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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (39 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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Mariann Devers se sentó en el apoyabrazos, al lado de Bryan, y cerró la boca. Su jersey estaba agujereado en las axilas. Bryan volvió a notar un desasosiego inexplicable que lentamente se fue apoderando de él. La atmósfera se había vuelto sórdida. La culpa era de la foto que acababa de ver.

Y, además, tenía mala conciencia por haberle impuesto su presencia a la hija de Gisela Devers. Su anfitriona se acomodó el chaleco y se enderezó en la silla.

—¿Estuvo enamorado de mi madre? —preguntó de pronto.

—Es posible.

La joven sentada a su lado se mordió el labio. Bryan tuvo que hacerse la misma pregunta una vez más.

—No lo sé —dijo un rato después—. Su padre estaba muy enfermo. Por aquel entonces, resultaba difícil definir los sentimientos que albergábamos, bajo las circunstancias a las que estuvimos sometidos todos. Pero era muy bella. ¡Podría haberme enamorado de ella, de no haberlo estado ya!

—¿De qué circunstancias estamos hablando?

Mariann Devers no retiró la mirada.

—De hecho, resulta muy difícil de explicar, señorita Devers, pero lo que sí puedo decirle es que eran unas circunstancias fuera de lo normal, puesto que yo me encontraba en el país y estábamos en guerra.

—Es imposible que mi madre pudiera haber estado interesada en usted.

Se rió. Acababa de darse cuenta de lo absurda que resultaba la situación.

—No conozco a nadie que fuera una nazi más convencida que mi madre. Le encantaba toda aquella parafernalia. No creo que pasara ni un solo día sin que soñara con el Tercer Reich. Los uniformes, las marchas militares, los desfiles... Le encantaban, Y usted era inglés. ¿Cómo iba a interesarse por usted? Todo esto me suena muy raro.

—Su madre no sabía que yo era inglés. Estuve ingresado en el lazareto sin que nadie lo supiera.

.—¿Quiere decir que era un espía? ¿O tal vez cayó del cielo disfrazado de Papá Noel?

Mariann Devers volvió a reír. La verdad no parecía interesarle demasiado.

—¿Sabe qué? Es posible que tenga otra fotografía, si tanto la desea. La foto que se hizo cuando obtuve el diploma de bachillerato. Mamá está detrás, pero es una foto mucho mejor que ésta.

Esta vez tuvo que darle la vuelta a la cesta. La foto estaba enmarcada, pero el cristal se había roto. Todavía había pedazos de cristal rotos en el borde del marco y en el fondo de la cesta. Era otra Mariann Devers distinta de la que, en aquel momento, tenía delante. Llevaba el pelo liso y los pantalones de pata de elefante habían sido sustituidos por un vestido blanco que apenas dejaba adivinar que fuera una mujer, pero era una muchacha orgullosa y estaba en el centro de la fotografía de grupo.

Su madre la miraba. Parecía fría y contenida, y estaba desmejorada. Los años habían hecho estragos en ella, incluso vista desde aquella distancia.

Bryan se estremeció. No por el paso inmisericorde del tiempo, ni tampoco por los sufrimientos y las decepciones que escondían los ojos de aquella mujer, sino por el hombre que estaba detrás de ella, con las manos posadas pesadamente sobre sus hombros. Era el hombre cuyo rostro Mariann Devers había rayado en la otra fotografía.

—¿Su marido?

Mariann se dio cuenta de que la mano de Bryan temblaba cuando señaló al hombre en la foto.

—Su marido y su torturador. ¿Verdad que se le nota a ella? No era feliz con aquel hombre.

—¿Y su marido sigue con vida?

—¿Si está vivo? No hay manera de acabar con él. Sí, vive. Como nunca, podría incluso decirse. Es un hombre célebre en la ciudad; esposa nueva, dinero en el banco... ¡Cantidades ingentes, joder!

El pinchazo en el pecho llegó furtivamente. Bryan tragó saliva un par de veces y se olvidó de respirar.

—¿Puedo pedirle un vaso de agua?

—¿Se encuentra mal?

—¡No, no! ¡No me pasa nada!

Aunque Bryan todavía estaba pálido, rechazó la oferta amable de Mariann de quedarse un rato más. Necesitaba aire fresco.

—Y su padrastro, señorita Devers...

Lo ayudó a ponerse el abrigo, pero se detuvo interrumpiendo las palabras de Bryan. . —Le ruego que no lo llame así.

—¿Tomó el nombre de su esposa, o usted simplemente mantuvo el nombre de soltera de su madre?

—Sencillamente, mi madre mantuvo su propio apellido, y él, el suyo, así de fácil. Se llama lo que siempre se ha llamado. ¡Hans Schmidt! ¿A que es original? Herr Director Hans Schmidt, que es como le gusta que lo llamen.

Realmente original. Bryan se sorprendió por el anonimato del nombre. «No resulta normal en un hombre como él», pensó. Tal vez a Mariann le extrañó que le pidiera la dirección, pero se la dio.

