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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (40 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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—Creo que sería mejor que se lo preguntara a Ken Fowles, pero se acaba de ir.

—Entonces tendrás que esforzarte, estimada Lizzie. Cuéntame lo que sabes.

—Pero si sólo era uno entre tantos otros. Creo recordar que fue el último entre los solicitantes que el señor Scott y el señor Fowles entrevistaron hace más o menos un mes. Deje que consulte la agenda del señor Scott.

La señora Shuster tenía la mala costumbre de canturrear cuando se le encargaba cualquier tarea. Laureen no entendía cómo Bryan podía soportarlo, pero él ni siquiera lo oía, decía. «Sorprendente, teniendo en cuenta su escaso sentido del ritmo», pensó Laureen mientras sopesaba las demás virtudes de la secretaria.

—Sí, aquí lo tenemos. Semana 33. Efectivamente, el señor Welles fue el último de los entrevistados,

—¿Y cuál era el propósito de la entrevista?

—Encontrar nuevos representantes para la comercialización del nuevo producto. Pero no seleccionaron a Keith Welles.

—¿Por qué, entonces, había que darle dos mil libras?

—No lo sé. ¿Tal vez para cubrir los gastos de desplazamiento? Tomó un avión desde Alemania y pasó la noche en un hotel.

Lizzie Shuster no estaba acostumbrada a que la sometieran a ese tipo de interrogatorios. El bombardeo de preguntas la ponía nerviosa. Desde el primer día de trabajo, hacía ya más de siete años, su relación con Laureen había sido fría. Incluso en aquellos cortos espacios de tiempo en los que sólo tenía que pasar la llamada de Laureen, la línea telefónica se helaba. Hasta entonces, Laureen nunca se había molestado en sonreírle. Cuando finalmente la premió con una sonrisa, ésta resultó exageradamente amable.

—Oh, Lizzie. ¿Serías tan amable de darme el teléfono de Keith Welles?

—¿El número de teléfono de Keith Welles? No sé... Supongo que puedo buscarlo. ¿Pero no sería mejor que llamara a su esposo en Munich y se lo pidiera a él?

Laureen volvió a sonreír, pero en la profundidad de sus ojos apareció la mirada «soy-la-esposa-del-jefe», capaz incluso de poner en posición de firmes al mismísimo Ken Fowles.

Laureen no le dio las gracias a la señora Shuster por las molestias que le había causado cuando dobló la nota y abandonó el despacho sin volverse.

La hija de Keith Welles hablaba mejor el inglés que la señora cansada que había cogido el teléfono. La chica era espabilada. No, su padre no estaba en casa. Estaba en Munich, y parecía ser que ya ni siquiera estaba allí, o a lo mejor estaba a punto de abandonar la ciudad. No lo sabía con certeza. Aunque el teléfono no dejaba de emitir pitidos indicando la aplicación de la tasa internacional. Laureen esperó pacientemente a que la chica volviera con el número de teléfono del hotel en el que se hospedaba Welles.

Dos minutos más tarde, Laureen le había hecho la misma pregunta al recepcionista del hotel. Lo sentía mucho. Desgraciadamente, el señor Welles acababa de abandonar el mostrador. Desde allí podía ver el taxi en la puerta. Ahora se alejaba.

—Tengo un pequeño problema —le dijo Laureen—, tal vez usted pueda ayudarme. Keith Welles tiene el teléfono de mi esposo en Friburgo. Estoy segura de que ha llamado a mi esposo más de una vez desde su hotel. Mi marido se llama Bryan Underwood Scott. ¿Puede ayudarme? ¿No tendrá, por casualidad, un listado de las llamadas que se han hecho desde el hotel?

—¡Tenemos teléfonos de línea directa, señora! No llevamos el control de las llamadas. Pero es posible que el barman sepa algo. Me parece que el señor Welles habló con él en varias ocasiones. Nuestro barman también es canadiense, ¿sabe? Un momento, señora, que se lo pregunto.

Un zumbido de voces apenas audibles se introdujo en el oído de Laureen. Las voces se vieron interrumpidas más de una vez por un tintineo metálico y unos cortos avisos. Seguramente significaba que acababan de llegar nuevos huéspedes al hotel. El silencio sólo se vio interrumpido por el insistente tictac de la línea durante los siguientes dos o tres minutos. Bridget esperaba a su lado con el abrigo puesto, dándole golpecitos a su reloj de pulsera. Se oyó el claxon del taxi que esperaba en la calle.

Laureen le hizo un gesto impaciente con la mano que tenía libre e intentó concentrarse en lo que le estaban diciendo por teléfono.

—Muchísimas gracias, ha sido usted muy amable —dijo, sonriente.

Cuando, unas horas más tarde, el taxista dejó su equipaje en la acera delante del hotel Colombi de Rotteckring, un barrio exclusivo de Friburgo, Bridget se quedó boquiabierta contemplando la fachada blanca y las ventanas panorámicas. Luego se volvió y miró hacia el parque ajardinado. Las fatigas de la llegada al euroaeropuerto de Basilea-Mulhouse-Friburgo, desde donde habían tomado un bus directamente a la estación de trenes de Friburgo, donde finalmente les confirmaron la reserva de su hotel, habían quedado atrás. Se inclinó tranquilamente sobre una de las numerosas jardineras que el hotel había dispuesto en la entrada y pasó un dedo por el borde de la caja para, acto seguido, examinar la punta de su dedo. Una sencilla mujer galesa había entrado en acción.

