Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
Al doblar en Kean Street, Hannah se detuvo frente a una elegante casa de estilo eduardiano. Parecía bastante respetable, pero, como mi madre solía decir, las apariencias pueden ser engañosas. La observé mientras confirmaba la dirección del anuncio y tocaba el timbre. La puerta se abrió rápidamente, y, sin mirar atrás, desapareció de mi vista.
Seguí observando la fachada de la casa, preguntándome a qué piso se dirigía. Al tercero.
Un resplandor de la lámpara que teñía de amarillo los bordes desflecados de las cortinas me lo indicó. Me senté a esperar junto a un hombre tullido que vendía monos de hojalata a los que les daba cuerda mientras subían y bajaban por un pedazo de tela. Le pregunté cuántos había vendido. «Tres», me respondió.
Esperé más de una hora sentada en el escalón de cemento. Cuando Hannah reapareció, mis piernas estaban tan entumecidas que no podía ponerme de pie. Me acurruqué, rogando que no me viera. No lo hizo. No percibía lo que ocurría a su alrededor. De pie en el escalón superior, parecía aturdida. Su expresión era impávida, asombrada incluso, y parecía pegada al suelo. Pensé que la espiritista la había hipnotizado, haciendo oscilar frente a ella uno de esos relojes de bolsillo, como muestran las fotografías. Pensé en gritarle, cuando, de repente, inspiró profundamente, se estremeció y salió velozmente en dirección a casa.
Aquel nebuloso atardecer llegué tarde a mi cita con Alfred. No me retrasé demasiado, pero fue suficiente para que su rostro se mostrara primero preocupado antes de distinguirme, y después dolido.
—Grace…
Nos saludamos torpemente. Ambos tendimos nuestra mano al mismo tiempo para estrechar la del otro y nuestras muñecas chocaron. Entonces, él me tomó por el codo. Sonreí nerviosa, recuperé mi mano y la escondí debajo de la bufanda.
—Lamento haber llegado tarde, Alfred. Estaba cumpliendo con un encargo de la señora.
—¿No sabe que es tu tarde libre?
Alfred me parecía más alto de lo que recordaba. Su cara estaba más arrugada, pero aun así era muy agradable mirarlo.
—Sí, pero…
—Deberías haberle dicho lo que podía hacer con su encargo.
La reacción de Alfred no me sorprendió. Se sentía cada vez más frustrado por tener que trabajar como personal de servicio. En las cartas que me escribía desde Riverton, la distancia dejaba a la vista algo que no había advertido antes: en las descripciones de su vida cotidiana había un dejo de insatisfacción. Y en los últimos tiempos sus preguntas acerca de Londres, sus comentarios sobre Riverton, estaban salpicados con citas de libros y periódicos sobre clases, trabajadores y sindicatos.
—No eres una esclava —me advirtió—. Deberías haberte negado.
—Lo sé. No pensé que… el encargo fue más largo de lo que había previsto.
—Está bien —repuso. Su expresión se suavizó y recuperó su gesto habitual—. No es culpa tuya. Tratemos de aprovechar esta ocasión al máximo, antes de volver al yugo. ¿Hay algún lugar para comer antes de ir al cine?
La felicidad me inundó mientras caminábamos el uno junto al otro. Me sentía adulta y atrevida, paseando por la ciudad con un hombre como Alfred. Descubrí que deseaba que él me tomara del brazo para que la gente nos viera y creyera que estábamos casados.
—Pasé a ver a tu madre —dijo Alfred, interrumpiendo mis pensamientos—, como me pediste.
—Oh, Alfred, gracias. ¿No estaba mal, verdad?
—No especialmente, Grace. —Dudó un instante y miró hacia otro lado—. Pero, para serte sincero, tampoco muy bien. Tiene una tos terrible. Y se queja de dolor de espalda —agregó llevándose las manos a los bolsillos—. Artritis, ¿verdad?
Asentí.