La casa no era enorme, aunque de un nivel que exigía un buen criterio al que la viera. No había obviado ni un solo detalle, pero tampoco había realzado ninguno. Una belleza dentro de las exigencias de una arquitectura discreta. Unos materiales que revelaban un gusto exquisito, sentido de la calidad y recursos económicos. Un palacete que se confundía entre los demás, en una calle menor de palacetes. Una pequeña placa de latón anunciaba al propietario de la casa. «Hans Schmidt», rezaba. «¡Mentiroso!», pensó Bryan, a la vez que le venían ganas de rayar las letras grabadas de la placa. Se estremeció al pensar que aquel hombre, cuya vida estaba enmarcada en aquella placa, se había apoderado de su amor platónico de la juventud, la bella Gisela Devers, y había destrozado su vida.

Todavía había una luz encendida en el primer piso, en la esquina oriental de la casa. Una sombra se dibujaba a través de la cortina, con tanta sutileza, que podría haberse tratado de la impresión momentánea de una brisa capturada por la tela. Pero también podía ser la silueta del torturador de Gisela Devers. La silueta del pasado, el caudillo de la realidad. El cerdo y hombre de negocios Hans Schmidt, alias el cerdo Obersturmbannführer Wilfried Kröner, el hombre del rostro picado.

A la mañana siguiente, la actividad en aquel barrio no tardó en calmarse. Desde los primeros rayos de luz del día, Bryan había estado observando a los hombres de negocios que marchaban por la calle y se introducían en sus BMW y sus Mercedes. Bryan conocía de sobra aquel espectáculo. Sólo dos detalles importantes separaban aquella escena de la inglesa: las marcas de los coches y las esposas. En Inglaterra, las mujeres también se despedían de sus maridos, pero, en Canterbury, una mujer de clase alta preferiría perder su estupenda caja fuerte antes que mostrarse de la misma guisa que las mujeres de Friburgo. Laureen siempre iba vestida impecablemente cuando cruzaba el umbral de la puerta. Aquí, la escena era la misma en todas y cada una de las puertas principales; sin perjuicio del tamaño de la casa y del precio del traje del marido, todas las mujeres aparecían en la puerta enfundadas en una bata y con rulos en el pelo.

Sin embargo, en la casa de Kröner no pasó nada.

Bryan no dejaba de pensar en que debería haber estado mejor preparado. Tal vez incluso armado. El enfrentamiento con el esbirro más astuto del pasado volvía a invocar toda la agresividad acumulada de la juventud. Todos los abusos de Kröner volvieron a aparecer nítidamente en su retina. El rostro contraído de la venganza le susurraba palabras como armas, violencia y venganza y más venganza. Y en otro lugar de su mente fueron tomando forma otras imágenes: destellos de James, momentos de esperanza, tensiones que exhortaban a la prudencia.

Finalmente, hacia las diez de la mañana, ocurrió algo detrás de las sombras de las marquesinas. Una señora de edad avanzada salió al jardín y empezó a sacudir una manta.

Bryan salió de su escondite y se fue directamente hacia ella.

La mujer pareció asustarse cuando Bryan se dirigió a ella en inglés. Sacudió la cabeza y quiso irse apresuradamente. Bryan se desabrochó el abrigo y se abanicó el rostro con la mano sin dejar de sonreír. El sol ya había empezado a calentar, hacía demasiado calor para llevar aquel abrigo. Al menos eso sí que lo entendió. La mujer volvió a mirarlo y sacudió la cabeza de nuevo, esta vez, de una manera conciliadora.


I speak no English, ¡eider nicht!

La mujer volvió a sacudir la cabeza. Un repentino arrebato

se apoderó de ella y empezó a soltar un chorro de vocablos alemanes e ingleses. No estaban en casa, ni la señora ni el señor, eso fue lo que pudo entender Bryan. Pero volverían. ¡Más tarde!

¡Tal vez ese mismo día!

CAPÍTULO 33

Aquella misma mañana, Bridget había estado imposible.

—Estás menopáusica, querida —intentó decirle Laureen con la mayor delicadeza posible, para que su cuñada se avéngase a afrontar la realidad.

Ella tenía otras cosas en que pensar.

Los días en Canterbury, sin Bryan, habían sido críticos. No porque su ausencia, en sí, fuera insufrible; el hogar era su dominio y nada que le supusiera un esfuerzo desmesurado. Era Bridget la que tornaba la ausencia palpable. Bryan sólo tenía que mirar a la esposa de su cuñado una única vez y la cuñada se replegaba, adoptando una actitud recatada. Pero sin ese freno la esposa del hermano mayor de Laureen se volvía sencillamente insoportable.

—¡Tu miserable hermano es un pusilánime! —era capaz de decir inopinadamente, golpeando el borde del plato con el tenedor. Mientras Bridget estuviera de visita, Laureen sólo permitiría que se utilizara el servicio corriente.

—¡Tranquilízate!

Laureen no solía tener tiempo de añadir nada más, pues la cuñada siempre acababa rompiendo a llorar, sudaba, se le hinchaba la cara y no paraba de hablar. De todos modos, era difícil que sus lamentos por la infidelidad del marido y el malestar por los cambios que experimentaba su cuerpo no hicieran mella en Laureen.

