La casa de Riverton (48 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: La casa de Riverton
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Sin embargo, cuando la abro descubro que no está escrita en inglés. Es un conjunto de curvas, líneas y puntos, cuidadosamente dibujados en la página. Al observarlo comprendo que es taquigrafía. Me recuerda los cuadernos que encontraba en Riverton, hace años, cuando ordenaba el cuarto de Hannah. Me ha dejado una nota escrita en un código secreto, que no puedo descifrar.

No me separo de la nota en todo el día. Pero mientras me ocupo de la limpieza, la costura o el zurcido no puedo concentrarme en mis tareas. La mitad de mi mente se pregunta qué dice, tratando de encontrar el modo de saberlo. Busco los libros que me permitirían decodificarla, pero no los encuentro. Tal vez Hannah los dejara en Riverton.

Unos días más tarde, a la hora del té, cuando estoy recogiendo la mesa, Hannah se acerca a mí y me pregunta:

—¿Recibiste mi nota?

Le digo que sí.

—Es nuestro secreto —señala sonriente. Es la primera sonrisa que le he visto en mucho tiempo.

Se me cierra el estómago. Sus palabras confirman que es importante, un secreto. Y que soy la única persona a quien se lo ha confiado. Debo decirle la verdad o encontrar la manera de leerlo. Elijo lo último, por supuesto. Por primera vez en mi vida alguien me escribe una carta en un código secreto.

Días después llega la solución. Saco el ejemplar de
El regreso de Sherlock Holmes
que tengo debajo de la cama y dejo que se abra en el lugar donde hay un señalador. Allí, entre dos de mis cuentos favoritos, está mi lugar secreto. Entre las cartas de Alfred hay un pedazo de papel que he guardado durante un año. Por suerte lo he conservado, no porque me interese el domicilio que tiene escrito, sino porque es su letra. Solía mirarlo, olerlo y revivir el día en que me lo entregó, aunque no lo he hecho durante meses, no desde que él comenzó a escribirme regularmente cartas más afectuosas. Saco el papel con la dirección de Lucy Starling.

No la he visitado hasta ahora. No ha sido necesario. Mi trabajo me mantiene ocupada y en mis escasos ratos libres leo o escribo a Alfred. Por otra parte, hay algo más que me ha impedido ponerme en contacto con ella. Una pequeña llama de celos, ridícula pero poderosa, se encendió cuando Alfred pronunció su nombre de pila de forma tan espontánea aquella tarde en medio de la niebla.

Cuando llego al apartamento me asalta la duda. ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Vivirá aún allí? ¿Debería haberme puesto mi otro vestido, el bueno? Toco el timbre. Me atiende una anciana. Me siento aliviada y desilusionada.

—Lo siento, buscaba a otra persona.

—¿Sí?

—Una antigua amiga.

—¿Cómo se llama?

—Señorita Starling —le digo, aunque no es asunto suyo—. Lucy Starling.

Hago un gesto en señal de despedida y cuando me dispongo a irme, ella dice casi en un murmullo:

—Primer piso, segunda puerta a la izquierda.

Comprendo que la anciana es la casera. Me observa mientras subo la escalera cubierta por una alfombra roja. Aunque no puedo verla, siento sus ojos clavados en mí. Tal vez no sea así. Quizás haya leído demasiadas novelas de misterio.

Avanzo cautelosamente por el pasillo. Está oscuro. La única ventana, en el hueco de la escalera, está cubierta de polvo. Segunda puerta a la izquierda. Golpeo. Se oye un frufrú y sé que ella está allí. Respiro profundamente.

La puerta se abre. Es ella. Tal como la recordaba.

Me mira un instante.

—¿Sí? —pregunta parpadeando—. ¿Nos conocemos?

La casera sigue observando. Ha subido los primeros escalones para no perderme de vista. La miro y rápidamente vuelvo a dirigirme a la señorita Starling.

—Soy Grace, Grace Reeves. Nos conocimos en la mansión Riverton.

Cuando me reconoce su cara se ilumina.

—Grace, por supuesto. ¡Qué gusto verla! —exclama con el tono mesurado que usaba para mantener la distancia con los sirvientes de Riverton. Sonríe, se aparta de la puerta y me indica que pase.

No he pensado qué voy a decir. La idea de visitarla surgió súbitamente.

La señorita Starling me conduce a una pequeña sala, y espera a que yo tome asiento primero.

Me ofrece una taza de té. Me parece descortés no aceptar. Cuando desaparece en lo que presumo es la cocina, recorro con la vista la habitación. Es más luminosa que el pasillo, y advierto que las ventanas, como todo el apartamento, están escrupulosamente limpias. Ella ha logrado que su modesta condición luzca lo mejor posible.

Cuando regresa trae una bandeja cargada con una tetera, un azucarero y dos tazas.

—¡Qué agradable sorpresa! —dice. En su mirada advierto la pregunta que, por cortesía, no se atreve a formular.

—He venido a pedirle un favor —explico.

Ella asiente.

—¿De qué se trata?

—¿Sabe taquigrafía?

