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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (23 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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Antes de que Bryan tuviera tiempo de entender la gravedad de lo que se avecinaba, ya habían introducido una aguja en el brazo de James. A aquella distancia, la botella que pendía sobre su cabeza era tan negra como el carbón.

«Oh, ahora te morirás, James», pensó Bryan mientras intentaba evocar lo que James había dicho acerca de las transfusiones de sangre y de los grupos sanguíneos en el tren hospital, hacía ya mucho tiempo. «Tú puedes hacer lo que quieras, Bryan, pero yo pienso tatuarme un A+ en el brazo», había dicho James, firmando así su propia sentencia de muerte. Ahora el plasma mortífero se escurría desde la botella a través del tubo. Estaban mezclando dos grupos sanguíneos diferentes en un cuerpo lacerado.

Bryan estaba convencido de que los simuladores no habían pretendido matar a James. No era que no pudieran hacerlo si así lo deseaban, pero no querían. Un muerto cualquiera no constituía ningún peligro. Pero Gerhart Peuckert no era un paciente cualquiera, era Standartenführer de la policía de seguridad de las SS. Y si llegaban a la conclusión de que había sido azotado hasta morir o que había fallecido en circunstancias poco claras, no se andarían con chiquitas, una vez se hubieran iniciado la investigación y los interrogatorios.

Los simuladores habían querido cerciorarse y mantener el control de la sala. De momento, no habían conseguido ni una cosa ni otra.

Más tarde desnudaron a James para lavarlo. Estaba pálido. Bryan suspiró aliviado al descubrir que no llevaba el pañuelo alrededor del cuello. También era el único atenuante. Los tres hombres seguían atentamente la escena. Cuantas más marcas negras aparecían, cuantos más cardenales graves afloraban sobre la piel de James, más se hundían aquellos tres diablos en sus lechos seguros.

Los intentos reiterados de la hermana Petra por poner al descubierto las causas de aquella catástrofe eran inmediatamente desbaratados con gruñidos autoritarios por parte de sus superiores. La pequeña Petra perturbaba el ambiente. AI contrario de ella, a la hermana Lili le preocupaba normalizar la situación en la sección cuanto antes. Por lo visto, en ella imperaba la creencia práctica de que cualquier sospecha de delito podía marcarla con el estigma de la culpa. Las investigaciones y los interrogatorios podían llegar a levantar sospechas, las sospechas darían lugar a la suspicacia y la suspicacia podría significar un traslado. La consecuencia podía ser el traslado al servicio sanitario en el frente oriental.

Seguramente, no le pasaba nada a la imaginación de la hermana Lili. Por eso, el cuidado de James, a pesar de las protestas de Petra, recayó en la hermana Lili durante el par de días que siguieron. El paciente estaba enfermo y, por tanto, el paciente recibía su plasma. Resultó en dos botellas de plasma sanguíneo. Vertieron más de un litro de sangre de un grupo equivocado en el cuerpo de James.

Y sobrevivió.

CAPÍTULO 20

A medida que se iban arrastrando los días, Bryan fue descubriendo que la pesadilla no se había acabado, ni por asomo.

El primer aviso llegó cuando, una mañana, Bryan se despertó y vio a Petra temblorosa, sentada al borde de la cama de James, estrechando la cabeza del enfermo contra su pecho. Petra lo acariciaba como si James estuviera llorando.

Unos días después, James vomitó estando incorporado en la cama. Aquella misma noche, Bryan se atrevió a pasar por el lado de su cama aprovechando que el hombre de la cara ancha y el del rostro picado habían salido a por la comida. Aparentemente, el tercer simulador dormía profundamente.

El rostro de James volvía a tener un aspecto muy delicado. La piel era de pergamino y las sienes estaban teñidas de azul en los deltas arteriales.

—¡Tienes que ponerte bien. James! —le susurró Bryan mientras echaba un vistazo a su alrededor—. Pronto llegarán las tropas aliadas. Un mes o dos más, y ya verás, volveremos a ser libres.

Sus palabras no parecieron surtir efecto. James sonrió y apretó tos labios como queriendo hacerlo callar. Entonces modeló unas palabras. Bryan tuvo que acercar la oreja a sus labios secos para poder entender lo que le decía.