—La atacó repentinamente cuando yo era una niña. Empeoró con mucha rapidez. El invierno es la peor época para ella.
—Una de mis tías está igual. Ha envejecido antes de tiempo. —Alfred meneó la cabeza—. Mala suerte.
Caminamos un trecho en silencio.
—Alfred, mi madre… ¿parece tener lo imprescindible? Carbón y ese tipo de cosas…
—Oh, sí. Eso no es problema. Tiene una buena pila de carbón —aseguró, y se inclinó para tocar mi hombro—, y la señora T. se asegura de mandarle regularmente un buen paquete con dulces.
—Bendita sea —exclamé con los ojos llenos de lágrimas de agradecimiento—. Y tú también, Alfred. Por ir a verla. Sé que ella lo valora, aun cuando no lo diga.
Alfred se encogió de hombros y alegó sinceramente:
—No lo hago para obtener la gratitud de tu madre, Grace. Lo hago por ti.
Una ola de felicidad encendió mis mejillas. Con mi mano enguantada, me toqué un lado de la cara y la apreté suavemente para absorber su calor.
—¿Y cómo están los demás en Saffron? ¿Están bien?
A Alfred le llevó un momento aceptar el cambio de tema.
—Bueno, tan bien como es posible. Me refiero a los de abajo. Con los de arriba ya es otra cosa.
—¿El señor Frederick? En su última carta Myra insinuaba que no estaba del todo bien.
Alfred meneó la cabeza.
—Desde que os marchasteis está muy pesimista. Debes de ocupar un lugar en su corazón —bromeó, y me empujó suavemente con el codo. No pude evitar sonreír.
—Extrañará a Hannah —indiqué.
—No está dispuesto a admitirlo.
—Ella también se siente mal.
Le hablé acerca de las numerosas cartas inconclusas que había encontrado, y que Hannah nunca se atrevió a enviar. Alfred silbó y meneó la cabeza.
—Y luego dicen que debemos aprender de nuestros superiores. Creo que son ellos quienes tendrían que aprender algunas cosas de nosotros.
Seguí caminando, sin dejar de pensar en el malestar del señor Frederick.
—Tal vez si él y Hannah hicieran las paces…
Alfred se encogió de hombros.
—Para serte sincero, no me parece tan simple. Sin duda, él añora a Hannah. Pero no es sólo eso.
Lo miré, esperando que siguiera.
—Se trata también de sus automóviles. Ahora que no tiene su fábrica, parece no tener objetivos —apuntó, entrecerrando los ojos para ver en medio de la niebla—. Lo comprendo muy bien. Un hombre necesita sentirse útil.
—¿Emmeline le brinda algún consuelo?
—En mi opinión, se está convirtiendo en una señorita. Teniendo en cuenta el estado de su padre, ella se encarga de dirigir la casa. A él no parece importarle lo que ella hace. La mayor parte del tiempo, apenas si nota su presencia. —Dio un puntapié a un guijarro y lo siguió con la mirada hasta que rebotó y desapareció en la alcantarilla—. No, ya no es el mismo lugar. No desde que os fuisteis.
Yo estaba disfrutando de sus palabras cuando él hundió aún más las manos en los bolsillos y agregó:
—Oh, hablando de Riverton, jamás adivinarías a quién acabo de ver, hace un rato, mientras te esperaba.
—¿A quién?
—A la señorita Starling, Lucy Starling, la secretaria del señor Frederick.
Sentí una punzada de celos al oírle mencionar su nombre con tanta familiaridad. Lucy, un nombre escurridizo, misterioso, que sonaba a seda.
—¿La señorita Starling? ¿Aquí, en Londres?
—Dice que ahora vive aquí, en un apartamento en Hartley Street, justo a la vuelta de la esquina.
—¿Pero qué está haciendo aquí?