—¿Crees que tendrán minas de carbón en la ciudad, Laureen? —exclamó.

CAPÍTULO 34

Por cada bocanada de aire que Bryan, apostado delante de la casa de Kröner, inspiró aquella mañana, exhaló un flujo de ira, contenida durante tantos años. En ciertos momentos, cuando el ruido de un motor anunciaba la aparición de un nuevo coche, sintió unas ansias irrefrenables de abalanzarse sobre sus ocupantes, como si fuera un animal salvaje. Sin embargo, nunca eran los pasajeros que esperaba ver llegar. En otros momentos, presa del pánico, temía por que fuera descubierto por el ama de llaves de los Kröner.

La casa parecía estar muerta.

La amargura que le produjo saber que el hombre del rostro picado de viruela había conseguido llevar una vida despreocupada y cómoda durante todos aquellos años provocó una larga concatenación de pensamientos siniestros. «Lo arruinaré —pensó Bryan—. Se lo quitaré todo: su casa, su mujer, su ama de llaves y su nombre falso. Lo castigaré, seré su azote, hasta que me ruegue de rodillas que pare. Pagará por todos sus crímenes. Deseará no haber hecho nunca lo que hizo.

«Pero antes que nada tendrá que decirme dónde está James.»

El coche se acercó silenciosamente. Bryan no detectó ni el más mínimo movimiento detrás de los cristales ahumados. Apenas un segundo después se detuvo delante de la puerta principal de la casa. Salieron tres hombres que reían y parlamentaban mientras se subían los pantalones y se ajustaban los trajes. Bryan no pudo ver sus caras, pero oyó la voz de Kröner. Cortés, profunda, fuerte y obsequiosa, ahora como en el pasado; autoritaria, masculina, espeluznantemente reconocible.

Bryan se concedió dos horas más. Si por entonces Kröner aún no había salido a la calle, se acercaría y llamaría a la puerta.

No fue necesario.

Apareció un segundo coche; era algo más pequeño que el de Kröner. Después de unos titubeos previos, apareció una carita detrás de una de las ventanas. El niño tenía un pelo casi blanco. Sus piernas cortas pisaron la grava con cuidado. Detrás de él apareció una mujer joven y esbelta, cargada con varias bolsas de la compra. El niño se rió cuando su madre lo empujó suavemente con la rodilla. Las risas del vestíbulo se oyeron en toda la calle.

Transcurridos unos minutos, los hombres que habían llegado primero abandonaron la casa y se quedaron un rato delante de ella despidiéndose de la mujer, que había vuelto a salir con el niño de la mano.

Kröner fue el último en salir. Tomó al niño en sus brazos y lo abrazó. El niño se apretujó contra su pecho, como si fuera un mono. Bryan jadeó al contemplar las' caricias que se dispensaban padre e hijo. Entonces Kröner besó a la joven de un modo que era todo menos paternal y se puso el sombrero.

Antes de que Bryan alcanzara a comprender lo que acababa de ver, los hombres se alejaron en el Audi de Kröner, Todo había sucedido de una forma tan repentina que Bryan no había tenido tiempo de considerar lo que haría en una situación así. La larga espera lo había agarrotado. El Audi ya había alcanzado el final de la calle cuando Bryan finalmente pudo subir al Jaguar.

Y por entonces, ya fue tarde.

Tuvo que dejarlos escapar en el primer semáforo. Un peatón lo amenazó desde la acera cuando hizo patinar las ruedas y las palomas levantaron asustadas el vuelo entre los puestos de los comerciantes. La mayoría de las calles estaban muy transitadas, la semana laboral estaba llegando a su fin. Muchas familias se preparaban para el fin de semana.

Estuvo dando vueltas por el barrio sin rumbo fijo y, media hora más tarde, vislumbró el coche de milagro.

Estaba aparcado. Apenas cinco metros lo separaban del otro lado de la calle. Kröner y uno de los hombres del pequeño grupo de la mañana habían vuelto al coche y hablaban cordialmente en mitad de la acera.

Muchos de los transeúntes sonrieron a Kröner, que les devolvió el saludo llevándose la mano al sombrero. Era evidente que era un hombre apreciado y respetado por sus conciudadanos.

El acompañante de Kröner era el prototipo de hombre educado que generalmente acaba ocupando un cargo superior en la administración estatal o municipal. Era un hombre más atractivo que Kröner, pero era Kröner quien destacaba, a pesar de su rostro picado y su sonrisa exageradamente jovial. Era una persona vital y muy consciente de serlo. Mientras estuvieron en el lazareto, Bryan no había conseguido determinar su edad. Ahora resultaba más fácil; tenía menos de sesenta años, pero parecía un hombre de cincuenta.

Todavía le quedaban muchos años buenos.

