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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (19 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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El sueño desinflado que pendía sobre su cabeza profirió un conjunto de sonidos fatídicos. Los restregones que provocaban las pequeñas ráfagas contra la roca blanda estaban a punto de desgarrar la lona. Nadie había echado en falta aquel hurto, ya que la lona estaba tierna y ajada.

Una vez hubo proferido aquel insulto, James renunció a reprender más a Bryan. Sobre su cabeza, Bryan asomó las piernas por el borde de mala gana e inició el descenso. Durante los años que habían compartido hazañas, nunca había habido accidentes en aquel sector del acantilado. Sin embargo, y eso lo sabían los chicos, la ladera oeste ya había exigido muchos sacrificios. Algunos habían dicho que las víctimas habían quedado totalmente aplastadas, tan planas como un pescado curado.

Cuando la lona se desgarró con un chasquido, el globo se despeñó algunos metros más y los cabos sueltos empezaron a ondear al aire libremente, Bryan se orinó en los pantalones sin por ello detener la peligrosa acción de socorro que había emprendido. La cascada de orina se escurrió libremente por las perneras y el viento se !a llevó.

Una anilla de latón en la punta superior, que originalmente había sujetado la lona a un botalón, había atravesado la tela. En aquel agujero habían atado una cuerda que todavía colgaba libremente del centro del globo. La idea había sido que, en cuanto hubieran cumplido con su cometido, agarrarían aquel cabo y vaciarían el aire del globo para que el descenso pudiera llevarse a cabo de forma controlada.

Mientras que Bryan se había aferrado a la ladera de creta porosa del acantilado buscando febrilmente aquella anilla de latón, James había entonado su himno de guerra.

De pronto, el globo volvió a desgarrarse de un tirón.

A sus pies, las notas salían de la boca de James, siguiendo los golpes rítmicos del globo contra la pared de roca:

Idon't know what they have to say it makes no difference anyway whatever it is, l'm against it...

James ya no recordaba con tanta nitidez el resto de los acontecimientos. Con las lágrimas saltándole de los ojos, Bryan había conseguido agarrar el cabo, alzarlo y luego volver a arriarlo en su plena longitud. También los pantalones de James mostraban unas grandes manchas oscuras en la entrepierna cuando finalmente se encontraron estirados en el borde del acantilado. Bryan llevaba un buen rato contemplando a su amigo, que seguía canturreando mientras intentaba recobrar el aliento.

Los recuerdos de aquel episodio habían vuelto a la mente de James en más de una ocasión. Durante la Operación Supercharge en el desierto africano, durante los vuelos nocturnos, durante los años laboriosos de Cambridge, en las aulas de Trinity.

James intentaba con dificultad volver a la realidad de la sección. Llegaron los primeros tintineos desde la planta inferior. El olor era pesado por los efluvios de la noche. Volvió cautelosamente la cabeza y posó la mirada en Bryan. Las cortinas que colgaban detrás de él ondeaban ligeramente, a pesar de que las contraventanas estaban cerradas. Tan sólo el hombrecito enjuto de los ojos rojos estaba despierto en la fila de Bryan. Miró fijamente a James y le sonrió escudriñando su rostro. Al comprobar que James no reaccionaba, el hombrecillo también se tapó el rostro con la manta y se tranquilizó.

«¡No te preocupes, Bryan, te sacaré de aquí!», volvió a pensar en un nuevo y recurrente ciclo de palabras para posteriormente dejarse llevar por la apatía que reinaba en la sección y por las secuelas asfixiantes de los electrochoques.

CAPÍTULO 15

Llegó el calor. Y con el calor, los cambios.

Las enfermeras se deshicieron de las medias hasta la rodilla sustituyéndolas por unos pequeños calcetines blancos y cortos que les llegaban a los tobillos.

Los olores de la sección fueron tomando cuerpo. Desde los lavabos y las duchas al final de la sala les llegaban corrientes de aire pesadas y húmedas cada vez que se abría la puerta giratoria. Por esa razón, Vonnegut hizo venir a un soldado raso de las SS y antiguo carpintero que, con unos amplios movimientos, consiguió cepillar las ventanas de forma tan efectiva que el aire fresco no sólo inundaba el pasillo, sino que también lograba que se mezclaran los efluvios, tanto cuando las ventanas estaban abiertas de par en par, como cuando estaban cerradas.

Las demás ventanas estaban atornilladas al marco.

El tiempo de los gorjeos de los pájaros desde el alero, una planta y media más arriba, ya había terminado; unas largas estrías de porquería indefinible que recorrían los cristales de las ventanas todavía daban testimonio de ello.

Vonnegut había dejado de repasar las listas de bajas de los diarios. Se había quedado traspuesto demasiadas veces, murmurando palabras ininteligibles para sus adentros. Ahora se limitaba a divertirse con el Judío Süss y las demás sátiras que aparecían en sus páginas y a completar el crucigrama antes que nadie.

Varios pacientes habían mejorado visiblemente y sólo era cuestión de semanas que los primeros fueran devueltos a sus guarniciones.

