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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (16 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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—No tuve elección, joder, tenía que montarla —se oyó una voz que provenía de la cama más alejada—. Esa bruja de supervisora me descubrió cuando estaba leyendo las revistas de Vonnegut en la mesa.

—¡Fue una estupidez, Dieter! —refunfuñó Kröner desde la cama contigua a la de James.

—¿Qué otra cosa se puede hacer? Si no lo estabas al llegar, te vuelves loco aquí, tumbado en la cama todo el día sin nada que hacer.

—De acuerdo, pero a partir de ahora te mantendrás alejado de cualquier revista. ¡Que no se te ocurra volver a hacer lo que has hecho!

—Por supuesto que no. ¿De veras crees que me comporté de esa manera por pasar el rato? ¿Acaso crees que me lo he pasado bien encerrado en esa celda de castigo durante días? No pienso volver. Además, han empezado a liquidarlos. Y es que no se puede hacer nada —prosiguió.

—¿Por qué diablos gritan tanto? Yo pensaba que sólo eran los pilotos de los Stuka los que enloquecían de esa manera —susurró el hombre de la cara ancha en el centro, Horst Lankau.

James notó cómo los latidos de su corazón se aceleraban en un intento por seguir la conversación a pesar de la excitación y la consiguiente falta de oxígeno. Las sienes le palpitaban mientras aspiraba el aire lentamente entre dientes con el mayor cuidado posible, a fin de que aquello que murmuraban a su lado no fuera ahogado por su respiración. Dejando de lado las circunstancias algo peculiares del momento, la conversación tenía lugar con toda normalidad. Ni por asomo, aquellos hombres habían estado locos alguna vez.

Cuando ya estaba a punto de amanecer, James se dio cuenta de lo insegura que podía llegar a ser su situación y la de Bryan si realmente no eran los únicos que simulaban estar locos.

El mayor problema residía en que Bryan no sabía nada. Si seguía empeñándose en ponerse en contacto con él, eso podría significar la muerte para los dos.

James tenía que procurar evitarlo a toda costa, ignorar cualquier intento de acercamiento y, por lo demás, todo aquello que pudiera relacionarlos.

Lo que Bryan entonces quisiera hacer sería sólo asunto suyo. Era de suponer que, teniendo en cuenta lo bien que se conocían, Bryan acabaría por entender, antes o después, que él no se habría comportado de aquella forma de no haberse sentido obligado a ello.

Bryan debía aprender a ser más cauteloso. Tendría que aprenderlo.

El lenguaje que utilizaba Kröner era bello. Detrás de aquel cuerpo nudoso de gigante y del rostro picado por la viruela se escondía un hombre inteligente y erudito que descansaba en sí mismo. Era él quien dirigía a los demás y quien se preocupaba de que todos callaran cuando un movimiento inesperado o un sonido extraño se colaba en su conversación. Siempre estaba alerta.

Mientras que los otros dos, el de la cara ancha y su compinche enjuto, Dieter Schmidt, se pasaban prácticamente el día entero durmiendo, a fin de poder mantenerse despiertos para los intercambios de parecer de la noche, Kröner se mantenía en constante actividad.

Todo lo que había hecho perseguía el mismo objetivo: sobrevivir en aquel lazareto hasta que hubiera terminado la guerra. De día era el amigo de todos y los acariciaba y hacía recados para el personal. De noche estaba dispuesto a asesinar a todo aquel que creyera que se interponía en su camino. Ya había matado una vez.

En una de esas noches, el cuchicheo podía prolongarse durante un par de horas. Desde el asunto de la espina de pescado, la intensidad de la vigilancia nocturna había aumentado ligeramente y cabía esperar que la enfermera de guardia podía aparecer inopinadamente en la sala, sin seguir un esquema predeterminado. Cuando lo hacía, pasaba el cono de luz de una linterna por los rostros de los pacientes. Y en la sala siempre reinaba un silencio sepulcral.

Sin embargo, a partir del momento en que la luz salía bailando de la estancia y el sonido del movimiento de los dedos que mantenían en funcionamiento la pequeña dinamo de la linterna desaparecía en dirección a la sala de guardia, Kröner sólo permanecía quieto en la cama un instante para cerciorarse de que la sala volvía a estar sumida en el silencio.

Volvían a emprender el cuchicheo en cuanto él daba la señal. Y James aguzaba el oído.

Kröner sólo había estrangulado a aquel hombre para poder acercarse a sus compinches y así poder mantener aquellas conversaciones nocturnas. Siempre y cuando James no supusiera una amenaza para ellos, no tendría nada que temer.

Si no hubiese sido por las historias de los simuladores, podría haber dormido tranquilamente.

CAPÍTULO 13

A menudo, los relatos eran aterradoramente detallados. Los simuladores se deleitaban abundando en las fechorías que habían cometido y todas las noches intentaban superarse el uno a los otros. Los simuladores solían iniciar las sesiones con un «¡Os acordáis...!», seguido de un retazo de aquel mosaico que poco a poco iba descubriendo cómo habían terminado a su lado y por qué estaban dispuestos a permanecer allí a toda costa, hasta que pudieran huir o la guerra llegara a su fin.