—¡Ya verás, ya! —lloraba—. También puede pasarte a ti algún día.

Laureen asintió sin darle demasiada importancia a sus palabras.

Bryan y Laureen no eran tan exóticos, ambos lo sabían. Las ansias porque se obrara un cambio en sus vidas no formaban parte del día a día.

Sin embargo, la intuición le decía que algo iba mal.

A lo largo de los años, Laureen había aprendido que el primer paso que había que dar en cualquier proyecto de negocio era la recopilación de información sobre el mercado, la competencia, posibles socios, costes y necesidades. Ése también era el caso del asunto privado que ella y Bryan compartían.

Creía conocer las necesidades. Tendría que averiguar el resto con artimañas.

La secretaria de Bryan miró sorprendida a Laureen cuando ésta pasó por su lado y desapareció en el interior del edificio, en dirección al despacho de Ken Fowles. Hasta aquel día, la señora Scott jamás había visitado las oficinas de Lamberth en ausencia de su esposo.

—Por lo que sé, el señor Scott no tiene nada que hacer en Friburgo, señora Scott.

Ken Fowles la miró detenidamente y prosiguió:

—¿Qué le ha hecho pensar eso? Lo llamé el lunes, y seguía en Munich.

—¿Y desde entonces? ¿Cuándo hablaste con él por última vez, Ken?

—Bueno, desde entonces no he tenido necesidad de ponerme en contacto con él.

—¿Y quién es nuestro socio colaborador en Alemania? ¿Puedes decírmelo?

La pregunta hizo que Ken Fowles ladeara la cabeza. No entendía el repentino interés y el tono extrañamente amistoso de la esposa de su jefe.

—Es que no tenemos ningún socio en Alemania. Quiero decir... Todavía no. Porque sólo hace un par de semanas que iniciamos las negociaciones sobre el nuevo producto contra la úlcera de estómago. Hace unos días contratamos a un vendedor que se encargará de desarrollar la red de distribuidores en el norte de Europa.

—¿Y quién ha sido el afortunado?

—Pues Peter Manner, de Gesellschaft Heinz W. Binken & Hreumann, pero todavía no se han establecido en Alemania.

—¿Por qué?

—Sí, ¿por qué? Porque Binken & Breumann es una sociedad de Licchtenstein, y Peter Manner es tan inglés como usted o como yo, y ahora mismo se encuentra en Portsmouth.

—He venido a arreglarle un par de cosas a Bryan, Lizzie —dijo Laureen y volvió a pasar por el lado de la señora Shuster.

El aire en el despacho de Bryan era pesado y dulzón. El escritorio de Bryan era su archivo, y éste era muy extenso. Cada uno de los montones representaba un éxito. En ciertos montones aguardaba la investigación de toda una vida, lista para ser revelada. Era la mejor central de selección de equipos de investigación y de laboratorios. La señora Shuster la observaba con una mirada desaprobadora desde el antedespacho, medio echada sobre la mesa, en una postura de lo más incómoda.

Todos los cajones estaban cerrados con llave. Laureen no tenía por qué preocuparse de ellos. Ninguno de los montones contenía información acerca de Friburgo, y aún menos de Alemania. Desde las paredes, el conservadurismo de Bryan brillaba sobre los pesados muebles de su propietario. Ni siquiera había permitido que un calendario perturbara la elegancia de la sala. Muy pocos cuadros, ninguno que tuviera menos de doscientos años, unas cuantas lámparas de latón para iluminarlos y nada más. Ningún tablón de anuncios, ningún tablón donde anotar las reuniones, ninguna nota. Tan sólo un pequeño artefacto perturbaba aquel ambiente algo anticuado de jefe laborioso: un pequeño pincho, un clavo diminuto en el que clavar facturas impagadas; una pequeña herramienta asesina del calibre que Laureen le había prohibido a Bryan tener en el escritorio de casa despuntaba entre tres teléfonos con unas cuantas notas asaeteadas.

Laureen sabía que se trataba del banco de ideas de Bryan. Una idea suelta, la repentina obra maestra de un empleado avispado, una visión, todas eran anotadas inmediatamente en una hoja de papel con una letra esmerada y, luego, Bryan las enganchaba en el clavo. Por lo que veía, ahora mismo no parecía haber gran cosa sobre la que construir el futuro. Sólo había cinco notas, pero la última despertó su curiosidad: «Keith Welles. Transferir dos mil libras al Commerzbank de Hamburgo», había escrito Bryan apresuradamente. Laureen se quedó mirándola un rato y luego salió al antedespacho.

—Oh, Lizzie, ¿serías tan amable de explicarme de qué se trata?

Laureen depositó la nota delante de la secretaria, que entornó los ojos y miró de soslayo la nota arrugada.

—Es la letra del señor Scott.

—Sí, eso ya lo sé, Lizzie, pero ¿qué significa?

—Que le ha hecho una transferencia de dos mil libras a Keith Welles, supongo.

—¿Quién es ese tal Keith Welles, Lizzie?

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