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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (33 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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Se agarró con decisión al entramado, saltó por encima de los pinchos erosionados y se dejó caer de espaldas por el lado de la salvación. Su respiración era pesada cuando volvió a asirse a las rejas para inspeccionar la orilla.

Intentaría salir del río por allí. Una ligera brisa sacudió los árboles. La vegetación parecía densa y le procuraría protección. Allí entraría en calor antes de emprender el último tramo de la fuga.

Sólo un animal se habría percatado del peligro. Bryan estaba tan desprevenido como un anciano que se desploma a causa de un ataque cardíaco cuando una mano lo agarró del brazo.

La sensación de que algo o alguien había emergido de entre los muertos para apoderarse de él no era nada comparado con lo que sintió Bryan al ver la cara medio desleída y feroz de Lankau. Bryan sólo alcanzó a soltar un grito ininteligible. La mano que se había cerrado alrededor de su cuello tiró de él y el agua se cerró sobre su cabeza. Su vida había llegado a su fin. Así lo había querido su contrincante.

En un último y desesperado acto de voluntad, Bryan logró posar el pie en una de las barras transversales de la verja y tomar ímpetu para dar un salto. El hombre de la cara ancha no tenía intención de soltarlo y rugió de dolor cuando sus brazos se quedaron enganchados en la reja que los separaba. Fue la salvación de Bryan.

Los disparos llegaron desde atrás haciendo aullar a Lankau aún más. De pronto enmudeció y se desplomó, y soltó a su presa. Parecía un hombre normal y corriente agarrado como estaba a la reja, viendo cómo Bryan seguía adelante hacia la orilla; mortal y vulnerable. La descarga de tiros se detuvo con la misma rapidez que había empezado.

Los soldados alemanes tenían otras cosas más importantes de las que preocuparse.

Antes de llegar a la orilla, Bryan tuvo que rendirse. Los miembros de su cuerpo ya no le respondían. La corriente no era suficientemente fuerte para sostenerlo de pie. A pesar de que la orilla salvadora se encontraba tan cerca, Bryan tuvo que doblar las piernas. Unos remolinos lo hicieron bailar en el agua. Entonces se hundió.

Más tarde, Bryan recordaría que había empezado a reír. En el preciso instante en que el agua se lo había tragado, sus pies habían chocado con el fondo.

Las últimas brazadas hasta la orilla estuvieron acompañadas por el abrazo fresco del alba. De pronto, el chasquido de las armas portátiles le llegó desde el lado sur. A pesar de la densidad de la vegetación, los claros en la maleza de aquella orilla evidenciaban que los ataques nocturnos también se habían cobrado sus víctimas en aquella margen del río. Bryan se estremeció al ver el uniforme.

El terreno era llano. El soldado norteamericano había sido sorprendido por la repentina y traicionera desaparición de vegetación. Todavía parecía estar sorprendido. Bryan se echó al suelo muy cerca del cadáver y se pegó a él. En aquella postura frotó las manos amoratadas contra la ropa del soldado para que, poco a poco, se fueran desentumeciendo.

Las ropas del soldado le aportarían un calor que lo devolvería a la vida.

Bryan miró a su alrededor. El banco en medio del río estaba muy lejos. Varias gabarras ornaban la punta del islote. Más arriba, en la orilla occidental del río, había otra gabarra amarrada; estaba cargada de abono. El hedor que le llegó le recordó tiempos pasados. Los estampidos lo devolvieron a la realidad, relegando a un segundo plano los momentos de tranquilidad que la visión de la gabarra habían evocado.

El rostro de Lankau no era más que una mancha en medio del río.

CAPÍTULO 28

—¿Podría volverá hablarme de aquel Obergruppenführer? ¿Estaba bajo custodia? ¿Estaba encerrado o realmente estaba loco? ¿Qué sabe de todo eso?

Las puntas de los dedos del oficial de inteligencia al que llamaban Wilkens tenían un color amarillento. Encendió otro cigarrillo. Sin duda, sus colegas le habían prevenido. Bryan Underwood Scott Young no era especialmente comunicativo.

Bryan frunció la nariz cuando el humo le dio en la cara.

—No lo sé, sir. Creo que estaba loco, pero no lo sé. No soy médico.

—Estuvo en aquel hospital durante más de diez meses. Debe de haberse formado una idea de quién estaba loco y quién no.

—¿Eso cree?

Bryan volvió a cerrar los ojos. Estaba cansado. El capitán Wilkens le habla hecho las mismas preguntas una y otra vez; buscaba respuestas sencillas. Volvió a darle una profunda calada al cigarrillo y retuvo el humo en los pulmones un buen rato mientras contemplaba a Bryan con la cabeza gacha. Alzó la mano con la que sostenía el cigarrillo e hizo un movimiento brusco hacia Bryan como queriéndolo ayudar a soltar la lengua. La ceniza aterrizó en el borde de la cama de Bryan.

—¡Pero si ya he declarado en más de una ocasión que el general estaba loco! ¡Al menos, eso creo! —Bryan bajó la mirada al suelo y prosiguió desapasionadamente—: Sí, estoy convencido de que así era, que estaba loco de verdad.