Todos los permisos por enfermedad habían sido suprimidos indefinidamente para los pacientes que pertenecían a los grupos Z15, L15.1, vU15. J y vU15.3. Todas estas categorías estaban representadas en su sección y comprendían a la mayor parte de los tipos de demencia de carácter tanto pasajero como crónico. En tiempos de paz, estas dolencias hubieran conllevado invalidez o servicio reducido. Hasta entonces, nadie les había revelado el significado de las distintas clasificaciones, pero, a medida que pasó el tiempo, tampoco nadie pareció tener en cuenta dichas divisiones. La única huella que dejaron aquellas combinaciones de números y letras fue el sobrenombre que los enfermeros habían dado a la sección. La llamaban la «Casa del Alfabeto».

El objetivo principal del tratamiento que se ofrecía en el lazareto era lograr que los oficiales de rango menor recuperaran la salud suficientemente para saber en qué dirección debían dirigir las armas en sus respectivas compañías y poner a los oficiales de rango mayor en condiciones para determinar si realmente debían apuntar en alguna dirección.

Sin embargo, de aquella sala en especial se esperaba algo más.

El médico que estaba a cargo de la sala, Manfried Thieringer, ya se había entrevistado dos veces con el
gauleiter
local que, en calidad de representante de las autoridades de Berlín, le había impuesto obtener resultados positivos. Se le recordó que el bienestar de ciertos oficiales era supervisado por el cuartel general y que podrían hacerle responsable personalmente, en caso de que esos excelentes soldados no mejoraran de acuerdo con lo que en justicia cabía esperar.

A Manfried Thieringer le encantaba reproducir aquellas advertencias a sus subordinados y solía retorcerse el bigote mientras pasaba revista a aquellos soldados supuestamente «magníficos» que seguían sin apenas saber distinguir sus zapatillas de las del vecino. «Pero, al fin y al cabo, un tratamiento es un tratamiento», decía. Y, por tanto, ya podían decir lo que les diera la gana, incluso el mismísimo Himmler.

Cada semana que pasaba, a James se le iba haciendo más difícil retener sus pensamientos. Primero desaparecieron todos los detalles que sazonaban el divagar de su mente y que daban vida y particularidad a los personajes de sus relatos. Luego desapareció una parte de las tramas de los libros, dejando al descubierto el deterioro de su cerebro.

James había considerado la posibilidad de saltarse las pastillas innumerables veces. Aquellos preparados de cloro que embotaban su mente, pero que, a su vez, hacían su vida más soportable. Si las tiraba al suelo, corría un grave riesgo de ser descubierto, La limpieza diaria no era excesivamente minuciosa, aunque satisfactoria. Si te pillaban llevándotelas al baño, podía tener unas consecuencias que desgraciadamente no eran imprevisibles. No había muchas otras posibilidades.

Y además estaba Petra.

Pues, a fin de cuentas, la hermana Petra era la verdadera razón de que no intentara eludir tragarse aquellas pastillas cuando ella las depositaba cuidadosamente sobre su lengua y acercaba su cara a la de él.

Su aliento era femenino y dulce.

Aquella mujer se entrometía irremediablemente en sus pensamientos. Era su enemiga, pero también su benefactora y redentora. Por tanto, debía tragarse aquellas pastillas para no ponerla en un aprieto.

Mientras las cosas estuvieran como estaban no podía ni pensar en huir. El riesgo de que los simuladores se dieran cuenta siempre estaba presente. James se sentía coartado. Si lo descubrían, no dudarían en acabar con él. Kröner, Lankau y Schmidt ya habían actuado con contundencia en dos ocasiones. La primera vez fue cuando Kröner estranguló al vecino de James para conseguir su cama; la segunda, hacía menos de una semana.

Un nuevo paciente, que había sido trasladado de una sección normal con un agujero en la pierna y un cortocircuito en el cerebro, había pasado todo un día suspirando y gimoteando en la cama contigua a la del Hombre del Calendario.

Desde la radio de Vonnegut se había anunciado un desarrollo tan preocupante en el frente oriental que el enfermero manco no había tenido más remedio que correr hasta la sección para transmitirle la información recibida al segundo médico adjunto, que inmediatamente abandonó sus papeles sobre la cama más próxima y lo siguió hasta la sala de guardia. Más tarde, aquel mismo día, llegaron los rumores. Entrada la tarde, los rumores se habían condensado en comunicaciones verificadas que pronto se propagaron por la sección con las habladurías de las enfermeras y los gruñidos de los camilleros.

—Han desembarcado en Francia —proclamó finalmente Vonnegut.

James se había sobresaltado. La idea de que, en aquel mismo instante, las tropas aliadas estaban luchando a escasos cientos de millas del lugar con el solo objetivo de acercarse, le provocó las lágrimas. «¡ Esto tendrías que saberlo, Bryan! Así tal vez te relajarías*, pensó.

