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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (35 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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Si Laureen no lograba impedir que Bryan se fuera de viaje, procuraba acompañarlo y terminar lo antes posible, de la mejor manera posible y ordenadamente. Así se habían iniciado muchos de los viajes de negocios de Bryan, y así pretendía ella que volviera a ser esta vez.

Al día siguiente, Laureen le había presentado, fiel al procedimiento habitual y a desgana, los horarios de los vuelos y los billetes. La sorpresa fue mínima cuando Bryan le comunicó que, a pesar de todo, había decidido rechazar la oferta del Comité Olímpico Internacional. No pensaba ir a Munich.

Aquella noche, el sueño fue más agitado de lo que había sido durante años.

CAPÍTULO 30

Ya de buena mañana, Laureen estaba en plena actividad.

Ebria de alegría por haberse librado del viaje, se movía ajetreada por toda la casa, haciendo las mediciones pertinentes para las cortinas que estrenaría en otoño, con motivo de sus bodas de plata. Bryan se había ido a trabajar sin decir nada. Dos horas más tarde volvieron a ponerse en contacto con él. Le hizo un gesto a la señora Shuster, que se apresuró a cerrar la puerta de su despacho sin hacer ruido. La consulta del comité era insólita. Intentaban convencerlo de nuevo.

—Lo siento, pero ahora mismo estamos inmersos en el lanzamiento en toda Europa de un nuevo analgésico de asimilación rápida contra la úlcera gástrica. No tengo más remedio que participar en el diseño de nuestra estrategia de ventas y en la selección de nuestros socios colaboradores.

Así terminó la conversación. En líneas generales, todo era correcto; de hecho, se estaba planificando una nueva campaña de lanzamiento y se necesitaban nuevos agentes. Sin embargo, desde los más tiernos inicios de la empresa, Bryan jamás había tomado parte en las entrevistas a vendedores o distribuidores.

El hecho de que, en este caso, se viera impulsado a hacer una excepción sólo se debía a sus deseos de convertir aquella mentira piadosa en verdad.

De entre cincuenta distribuidores potenciales, el responsable de la logística de la empresa, Ken Fowles, sólo había seleccionado a diez para la ronda de entrevistas. De estos diez saldrían cuatro, que deberían cubrir su propia zona geográfica.

A los ojos de Bryan, todos los posibles distribuidores eran buenos, por lo que se limitó a dejar caer algún comentario esporádico durante las conversaciones.

A pesar de que Fowles, por razones de educación, se veía obligado a reclamar los comentarios de su jefe durante las cortas pausas entre entrevista y entrevista, no cabía la menor duda de que, finalmente, sería él quien tomaría las decisiones definitivas.

El segundo día apareció un candidato de nombre Keith Welles, un señor alegre y ligeramente enfermizo que, a pesar de la seriedad de la situación, se permitió tomarse la entrevista desde un punto de vista humorístico. Llevaba esperando su turno todo el día y era el último candidato. Estaba claro que aquel hombre rubicundo no sería la opción por la que optaría Ken Fowles. Escandinavia y Alemania, Austria y Holanda, que era la zona que cubriría, constituían un mercado demasiado importante para encomendárselo a una persona con la que Ken Fowles no se entendía a la perfección.

—¿Y qué pasó con su antigua zona de ventas? —inquirió Bryan adelantándose a su ayudante.

Welles miró a Bryan fijamente a los ojos. Parecía que hubiera estado esperando a que llegara la pregunta, pero no desde aquella perspectiva.

—Pues un poco de todo. Cuando eres un extranjero afincado en Hamburgo, tus productos tienen que ser mejores que los de los demás. Si no lo son, los alemanes prefieren tratar con un extranjero afincado en Bonn o, mejor todavía, con un alemán afincado en el extranjero. ¡Así es como funciona el sistema siempre!

—¿Y sus productos no eran mejores que los demás?