—¿Cómo va todo? —El médico había entrado en la habitación sin que nadie se hubiera dado cuenta—. ¡Progresamos, señor Young, sin duda progresamos!

Bryan se encogió de hombros. Wilkens se echó hacia atrás en el asiento. No dejó que se notara su irritación por aquella interrupción.

—No me gusta hablar; sigo notando la lengua rara.

—Tampoco es tan extraño, ¿no es cierto?

El médico sonrió y con un gesto de la cabeza saludó al capitán, que ya estaba recogiendo sus notas.

Bryan reclinó la cabeza contra la almohada. Desde que los soldados de infantería norteamericanos lo habían recogido, tres semanas atrás, había llegado a aborrecer su lengua materna. Lo habían interrogado incesantemente. Los largos meses de aislamiento idiomático lo habían hecho hipersensible a las preguntas; las respuestas le resultaban tediosas.

Aunque los médicos le habían asegurado que su estancia en el hospital psiquiátrico no le acarrearía daños irreparables, Bryan sabía que no era verdad. Tal vez las cicatrices en el cuerpo se cerrarían, quizá los inexplicables cambios de humor remitirían y el tejido encefálico se restituiría de los tratamientos de choque recibidos, quizá el miedo persistente a perder la vida aflojaría. Sin embargo, la verdadera herida, la sensación de haberle fallado a James, se hacía más profunda cada día que pasaba. Esa herida no podían curarla.

Las noches se hicieron interminables.

Mientras estuvo ingresado en el lazareto norteamericano de Estrasburgo, le llegaron noticias de que el centro de Friburgo había sido reducido a escombros. «En menos de veinte minutos», habían añadido con orgullo. Desde entonces, James había ocupado sus pensamientos día y noche.

Desde que se estrellaron. James y él habían sido declarados desaparecidos. Sus familias habían sido inconsolables durante meses. Lo más difícil sería mirar a los Teasdale a los ojos. Jamás volverían a ver a su hijo, Bryan estaba convencido de ello. Todo lo demás era incierto.

—Ya verá cómo la lengua no le causará problemas. Sólo es cuestión de tiempo y de entrenamiento, ¡Pero si se decidiera a hablar más durante estas sesiones, el proceso de recuperación sin duda se aceleraría! Tiene que obligarse a hablar, señor Young, eso es lo único que puede ayudarlo.

La lluvia había sustituido la escasa nevada, el vaho impedía que el médico pudiera mirar por la ventana. A menudo adoptaba esa postura cuando hablaba, dándole la espalda a Bryan mientras frotaba el cristal de la ventana.

—Lo han propuesto para una medalla al Mérito Militar. Por lo que tengo entendido, piensa negarse a recibirla, ¿es eso cierto?

—Sí.

—¿Es la historia de su compañero, que le sigue rondando por la cabeza?

—Sí.

—Supongo que sabrá que tendrá que colaborar con los oficiales de inteligencia, si quiere volver a ver a su compañero algún día.

Bryan bajó la comisura de los labios.

—En fin. De todos modos, he decidido que permanezca un tiempo más en el hospital. Sus heridas físicas estarán curadas dentro de un par de semanas. Estoy convencido de que los tendones del brazo no están tan dañados como supusimos en un principio. En general, las heridas están sanando, tal como era de esperar. —El médico le dirigió una sonrisa artificiosa y prosiguió—: Pero el alma también tiene derecho a sanar, ¿no es así?

—¡Entonces envíenme a casa!

—Pero así no obtendremos las respuestas a nuestras preguntas, ¿no le parece, señor Young?

—Es posible. —Bryan dirigió la mirada hacia la ventana. Los cristales se habían vuelto a empañar—. Pero yo ya no tengo nada más que contarles; ya les he dicho todo lo que sabía.

Una joven de gran estatura se volvió desde la cama de enfrente, que ocupaba su hermano, gravemente herido. Era una muchacha modesta del país de Gales, de cabellera gruesa y con un postizo en la nuca; inspiraba confianza y le infundía sosiego. Le sonrió con una mueca promisoria.

Unos días después de Año Nuevo empezó a correr el rumor de que Bryan pronto volvería a casa. Se había sentido muy solo durante aquellas Navidades. Las ganas de recuperarse rodeado de sus seres queridos eran cada vez mayores.

La muchacha galesa era la única persona a la que echaría en falta.

Dos semanas más tarde cesaron las preguntas. Bryan ya no guardaba cama. Ya no tenía nada más que contar.

La última visita que le hizo el oficial de inteligencia Wilkens tuvo lugar un martes. La noche anterior le habían comunicado que sería dado de alta al día siguiente, el 16 de enero de 1945, a las 12.00 horas, y que esperaban que se presentase en la base de Gravely el 2 de febrero, a las 14.00 horas. Una vez se hallara en su casa de Canterbury, recibiría instrucciones directamente desde Castle Hill House.