De pronto, sin que Bryan tuviera tiempo de bajar la cabeza, Kröner volvió la vista hacia él. Kröner abrió los brazos y entrechocó las manos con entusiasmo. Luego posó la mano sobre el hombro de su acompañante y señaló el objeto de sus aspavientos. Bryan se apretujó contra el asiento en un intento de que el marco de la ventanilla tapara su rostro.

El objeto del amor de Kröner era el Jaguar de Bryan. Parecía dispuesto a acercarse al coche en cuanto surgiera una pequeña interrupción en el tráfico denso. Bryan echó un vistazo nervioso por encima del hombro. En cuanto el flujo de coches disminuyó, Bryan dirigió el Jaguar a la calzada y desapareció. En el espejo retrovisor vio a los dos hombres en medio de la calle, sacudiendo la cabeza.

En la Bertoldstrasse vio el Volkswagen. Daba muestras de haber sido decorado anteriormente con toda la paleta psicodélica; los viejos motivos todavía se entreveían. Ahora estaba bastante negro. Lo habían repintado a toda pastilla; el esmalte no brillaba.

El mensaje en la ventanilla trasera no daba lugar a dudas. Un precio asequible y un número de teléfono muy largo. Estaba aparcado delante de un edificio bajo de color amarillo y de tejado plano. «Roxy», rezaba un rótulo rampante en la fachada, por lo demás, totalmente desnuda. Unos ladrillos de cristal hacían las veces de ventanas de la tasca. De no haber sido por la puerta oscura y los letreros que anunciaban «Lasser Bier» y «Bilburger Pils», aquellos bloques sucios de cristal habrían cubierto la fachada entera del edificio. Un verdadero horror de
bierstube
había sobrevivido al avance despiadado hacia una presunta harmonización urbanística.

Sorprendentemente, había mucha luz en el local. Resultó fácil señalar al propietario del coche. Entre las borracheras y los rostros rechonchos y surcados de venillas destacaba un viejo y anticuado hippy; fue el único que dio muestras de haberse percatado de la aparición de Bryan. Éste hizo un gesto con la cabeza hacia la orgía de colores que relumbraba desde el chaleco de ganchillo y la camiseta demasiado estrecha y llena de lamparones.

El hippy se llevó la larga cabellera a la espalda al menos veinte veces mientras negociaron. El precio era razonable, pero el hombre siguió insistiendo en aquel regateo inútil. Cuando hubo durado bastante, Bryan arrojó el dinero sobre la mesa y pidió los papeles del coche. Ya se encargaría de las formalidades más adelante, si es que se quedaba el coche.

Y si no lo hacía, lo aparcaría donde estaba ahora, con las llaves puestas y el contrato que habían garabateado velozmente en la guantera. Así, el muchacho podía recuperarlo si se daba el caso.

Bryan aparcó su nueva adquisición anónima delante de la casa de Kröner exactamente a las trece horas, momento en el que la mayoría de los vecinos, sin duda, estaban ingiriendo el almuerzo. Esta vez apenas transcurrieron cinco minutos hasta que Kröner apareció en la puerta. Parecía estar de un humor sombrío y reconcentrado. El segundo acto de la jornada laboral se estaba gestando.

Durante las horas que siguieron, Bryan logró hacerse una idea bastante precisa de las actividades de Kröner: seis paradas en diferentes direcciones, todas ellas, en los mejores barrios de la ciudad. Cada vez que salía, Kröner llevaba un montón menor de correo en la mano. Pronto, Bryan se supo el procedimiento de memoria.

También él tenía muchas empresas que visitar.

Kröner se movía libre y despreocupadamente. Hizo la compra en un supermercado, fue al banco Sparda y a la estafeta y detuvo el coche unas cuantas veces, con la ventanilla bajada, para saludar a algún que otro transeúnte.

Aparentemente, conocía a todos los habitantes de la ciudad, y todos lo conocían a él.

En uno de los barrios de las afueras, el hombre del rostro picado se detuvo delante de una villa cubierta de vid y se recolocó el traje, antes de desaparecer en el interior de la casa con un ritmo cadencioso, lo que distinguió esta visita de las anteriores. A pesar de las protestas del Volkswagen, Bryan puso la marcha atrás con un ruido estridente y pasó por delante de la entrada de la villa, flanqueada de columnas.

Apenas se dejaban leer las retorcidas letras góticas, casi borradas por las inclemencias climáticas y el paso del tiempo, del rótulo de esmalte craquelado. Pero, desde luego, no era vulgar. «Kuranstalt St. Úrsula des Landgebietes Freiburg im Breisgau», rezaba.

Las ideas que Bryan se hizo mientras esperaba al hombre del rostro picado de viruela delante de la riqueza monumental, aunque algo descompuesta, de aquel mausoleo compacto fueron más bien caóticas.

Existían innumerables razones para que Kröner visitara un balneario. Podía estar ingresado algún conocido suyo. Podía estar enfermo, aunque no lo parecía. Su visita podía tener una finalidad de carácter institucional. Pero, por otro lado, también cabía la posibilidad de que hubiera otras razones menos obvias.

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