—Trabajar. Después del incendio de la fábrica del señor Frederick tuvo que buscarse otro empleo. Tu jefe, la nueva incorporación de la familia, no quiso conservarla. La lealtad no tiene valor para él. De todos modos, supongo que comprendió que habría muchas más posibilidades de conseguir trabajo en Londres que en Saffron. —Alfred me extendió un pedazo de papel blanco, tibio, con una esquina doblada por haber estado en su bolsillo—. Anoté su dirección, advirtiéndole que te la daría —explicó, y me miró de un modo que me hizo ruborizar otra vez—. Me quedaré más tranquilo sabiendo que tienes una amiga en Londres.
Estoy mareada. Mis pensamientos se mueven de atrás hacia adelante, de adentro hacia fuera, en la marea de la historia.
El centro cívico. Tal vez Sylvia está en ese lugar. Allí tiene que haber té. Las damas de caridad seguramente se han adueñado de la cocina, y están vendiendo pasteles y té aguado con palitos que suplen a las cucharas. Voy hacia el breve tramo de escalones de hormigón, con tanto equilibrio como me es posible.
Doy un paso, calculo mal y el borde de un escalón me lastima el tobillo. Me tambaleo. Alguien me agarra del brazo. Un hombre joven de piel oscura, cabello verde y un aro entre las fosas nasales.
—¿Está bien? —pregunta con voz suave y acento extranjero.
No puedo apartar mis ojos del anillo de su nariz y no puedo encontrar palabras para responderle.
—Está blanca como una pared. ¿Está sola? ¿Hay alguien a quien pueda llamar?
—¡Aquí está! —escucho. Es la voz de una mujer. Alguien a quien conozco—. ¡Paseando por ahí! Creí que la había perdido. —La mujer cloquea como una gallina vieja y apoya los puños cerrados un poco más arriba de la cintura, como si agitara unas alas carnosas—. ¿Qué demonios se proponía hacer?
—La encontré aquí —señala el hombre de pelo verde—. Casi se cae al subir la escalera.
—¿Conque ésas tenemos, niña traviesa? Le doy la espalda un minuto… Si no tiene más cuidado, me dará un ataque al corazón. No sé en qué estaba pensando.
Comienzo a hablarle, pero me detengo. No puedo recordar. Tengo la clara sensación de que buscaba algo, quería algo.
—Venga —ordena la mujer. Con sus dos manos sobre mis hombros me guía hacia la salida—. Anthony quiere conocerla.
La carpa es grande y blanca, tiene una especie de solapa abierta para permitir la entrada. Sobre ésta pende un cartel de tela pintada: Sociedad Histórica de Saffron Green. Sylvia maniobra para introducirme allí. Hace calor y huele a césped recién cortado. En el bastidor del techo han colocado un tubo de luz fluorescente, que emite un zumbido mientras proyecta su anestésico resplandor sobre las mesas y sillas de plástico.
—Allí está él —susurra Sylvia señalando a un hombre de aspecto tan común que lo hace parecer vagamente familiar. Cabello castaño con hebras grises, al igual que el bigote, mejillas rubicundas. Está conversando animadamente con una matrona vestida a la antigua. Sylvia se inclina hacia mí—. Le dije que era buena gente, ¿no?
Tengo calor y me duele el pie. Estoy aturdida. No sé de dónde surge la deliciosa necesidad de ser caprichosa.
—Quiero una taza de té.
Sylvia me mira y disimula rápidamente su asombro.
—Por supuesto, tesoro. Le traeré una, luego tengo algo especial para usted. Venga y siéntese. —Me acomoda en un asiento junto a un mostrador de arpillera y una pared cubierta con fotografías, y desaparece.
La fotografía es un arte cruel, irónico. Prolonga los momentos capturados hacia el futuro. Momentos que tenían derecho a evaporarse en el pasado, que sólo deberían existir en mi recuerdo, para ser vislumbrados a través de la niebla de los hechos posteriores. Las fotografías nos obligan a contemplar a las personas antes de que su destino las abrume, antes de que conozcan su final.