La mayoría de las veces. James acababa conmocionado.

Cuando aquellos diablos finalmente se quedaban callados, sus relatos se reproducían en sus pesadillas con tal riqueza de formas, colores, olores y detalles que, muchas veces, James acababa por despertarse bañado en sudor.

A lo largo de los años 1942 y 1943 y siguiendo órdenes, el Obersturmbannführer Wilfried Kröner había arrastrado a su cuerpo de apoyo de la SS Wehrmacht ante la policía de seguridad, la SD, pisando los talones a las divisiones blindadas de las Waffen SS que se desplazaban por el frente oriental. Allí había aprendido que es posible quebrar la voluntad de cualquiera, descubrimiento que le hizo amar su trabajo.

—¡Antes de llegar al frente oriental ya sabíamos lo tercos que pueden llegar a ser los partisanos soviéticos durante un interrogatorio! —Kröner hizo aquí una pequeña pausa y luego prosiguió—: Pero cuando los primeros diez partisanos habían dejado de gritar, cogías a otros diez más, ¿no es así? Siempre había alguno que acababa por hablar con tal de llegar al cielo de una forma un poco más suave.

La silueta que se perfilaba en la cama contigua a la de James hablaba de ejecuciones en la horca durante las cuales los delincuentes eran alzados lentamente hasta que apenas alcanzaban el suelo con la punta de los pies, e intentaba reproducir aquel extraño cosquilleo que había sentido cuando la superficie estaba helada y las puntas de los pies bailaban febrilmente sobre el hielo liso como un espejo. También había contado con orgullo cómo, en más de una ocasión, había conseguido echar una soga por encima de la horca con tal precisión que había llegado a ahorcar a dos partisanos que pesaban lo mismo con una misma cuerda.

—Si pataleaban demasiado, claro, no era posible hacerlo cada vez y entonces había que recurrir a métodos más tradicionales —añadió—. Pero por lo demás, era de buena educación mostrar un poco de imaginación; aquello infundía respeto entre los partisanos. ¡Era como si les costara menos soltarse a hablar durante mis interrogatorios!

Kröner paseó la mirada por la sala para cazar cualquier movimiento que pudiera producirse a su alrededor. James cerró los ojos en cuanto el hombre de la cara picada de viruela se dio la vuelta y fijó la mirada en él.

—Si es que llegaban a hablar, ¡claro está! James sintió náuseas.

En muchos aspectos, aquellos tiempos habían sido muy valiosos para Kröner. Durante uno de sus interrogatorios, un pequeño y terco teniente de las tropas soviéticas se había hundido, a pesar de demostrar una voluntad y una resistencia a prueba de fuego, y había sacado un monedero de lona de sus calzones cortos. No le había servido de nada, pues lo azotaron hasta morir. Sin embargo, aquel monedero resultó ser muy interesante.

Anillos y marcos alemanes, amuletos de plata y de oro y algunos rublos rodaron sobre la mesa. Su ayudante había estimado el botín en unos dos mil marcos cuando decidieron repartírselo. Había, pues, cuatrocientos marcos para cada oficial de la plana mayor de Kröner y ochocientos para él. Para ellos fue una simple recuperación de un botín de guerra y, a partir de entonces, se preocuparon de registrar a todos los prisioneros personalmente antes de que nadie pudiera interrogarlos o llevarlos al matadero, que era como Kröner se refería lacónicamente a las ejecuciones de los consejos de guerra. Se rió recordando la vez en que sus subordinados lo habían pillado en un intento de saqueo sin querer compartir el botín con ellos.

—¡Me amenazaron con delatarme, esas bestias ridículas! ¡Como si no fueran tan culpables como yo! Todo el mundo se quedaba con lo que pillaba cuando tenía ocasión de hacerlo.

Los dos oyentes se rieron silenciosamente, sentados como estaban con las piernas recogidas debajo del cuerpo, a pesar de que ya habían escuchado aquella anécdota otras veces. Kröner bajó la voz hasta alcanzar un tono confidencial:

—¡Pero hay que cuidar de uno mismo! Y por tanto me deshice de los tres para que no volvieran a tomarme el pelo nunca más. Cuando encontraron a dos de los cadáveres fui interrogado, naturalmente, pero, a fin de cuentas, no pudieron probar nada. Al tercero lo tomaron por desertor. Todo salió a pedir de boca. Y de esta forma, ya no tendría que compartir con nadie, ¿no es así?

El hombre que ocupaba la cama del medio se incorporó apoyándose en los codos:

—Bueno, ¡conmigo sí que tuviste que compartir!

Aquel rostro era el más ancho que James había visto jamás, sembrado de pequeñas arrugas transversales que solían asomar por cualquier motivo en cualquiera de sus sonrisas o en los raros y exiguos momentos de preocupación. Las cejas oscuras saltaban arriba y abajo, confiriendo dulzura a su estampa.