En el momento en que James volvió la cabeza hacia la pared, d nuevo paciente que ocupaba la cama diagonalmente opuesta a la de él empezó a reír. Finalmente, su ataque de risa histérico provocó una sacudida en la cama contigua a la de James. Era la de Kröner. Se bajó la manta hasta los tobillos, se incorporó lentamente y dirigió la mirada hacia aquel descarado que había osado reírse. James notó la mirada de Kröner sobre su cuerpo y percibió cómo el calor se filtraba hasta la piel para, inmediatamente después, abandonarlo con más rapidez que con la que había llegado. Se interrumpió la risa, pero Kröner no volvió a echarse.

Durante los días que siguieron, los simuladores se turnaron para vigilar al nuevo inquilino. Cuando le daban de comer, cuando orinaba, cuando lo mudaban y le hacían friegas con alcohol. Los simuladores eran testigos de todas las posibles combinaciones y situaciones. El cuchicheo nocturno cesó y las noches se hicieron imprevisibles. La cuarta noche, Lankau salió de la cama, se dirigió a la del recién llegado y lo mató sin apenas hacer ruido. El chasquido indefinido de las vértebras cervicales al quebrarse fue más débil que el sonido que se producía cuando el loco del fondo de la sala tiraba de sus dedos hasta hacerlos crujir. Después Lankau lo arrastró hasta la ventana que el soldado de las SS había cepillado con tanto ahínco y lo echó por ella con la cabeza por delante.

Desde el momento en que los guardias empezaron a gritar hasta que apareció uno de los oficiales de seguridad en la puerta transcurrieron menos de tres minutos. Encendieron todas las luces. El oficial despotricaba sin dejar de correr arriba y abajo entre la ventana y la enfermera de guardia que se había quedado parada retorciéndose las manos. Su ira no tenía límites. Había que atornillar aquella ventana inmediatamente y el que fuera responsable de que pudiera abrirse tendría que responder por ello. La enfermera dejó de retorcerse las manos; al fin y al cabo, ella no había tenido nada que ver con aquella calamidad.

Acto seguido, el oficial empezó a recorrer las camas pasando revista a todos y cada uno de los pacientes. Fuera de sí, pues tenía motivos más que sobrados para estarlo. James lo miró fijamente a la cara y el oficial se detuvo.

Esta vez, el oficial de seguridad en jefe entró en la sala con los ojos legañosos, seguido por dos soldados de las SS agotados que apenas conseguían mantenerse en pie. También se personó el médico mayor, que no reaccionó ante las acusaciones que le esperaban.

—La ventana será atornillada mañana —dijo secamente antes de darse la vuelta y volver a sus dependencias.

Justo antes de que se apagaran las luces, Bryan despertó de su sopor tras la sesión de electrochoque de aquella misma mañana y paseó la vista por la sala. James se apresuró a cerrar los ojos.

Más tarde, aquella misma noche, el cuchicheo volvió a dejarse oír, devolviendo a James al mismo estado de normalidad inquietante de siempre. El intercambio de información entre los simuladores fue breve y conciso. Kröner había reconocido al muerto y se había visto reconocido de forma demasiado obvia. Elogió a Lankau aunque añadió secamente que, a partir de ese momento, deberían idear nuevos métodos en caso de que surgieran otros problemas en la sala.

—¿Por qué? —objetó Lankau con una sonrisa en los labios—. ¿Qué importancia tiene que hayan atornillado todas las ventanas? ¿Qué podría impedir a un suicida arrojarse por una ventana cerrada?

Sin embargo, Kröner no se rió.

El rumbo que habían tomado las cosas era preocupante. Pronto Bryan retomaría las pequeñas señales y los intentos de acercamiento.

Schmidt y Lankau seguirían durmiendo durante el día, pero nada parecía indicar que Kröner tuviera intención de dejarse sorprender.

Tendría que hacérselo entender a Bryan.

CAPÍTULO 16

Las enfermeras llevaban toda la mañana dirigiéndole sonrisas a Bryan.

El hombre de la cara picada de viruela lo animó con un gesto de la cabeza cuando pasó por su lado con el carrito cargado de ropa blanca y señaló hacia la puerta giratoria. Una comisión de enfermeras de entre las que Bryan sólo reconoció a un par se acercó a él con movimientos rígidos, disponiéndose a cantarle sin demora. El entusiasmo y la fuerza que demostraron eran dignos del coro de una ópera de Wagner. Sin embargo, la calidad dejaba mucho que desear.

Bryan retrocedió, deseando que desaparecieran. En su lugar, una de las enfermeras mayores se inclinó sobre la cama y se llevó las manos al pecho. Su voz era como la de un barítono. Bryan temió que diera un salto y se plantara encima de la cama. Unos cuantos pacientes empezaron a aplaudir y la supervisora de las enfermeras le hizo entrega de un paquetito envuelto en papel de seda. Luego hizo una seña ligeramente apremiante hacia la retaguardia, donde apareció un miserable pedazo de algo indefinido de color marrón entre las manos de un enfermero. Por lo que Bryan pudo descifrar del borde deshilachado y la superficie ondulada, se trataba de un trozo de pastel adornado con una diminuta esvástica. Todos a su alrededor resplandecían de felicidad- Más tarde, el médico mayor contempló codiciosamente el trozo de pastel y le sonrió amablemente por primera vez. Tenía los dientes podridos.

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