—Por supuesto —responde, con cierta preocupación—. Tanto el método Pitman como el Gregg.

Es mi última oportunidad de arrepentirme y partir. Puedo decirle que cometí un error, dejar la taza y dirigirme hacia la puerta. Bajar rápidamente las escaleras, salir a la calle y no regresar jamás. Pero si lo hago nunca lo sabré. Y debo saberlo.

—¿Podría descifrar algo para mí? —me oigo decir—. ¿Contarme qué dice?

—Por supuesto.

Le entrego la nota. Contengo la respiración. Espero haber tomado la decisión correcta.

Sus ojos claros recorren los renglones, con una lentitud atroz. Por fin se aclara la voz.

—Dice: «Gracias por ayudarme en el desafortunado asunto de la película. No sé qué habría hecho sin ti. T. se disgustó mucho al saberlo… como podrás imaginarte. No le he contado todo, por cierto, no le he dicho que estuvimos en ese horrendo lugar. Él no es indulgente con los secretos. Sé que puedo contar contigo, mi incondicional Grace. Eres más una hermana que una doncella».

La señorita Starling me mira.

—¿Tiene esto algún sentido para usted?

Asiento. No puedo pronunciar una palabra. Más una hermana… Una hermana. De pronto estoy al mismo tiempo en dos lugares: aquí, en la modesta sala de Lucy Starling, y muy lejos, en el tiempo y el espacio, en el cuarto de juegos de Riverton, contemplando ansiosamente desde la biblioteca a dos niñas con el mismo cabello y los mismos lazos. Los mismos secretos.

La señorita Starling me devuelve la nota sin hacer más comentarios sobre su contenido. De pronto advierto que las referencias a asuntos desafortunados y secretos pueden haber despertado sus sospechas.

—Es parte de un juego —me apresuro a decir y prosigo, más lentamente, deleitándome con la falsedad—, que jugamos a veces.

—¡Qué divertido! —contesta despreocupadamente la señorita Starling. Como secretaria, está acostumbrada a oír y olvidar las confidencias de los demás.

Terminamos nuestro té conversando sobre Londres y los viejos tiempos en Riverton. Me sorprende oírla decir lo nerviosa que se ponía cuando bajaba al comedor de los sirvientes y que el señor Hamilton le imponía más que el señor Frederick. Ambas reímos cuando le digo que nosotros estábamos tan nerviosos como ella.

—¿Por mí? —pregunta, secándose suavemente los ojos con un pañuelo.

—Era nuestra reacción ante cualquier extraño.

Cuando me pongo de pie para irme, me pide que vuelva a visitarla y prometo hacerlo. Lo digo sinceramente. Me pregunto por qué no lo hice antes. Es una persona agradable y ninguna de las dos tiene amistades en Londres. Me acompaña a la puerta y nos despedimos.

Ya en la puerta diviso algo sobre su escritorio. Me inclino para asegurarme. Es el programa de una función teatral. El nombre me resulta familiar.


¿Princess Ida
? —pregunto.

—Sí. —También ella mira hacia el escritorio—. La vi la semana pasada.

—Oh…

—Disfruté mucho del espectáculo. Si tiene oportunidad, no deje de ir.

—Sí, había planeado hacerlo.

—Ahora que lo pienso, es una verdadera coincidencia que haya venido a visitarme.

—¿Una coincidencia? —Un escalofrío me recorre la piel.

—Jamás adivinará con quién fui al teatro.

Me temo que sí.

—Alfred Steeple. ¿Recuerda a Alfred, de Riverton?

—Sí.

—Fue algo realmente inesperado. Él tenía una entrada de más. Alguien canceló su cita con él a última hora. Dijo que había decidido ir solo y que entonces recordó que yo estaba en Londres. Nos habíamos encontrado unos años antes y él todavía recordaba mi dirección, de modo que fuimos juntos. Habría sido imperdonable desperdiciar una entrada. Sabemos lo que cuestan en esta época.

¿Es mi imaginación o el color rosado que tiñe sus pálidas y pecosas mejillas la hace parecer torpe e infantil pese a tener al menos diez años más que yo?

Logro hacer un gesto de despedida cuando ella cierra la puerta a mis espaldas. A lo lejos suena la bocina de un automóvil.

Alfred, mi Alfred, llevó a otra mujer al teatro. Rió con ella, le pagó la cena y la acompañó a casa.

Comienzo a bajar las escaleras.

Mientras yo lo buscaba por las calles él estaba aquí, pidiéndole a la señorita Starling que lo acompañara en mi lugar, dándole la entrada que estaba destinada a mí.

Me detengo, me apoyo contra la pared. Cierro los ojos y aprieto los puños. No puedo apartar mi mente de esa imagen, la de ambos, del brazo, sonrientes mientras comentaban los sucesos de esa noche. Tal como yo lo había soñado. Es insoportable.

Siento un ruido cercano. Abro los ojos. La casera está al pie de las escaleras; su pálida mano descansa sobre el pasamanos, tras sus gafas sus pequeños ojos me observan. Y en su rostro leo una expresión de inexplicable satisfacción. Por supuesto, estuvo con ella, me indican. ¿Qué podría querer él con alguien como tú si puede tener a alguien como Lucy Starling? No estás en condiciones de aspirar a alguien como él. Deberías haber escuchado a tu madre, haber conservado tu lugar.