—¿Mejores? —Welles se encogió de hombros y apartó la mirada de Bryan—. Eran como la mayoría de los productos. En los últimos años, el campo en el que he trabajado ha sido demasiado limitado para abarcar grandes descubrimientos y milagros.

—¿Psicofármacos?

—¡Pues sí! ¡Neurolépticos!

La sonrisa torcida de Welles hizo que Ken Fowles hiciera un gesto de impaciencia.

—Y, además, las modas cambian. Los preparados de cloropromacina han dejado de ser el alfa y omega en el tratamiento de las psicosis. Me dormí. Al final, mi stock era demasiado grande, las cantidades pendientes de cobro, todavía mayores, y las posibilidades de darle salida al producto, prácticamente nulas.

Bryan recordaba el preparado que Welles había mencionado a instancias de Fowles. Conocía muchos nombres distintos del mismo: largactil, prozil. Sin embargo, la denominación común era precisamente cloropromacina. Numerosos pacientes de la Casa del Alfabeto se habían consumido ante sus ojos haciendo de cobayas de un producto muy similar a aquél. Aunque él había evitado tomarlo durante la mayor parte de los diez meses en que estuvo ingresado en el lazareto de las SS, los efectos secundarios de aquel precursor de la droga se habían convertido en una parte de la vida cotidiana de Bryan, incluso tantos años después. Sólo con pensar en aquel producto, Bryan empezaba a sudar, se le secaba la boca
y
se azogaba.

—¡Usted es canadiense, señor Welles! —dijo Bryan en un intento de sobreponerse.

—De Fraserville, a orillas del río Lawrence. ¡Madre alemana, padre inglés, población francófona!

—Un buen punto de partida para una carrera en Europa. Y, sin embargo, no cubre Francia. ¿Por qué?

—¡Demasiadas complicaciones! A mi esposa le gusta verme de vez en cuando, señor Scott. ¡Es más lista que yo!

—¿Y ella es la razón por la que aterrizó en Hamburgo, y no en Bonn?

Fowles no dejaba de echar vistazos a su reloj de pulsera. Intentaba sonreír. La historia de Welles no venía al caso.

—Llegué a Europa con motivo del desembarco en el golfo de Salerno, Italia, en 1943 con el X Ejército británico de McCreery. Por razones obvias, dada mi formación de farmacéutico, fui destinado a las tropas sanitarias, con las que atravesé todo el continente hasta que fui a parar a Alemania.

—¿Y allí estaba ella, esperándolo en la frontera?

Fowles esbozó una sonrisa que una mirada de Bryan hizo desaparecer al instante.

—No, qué va, nos conocimos un año después de la capitulación. ¡Me destinaron al programa de reconstrucción!

Bryan dejó que contara su historia. Una serie de ángulos de incursión que, hasta entonces, había desconocido, se abrieron gracias a aquel relato.

Welles había estado enrolado en el II Ejército británico de Dempsey cuando abrieron el campo de concentración de Bergen-Belsen. Fue ascendido dos veces y testificó en varias ocasiones durante los procesos de Nuremberg acerca de los abusos médicos de los nazis en los campos de concentración. Finalmente, fue destinado a un equipo de expertos, seleccionados por el servicio de inteligencia, para que inspeccionara los hospitales nazis.

Había cientos de lazaretos dispersos por todo el país. La gran mayoría de ellos habían sido abandonados, una vez cumplido su propósito. Algunos habían sido transformados con fines civiles en hospitales y clínicas privadas. Y luego estaban los lazaretos del tipo del manicomio de Hadamar, lugares en los que habían encontrado a los pacientes enterrados en fosas comunes; a los desfigurados, mutilados, repugnantes y dementes.

