ¿Por qué ha venido a visitarme?
—Su cuñada me pidió que viniera, señorita Carstairs —respondí.