Siento ganas de abofetear su rostro cruel.

Bajo rápidamente los escalones que faltan, dejo atrás a la anciana y salgo a la calle.

Juro que no volveré a ver a la señorita Starling.

Hannah y Teddy discuten sobre la guerra. Parece que todos los habitantes de Londres discuten sobre la guerra en estos días. Ha pasado bastante tiempo y aunque el dolor no ha desaparecido, y nunca lo hará, la distancia permite una mirada más crítica.

Hannah está haciendo amapolas con papel de seda rojo y alambre negro, yo la ayudo. Pero mi mente no está concentrada en las flores. Todavía me aflige pensar en Alfred y Lucy Starling. Sigo desconcertada, disgustada, pero sobre todo dolida con él por haber trasladado su afecto con tanta facilidad. Le he escrito otra carta, aún espero su respuesta. Mientras tanto, me siento extrañamente vacía. Por la noche, en la oscuridad de mi habitación, soy presa del llanto. Durante el día es más fácil, me siento en condiciones de dejar a un lado las emociones, ponerme mi máscara de sirviente y tratar de ser tan buena doncella como sea posible. Debo hacerlo, porque sin Alfred, Hannah es todo lo que tengo.

Las amapolas son la nueva causa de Hannah. Según explica, las hace en recuerdo a los campos de amapolas de Flandes mencionadas en el poema de un médico canadiense que fue a la guerra y no sobrevivió. Es el modo en que recordaremos este año a los caídos en la guerra.

Teddy cree que no es necesario, que si bien los muertos hicieron un valioso sacrificio, es hora de mirar hacia adelante.

—No fue un sacrificio —corrige Hannah mientras termina otra amapola—. Fue un desperdicio, sus vidas fueron desperdiciadas. Tanto la de aquellos que murieron como las de los muertos en vida que vemos en las esquinas aferrados a botellas de licor y con aspecto de mendigos.

—Sacrificio, desperdicio, es lo mismo —opina Teddy—. No seas pedante.

Hannah replica que él es un obtuso. Sin mirarlo, agrega que sería bueno que él mismo llevara una amapola. Eso podría contribuir a detener los conflictos en las fábricas.

En los últimos tiempos ha habido numerosas huelgas en las fábricas Luxton. Comenzaron después de que Lloyd George concediera un título nobiliario a Simion por sus servicios durante la guerra. Aparentemente, muchos de sus obreros lucharon o perdieron en ella a padres o hermanos y no tienen en mucha estima el historial de guerra de Simion. No hay demasiado entusiasmo por tipos como Simion o Teddy, de quienes se cree que ganaron dinero a costa de la muerte de otros.

Teddy no responde, o por lo menos no claramente. Murmura algo sobre hombres ingratos, que deberían estar felices por tener un trabajo en una época como ésta, toma una amapola y curva su tallo de alambre negro. Durante un rato permanece en silencio, fingiendo estar absorto en la lectura del periódico. Hannah y yo continuamos enroscando el papel de seda y uniendo los pétalos a los tallos.

Teddy pliega su periódico y lo arroja sobre la mesa que está junto a él. Se pone de pie y se coloca la chaqueta. Anuncia que va al club. Se acerca a Hannah y enreda suavemente la amapola en su cabello. Sugiere que la lleve ella en su lugar, dado que le queda mejor. Teddy se inclina para besarla en la mejilla y luego atraviesa la habitación. Cuando llega a la puerta duda, como si hubiera recordado algo, y regresa.

—Hay un modo seguro de dejar de lado la guerra —sugiere— y es reemplazar las vidas que se perdieron con otras nuevas.

Esta vez le toca a Hannah callarse. Se pone tensa, aunque nadie lo notaría si no estuviera esperando esa reacción. Ella no me mira. Sus dedos se elevan y desprenden del cabello la amapola de Teddy.

Hannah todavía no ha conseguido quedarse embarazada. Nunca me ha hablado de ello y por eso ignoro cómo se siente al respecto. Al principio me preguntaba si utilizaría algún método para evitarlo. Pero no puedo confirmar esa suposición. Tal vez ella sea sencillamente una de esas mujeres poco propensas al embarazo. Las afortunadas, como mi madre solía decir.

En el otoño de 1921 recibo una oferta. Una amiga de Deborah, lady Pemberton-Brown, me acorrala durante un fin de semana en el campo y me ofrece empleo. Comienza alabando mi habilidad para la costura y acto seguido me dice que es difícil encontrar una buena doncella, y que le encantaría que trabajara para ella.

Me siento halagada: es la primera vez que alguien presta atención a mi trabajo. Los Pemberton-Brown viven en Glenfield Hall y son una de las familias más antiguas e importantes de toda Inglaterra. El señor Hamilton contaba historias sobre Glenfield, y como todos los mayordomos, la usaba como referencia para comportarse.

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