Habían sido tiempos horribles para el equipo de inspección. Incluso cuando se trataba de pacientes normales y corrientes con lesiones físicas. El concepto que tenían los nazis del ser humano también abarcaba a sus propias filas. No era raro encontrarse con casos en los que la dieta de los hospitales, tan falta de grasas durante los últimos meses de la contienda, hubiera causado daños irreparables en el sistema nervioso de los pacientes. De los muchos que visitaron, sólo un número muy limitado de lazaretos ubicados en el sur de Alemania y en Berlín ofrecía un estándar que podía calificarse de aceptable. Por lo demás, lo que había tenido lugar en aquellos centros era mezquino.

Tras unos meses de registro, los sentimientos de Welles se habían agotado. Al final, dejó de importarle dónde estaba, con quién estaba y qué bebía. Dejó de pensar en volver a casa.

El concepto de «patria» había dejado de tener sentido para él.

El último destino de Welles había sido el hospital de Bad Kreuznach, donde había conocido a una joven enfermera con unas ganas increíbles de vivir y una risa bendita que lo hicieron despertar. Bryan recordaba haber vivido algo parecido.

Se enamoraron y, un par de años después, se mudaron a Hamburgo, donde su mujer tenía familia y donde la gente no veía con tan malos ojos que se hubiera casado con un hombre de las tropas de ocupación.

Allí, Welles había montado una empresa que, durante algunos años, funcionó satisfactoriamente. Tenían tres hijos. En líneas generales, estaba satisfecho con la vida.

Su relato le causó una gran impresión a Bryan.

Cuando Ken Fowles, a última hora de la tarde, le entregó la lista de los agentes seleccionados, el nombre de Welles no estaba entre ellos. Lo había encontrado demasiado inconsistente, demasiado viejo, demasiado jovial, demasiado lento y demasiado canadiense.

Lo único que tenía que hacer Bryan era firmar la denegación.

Tuvo la carta sin firmar sobre la mesa toda la tarde y toda la noche. También fue lo primero que vio a la mañana siguiente.

Nadie podría haber detectado ni la más mínima decepción o sorpresa en la voz de Welles cuando Bryan lo llamó.

—Ya verá como todo irá bien, señor Scott —dijo—. Pero le agradezco que se haya molestado en comunicármelo personalmente.

—Naturalmente, le reembolsaremos los gastos de viaje, señor Welles. Pero ¿sabe? A lo mejor puedo ayudarlo, a pesar de todo. ¿Cuánto tiempo estará aún en el hotel?

—Salgo hacia el aeropuerto dentro de dos horas.

—¿Podríamos vernos antes?

La pensión de Bayswater estaba lejos del nivel de calidad que Bryan ofrecía a sus empleados. A pesar de que la elegante avenida albergaba más pensiones que bancos la City, Keith Welles había conseguido encontrar el alojamiento más mísero de todos ellos. Incluso los escasos peldaños que conducían a la puerta principal evidenciaban, de una manera absolutamente inequívoca, que la época dorada de aquel humilde lugar había pasado hacía ya muchos años,

Welles ya había llenado las copas cuando Bryan llegó. Sentado allí, creyéndose inadvertido, su rostro reflejaba bien a las claras su decepción. Sólo cuando Bryan le dirigió la palabra, volvió a ponerse la máscara del buen humor. Demasiado relajada, demasiado equilibrada.

Era torpe y estaba sin afeitar, pero a Bryan le caía bien y lo necesitaba.

—Le he conseguido un trabajo, señor Welles. Siempre y cuando consiga convencerlos a usted y a su familia de trasladarse a Bonn, el trabajo será suyo a partir de mediados del mes que viene. Será el farmaceuta de habla inglesa de la administración de un proveedor de uno de nuestros proveedores. Usted es precisamente el hombre que la empresa andaba buscando. El contrato incluye una vivienda cerca del Rin, a un par de millas de la ciudad, un sueldo decente y pensión. ¿Le interesa?

Welles conocía la empresa y no se dio cuenta de que la máscara se le había caído, pues estaba evidentemente confundido y asombrado. Normalmente, no solía obtener las cosas tan fácilmente.

—Puede hacer algo por mí a cambio, señor Welles.