A primera vista son como una espuma de rostros blancos y faldas blancas en un mar sepia, pero al tratar de reconocerlos distingo algunas cosas, mientras las demás se esfuman. Primero, el pabellón de verano que Teddy diseñó y que se construyó cuando ellos se establecieron allí en 1924. La fotografía fue tomada ese año, a juzgar por las personas que están en primer plano. Teddy de pie junto a la escalera sin terminar, apoyado en una de las columnas de mármol blanco de la entrada. Cerca de allí, en una loma cubierta de hierba, hay una manta de picnic. Hannah y Emmeline están sentadas sobre ella, una junto a la otra, como rubios topes de un estante de biblioteca. Ambas con esa mirada lejana. Deborah está en primer plano, con su alta silueta y su postura tan chic, el cabello oscuro cayéndole sobre un ojo. En una mano tiene un cigarrillo. El humo da la impresión de que la foto fue tomada un día nublado. Si la escena no fuera tan reconocible, diría que había una quinta persona, oculta en la niebla. Por supuesto, no es así. No hay fotos de Robbie en Riverton. Sólo estuvo allí dos veces.
En la segunda fotografía no hay personas. Es lo que quedó de Riverton después de que el fuego la destruyera, antes de la segunda guerra. Toda el ala izquierda ha desaparecido, como si una poderosa excavadora hubiera bajado del cielo enterrando el cuarto de los niños, el comedor, el salón, los dormitorios de la familia. Las otras dependencias están calcinadas. Dicen que humeó durante varias semanas y que el olor del hollín se sintió en el pueblo durante meses. No lo presencié. En ese momento la guerra se avecinaba, Ruth había nacido y yo estaba en el umbral de una nueva vida.
Evito contemplar la tercera fotografía, asignarle un lugar en la historia. Puedo identificar fácilmente a los personajes, porque tienen vestidos de fiesta. En aquella época abundaban las fiestas, las personas iban todo el tiempo engalanadas, posando para las fotografías. En ésta, podrían estar saliendo hacia algún lugar, pero no es así. Sé dónde están, y sé lo que sucedió después. Recuerdo bien sus trajes. Recuerdo la sangre, el dibujo que formó al rociar su vestido claro, como si un frasco de tinta roja cayera desde gran altura. Nunca pude borrarlo por completo. Tampoco habría sido muy diferente si lo hubiera logrado. Simplemente, debí haberlo tirado. Ella nunca volvió a mirarlo, jamás volvió a usarlo.
En esta foto ellos no lo saben. Sonríen confiados. Hannah, Teddy y Emmeline sonríen a la cámara. Es «antes». Observo el rostro de Hannah, buscando algún indicio, una premonición. No lo encuentro, por supuesto. A lo sumo, es expectativa lo que veo en sus ojos. Aunque tal vez es producto de mi imaginación pues sé lo que sentía.
Hay alguien detrás de mí. Una mujer. Se inclina para ver la misma fotografía.
—¿No tienen precio, verdad? —indica—. Esos absurdos trajes. Un mundo diferente.
Ella no percibe las sombras que cruzan esos rostros. Sólo están en mi mente y en mis ojos. Sé lo que va a suceder, ese saber se desliza como escarcha por mis piernas.
No es eso. Un líquido frío y pegajoso supura de la herida provocada por el tropezón y se filtra hacia mi zapato.
Alguien me toca el hombro.
—¿Doctora Bradley?
Un hombre se inclina hacia mí. Su rostro sonriente está cerca del mío. Me toma la mano.
—¿Puedo llamarla Grace? Encantado de conocerla. Sylvia me ha hablado mucho de usted, es un verdadero placer.
¿Quién es este hombre que habla tan lentamente, alzando tanto la voz y estrechándome la mano con tanto fervor? ¿Qué le ha dicho Sylvia de mí? ¿Y por qué?