Bryan contestó mecánicamente a las preguntas de aquel interrogatorio. La idea de que tendría que volver a volar le resultaba insufrible. Dudaba de que pudiera soportarlo.

—Nos gustaría asegurarnos una última vez de la posición exacta del lazareto, señor Young.

—¿Por qué? Ya se la he indicado más de diez veces.

Bryan echó un vistazo a su alrededor. El oficial chupaba el cigarrillo tan cerca de las uñas que las náuseas que aquella visión le provocaron lo hicieron salir corriendo al pasillo. Había una actividad inusitada en los pasillos. Empezaba a resultar imposible determinar dónde había mayor número de pacientes, si en las habitaciones o en los pasillos. La escalera ancha llevaba directamente desde el piso hasta la planta inferior, donde las camas se agolpaban, una al lado de la otra, de tal forma que resultaba imposible saber dónde empezaba una y dónde acababa otra.

—¿Por qué queremos saberlo, señor Young?

Wilkens salió al pasillo y siguió la mirada de Bryan sin mostrar demasiado interés.

—Pues porque debemos asegurarnos de que hemos borrado aquel nido de víboras de la faz de la tierra.

—¿Qué quiere decir?

Bryan se dio la vuelta dejándose atrapar por la mirada fría del oficial.

—Pues quiere decir que Friburgo de Brisgovia fue bombardeada ayer por ciento siete B-17. Soltaron 269 toneladas de bombas, lo que a mí, personalmente, no me dice nada, pero que, por lo visto, son muchas. También puedo decirle a este respecto, señor Young, que un par de estas toneladas estaban destinadas a su antiguo lazareto. Por lo que ya no creo que tengamos que temer que esa casa de locos vaya a incubar más carne de cañón para el frente. ¿Qué cree usted?

Si fue o no una reacción consciente, eso no se supo nunca, ni siquiera el mismo Bryan. La joven galesa sólo pudo contarle que en aquel mismo momento Bryan cayó hacia atrás y se precipitó escaleras abajo. Los médicos dijeron que se había roto un hueso por cada peldaño que había tocado en la caída.

En el expediente médico anotaron que había sido un accidente.

S
EGUNDA
P
ARTE
PRÓLOGO 1972

Hacía más de media hora que el flujo de coches transcurría en dirección oeste. El sonido de la radio llegaba nítidamente desde el lavadero. El canturreo de la criada evitaba concienzudamente coincidir con la armonía. Hacía una hora que el calor de la estancia se había hecho insufrible. El sol era despiadado aquel verano.

Volvió a mirarse al espejo.

La mañana había sido tornadiza. Su marido llevaba algún tiempo contemplándola con esa melancolía que ciertos psicólogos interpretan como el preludio de una crisis matrimonial; sin embargo, ella sabía que no era así. La imagen que le devolvía el espejo no mentía: había envejecido.

La yema de un dedo estiró cuidadosamente de la comisura del labio. La piel se dejaba estirar pero el efecto era insatisfactorio y escaso. Volvió a humedecerse los labios y ladeó la cabeza.

Había pasado el tiempo.

Precisamente aquella mañana se había levantado sola. El hombre que había permanecido en la cama se había quedado un buen rato con la mirada fija en los rincones de la habitación. Conocía aquel estado, y los períodos de noches insomnes y pesadillas recurrentes.

También la noche habla sido larga.

Finalmente se decidió a bajar después del desayuno. Se quedó quieto un instante, como si meditara. Sus dulces ojos estaban velados, no acababa de despertarse. La sonrisa surgió quedamente, como pidiendo perdón.

—Debo irme ya —dijo el hombre.

La sala de estar siguió pareciéndole demasiado grande un rato más.

Cuando sonó el teléfono, la mujer lo cogió de mala gana.

—¡Laureen! —dijo llevándose la mano a la nuca, como si se encontrara cara a cara con su cuñada.

Su peinado seguía estando impecable.

CAPÍTULO 29

—No, no puedo decirle cuándo estará aquí el señor Scott. Sí, es cierto que suele llegar antes de las diez.

La secretaria colgó el teléfono y sonrió con indulgencia hacia los dos hombres que llevaban en la oficina desde las 9.29, mirando impacientes al vacío. También ellos habían empezado a consultar el reloj. «Rolex —se dijo la secretaria, paseando la vista por la pernera ancha del hombre más joven—. ¡Petimetre!», pensó para sus adentros.

Por fin, una diminuta bombilla redentora de color rojo se iluminó en el panel del intercomunicador.

—El señor Scott está listo para recibirlos.

Su jefe había aparcado en el sótano de Kennington Road y había optado por tomarla escalera de servicio. Sin duda, el tránsito en Brook Drive volvía a estar imposible.

Scott recibió a sus invitados con una bienvenida extremadamente formal. No los conocía y no les había pedido que fueran a verlo. Como de costumbre, era una semana atareada. El enorme volumen de trabajo daba cuenta, naturalmente, del éxito de su empresa, pero también estaba a punto de hartarlo. Aquella semana no había dormido lo suficiente.

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