—¡Mientras no sea ilegal y no tenga que cantar! —dijo Welles en un tono alegre, y acto seguido frunció el ceño.

—Cuando ayer nos habló de la inspección de hospitales en Alemania después de la guerra, mencionó que había visitado manicomios y, además, que había hecho un viaje de inspección por el sur de Alemania, ¿no es así?

—Sí, en más de una ocasión.

—¿También por la región de Friburgo?

—¿Friburgo de Brisgovia? Sí, di muchas vueltas por toda Badén Württemberg.

—Tengo especial interés en un sanatorio, bueno, más bien un lazareto que había al norte de Friburgo, en el margen de la Selva Negra, a las afueras de un pueblecito llamado Herbolzheim. El hospital sólo albergaba soldados de las SS. También había una sección para los dementes. ¿Le suena?

—Hay muchos sanatorios en Friburgo. ¡También los había entonces!

—Sí, pero éste estaba al norte de Friburgo. Era grande. En las montañas. ¡Todo un hospital de al menos diez alas!

—¿No sabe cómo se llamaba?

—Algunos lo llamaban la Casa del Alfabeto, eso es todo lo que sé. Sólo había soldados de las SS ingresados en aquel lugar.

—Creo, señor Scott, que tendré que decepcionarlo. Se crearon un sinfín de lazaretos durante la guerra. Además, de eso hace ya muchos años. A veces inspeccionaba varios centros de tratamiento al día. Supongo que hace demasiado tiempo; sencillamente, apenas recuerdo ya nada de aquellos tiempos.

—Pero ¿tal vez podría intentarlo?

Bryan se inclinó hacia adelante y lo miró a los ojos. La mirada que encontraron los ojos de Bryan era despierta e inteligente.

—Vuelva a Alemania y hable con su familia. Intente arreglarlo todo en un par de días. Luego se irá a Friburgo a investigar unas cosas por mí, si es necesario, durante un par de semanas. Tiene tiempo de sobra antes de tomar posesión de su cargo. No se preocupe por el dinero, yo me haré cargo generosamente de todos los gastos que pueda tener. ¡Es así como puede corresponderme!

—¿Qué se supone que debo buscar? ¿Quiere que me limite a encontrar el lazareto que ha mencionado?

—No, el lazareto fue destruido a principios de 1945. Busco a un hombre que conocí allí.

—¿En el lazareto?

—Así es. Sí, estuve en aquel lazareto y escapé de allí el 23 de noviembre de 1944. Ya le explicaré más adelante las circunstancias que me llevaron a aquel lugar. Pero aquel hombre se quedó en el hospital y luego perdí su rastro. ¡Quiero saber qué le pasó! Estuvo ingresado con el nombre de Gerhart Peuckert. Procuraré que tenga en sus manos todos los datos necesarios, tales como rango militar y aspecto físico, en un par de días.

—¿Sabe si todavía vive?

—Supongo que habrá muerto. Es probable que se hallara en el lazareto cuando lo bombardearon.

—¿Y las fuentes y archivos de información habituales? ¿Ha investigado todas las posibilidades utilizando esas vías?

—¡Desde luego! ¡Están agotadas!

Aunque en aquella ocasión Bryan no había contado más que lo estrictamente imprescindible, un Keith Welles asombrado aceptó la misión. Tenía tiempo y no podía menos que acceder a ello. Pero a pesar de la detallada descripción que Bryan le había hecho del lugar, de los demás pacientes y del personal, a los que provino de nombres y rostros, Keith Welles no consiguió desvelar en su primer informe la suerte que había corrido Gerhart Peuckert. Habían pasado casi treinta años. La misión era prácticamente imposible, se quejó. No había ningún rastro ni del lazareto ni tampoco de aquel hombre. Además, era muy probable que un hombre que había estado ingresado en un manicomio en los últimos días del Tercer Reich hubiera sido liquidado; el homicidio piadoso era el tratamiento más seguro que dispensaba el Estado a cierto tipo de pacientes.

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