Un juicio fatalmente equivocado.

La primera vez que Kröner y el tal Horst Lankau se vieron fue en el invierno de 1943, concretamente tres semanas antes de Nochebuena. Aquel día, Kröner había estado de batida en la sección meridional del frente oriental. El objetivo había sido hacer limpieza después de una incursión recién finalizada.

Las aldeas habían sido aplastadas pero no devastadas. Tras los tabiques de madera derrumbados, al abrigó de unas gavillas de paja, todavía se cobijaban algunas familias que se alimentaban con sopas hechas de los huesos del bestiaje muerto. Kröner se encargó de sacarlos a todos y de que fueran ajusticiados.

—¡Adelante! —apremió a los soldados de las SS.

Su objetivo no era cazar a partisanos potenciales, sino a oficiales soviéticos que tuvieran algo que contar y tal vez también algo de valor que ofrecer.

A las afueras de la cuarta aldea, una sección de soldados de las SS sacó a un hombre de entre las cabañas que seguían ardiendo y lo arrojaron al suelo delante del vehículo de Kröner. Aquella piltrafa se puso en pie inmediatamente y mientras se sacudía la nieve de la cara bufó amenazadoramente hacia sus guardianes. Sin miedo, se encaró a su juez:

—Ordénales que se alejen —dijo con un acento prusiano muy marcado haciendo un gesto de rechazo dirigido a sus vigilantes con una expresión imperturbable en los ojos—, ¡tengo cosas importantes que contar!

Kröner estaba irritado por el desprecio por la muerte mostrado por aquel hombre y exigió que se pusiera de rodillas mientras apuntaba a su rostro impávido con un dedo enguantado pegado al gatillo. Envuelto en aquellos miserables harapos de campesino, el hombre le contó sin tapujos que era desertor alemán, Standartenführer del cuerpo de cazadores y un soldado endemoniadamente bueno, condecorado en múltiples ocasiones y, desde luego, no era uno al que se lo ajusticiara sin antes someterlo a un consejo de guerra.

La curiosidad que fue despertando lentamente en Kröner le salvó la vida a aquel pelagatos. Cuando le comunicó que se llamaba Horst Lankau y que tenía una propuesta que hacer a su guardián, su ancho rostro ya era un esbozo del triunfo.

El pasado militar de Horst Lankau era difuso. James concluyó que ya antes del estallido de la guerra debía de haber iniciado una carrera militar. Tenía una gran experiencia. A juzgar por lo que había contado, había estado destinado a una carrera militar gloriosa pero también tradicional.

Sin embargo, la guerra en el frente oriental había modificado rápidamente hasta las tradiciones más insignes.

Originariamente, el cuerpo de cazadores de Lankau, uno de los ases que la ofensiva se guardaba en la manga, había sido movilizado para cazar a oficiales del Estado Mayor soviético en la retaguardia del enemigo. Luego debían entregarlos al SD o, rara vez, a la Gestapo, para que ellos se encargaran de sacarles toda la información que tuvieran. Y a ello se había dedicado Lankau durante algunos meses; una tarea sucia y peligrosa.

En una ocasión feliz habían dado con un general de división entre cuyas pertenencias se encontraba, entre otras cosas, un cofrecito que contenía treinta diamantes pequeños pero cristalinos; toda una fortuna.

Aquellas treinta piedras lo habían llevado a la conclusión de que la guerra había que sobreviviría, fuera cual fuese el precio que hubiera que pagar por ello.

Kröner se rió cuando Lankau llegó al punto de su relato en que tuvo que explicar, casi disculpándose, que el robo había sido descubierto por sus propios hombres.

—Los reuní alrededor de la hoguera y les ofrecí una ración extra de sucedáneo de café a aquellos estúpidos confiados.

Todos se rieron cuando reveló el desenlace de la historia. Entre sorbo y sorbo de café, había lanzado una granada de mano que había reventado a todos y cada uno de los soldados de élite y a sus prisioneros. Después de esta acción, Horst Lankau se había refugiado entre los campesinos soviéticos, a los que pagaba por su seguridad con limosnas. Mientras estuviera ahí, él y la guerra tendrían que desenvolverse el uno sin la otra, había pensado.

Y entonces fue cuando Kröner se interpuso en su camino.

—Pagaré por mi vida con la mitad de los diamantes —había tentado a su guardián con una expresión de desprecio por la vida en la cara—. Si me exiges que te los dé todos, dispárame ahora mismo, pues no te los daré, y tú tampoco sabrás encontrarlos. Pero te daré la mitad si tú me das tu pistola y me llevas a tu cuartel. Cuando llegue la hora, dirás que me has liberado del cautiverio en que me tenían los partisanos soviéticos. Hasta ese momento, dejarás que me quede en el cuartel sin que tenga que relacionarme con los demás oficiales. ¡Ya te contaré lo que tendrá lugar después!

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