—Mantente alejado de mí —se limitó a susurrar.

Cuando Bryan reculó alejándose de James, el simulador más enjuto dio un golpe con su manta.

Los aliados volvieron a bombardear Karlsruhe enviando flujos masivos de refugiados hasta las entrañas idílicas y protectoras de la Selva Negra.

A finales del mes de setiembre tuvieron lugar una serie de acontecimientos que obligaron a Bryan a revisar, quizá por última vez, las precauciones que hasta entonces había tomado.

Una mañana radiante, en que la luz otoñal irrumpía con todo su fulgor entre los postigos, volvieron a encontrar a James a punto de desangrarse. Todas las vendas estaban desgarradas y las heridas de la cabeza, que habían estado a punto de cerrarse, volvían a estar abiertas, drenadas de sangre. El color de la piel de James se confundía con el de las sábanas. Sus manos estaban cubiertas de sangre coagulada. Creyendo ciegamente que James se había infligido aquellas heridas, le vendaron las manos para que no pudiera volver a hacerlo.

Y luego le administraron otra transfusión de sangre.

Bryan no supo a qué santo encomendarse al ver que aquella botella de cristal volvía a balancearse sobre la cabecera de la cama de James.

En medio de una neutralidad armada, Bryan y los simuladores seguían vigilándose mutuamente.

Un día, en mitad de uno de esos equilibrismos, James se sumió en una inconsciencia tan profunda que el doctor Holst se vio obligado a usar la palabra «coma». Sacudió la cabeza y, en un mismo movimiento, se dio la vuelta sonriente hacia los dos vecinos de Bryan que, por fin, habían recibido el alta.

Era la primera vez que Bryan veía a alguien de la sala vestido con un traje que no fuera el camisón. Desde el primer día habían transitado literalmente con el culo al aire, envueltos en aquella indumentaria que les llegaba a las rodillas y que se cerraba en el cuello con una cinta. En contadas ocasiones habían llevado calzoncillos, muy contadas.

Los dos oficiales estaban resplandecientes y, con motivo del gran día, habían recobrado toda su autoridad y su dignidad, enfundados en aquellos pantalones de montar recién planchados, tocados con aquellas gorras altas y rígidas y con toda aquella quincalla colgándoles de las solapas de los uniformes almidonados. El doctor les dio la mano y las enfermeras hicieron una reverencia. Tan sólo unos días atrás, aquellas enfermeras los habían golpeado al pasar desnudos por su lado después de la ducha. Cuando el vecino de Bryan le quiso dar la mano a Vonnegut, la timidez y la confusión se apoderaron del pobre hombre hasta tal punto que, en lugar de ofrecerle la mano izquierda que estaba sana, le estrechó el garfio de hierro.

Resultaba difícil imaginarse cómo lograban los médicos distinguir entre un paciente enfermo y otro recuperado. Sin embargo, se suponía que estaban lo suficientemente bien como para servir de carne de cañón.

Ambos estaban orgullosísimos e ingenuamente alegres. Mencionaron Arnhem; por lo visto, aquél sería su destino.

Cuando el vecino se despidió de Bryan y lo miró fijamente a los ojos, a Bryan le resultó imposible recordarlo como el paciente que se había pasado los últimos ocho meses respirando y jadeando pesadamente.

Después de recibir noticias de las primeras victorias alemanas en Arnhem, el ambiente en la sala empezó a alterarse. Algunos de los pacientes, aquellos que estaban a punto de ser dados de alta, enderezaban la espalda y no dejaban pasar la ocasión para demostrar que estaban mejor. El resto de la gente de la sección más bien empeoró: proferían alaridos por la noche, sacudían el cuerpo con mayor insistencia y rabia, hacían más muecas, se retorcían y retomaban sus sucios hábitos alimenticios. También los simuladores reaccionaron. El hombretón del rostro picado de viruela intensificó sus servicios y cuidados hasta tal punto que, durante unos cuantos días, los enfermeros se vieron obligados a asumir sus tareas para evitar que escaldara a alguien o derribara a los médicos cuando corría de un lado a otro en cumplimiento de sus múltiples quehaceres. El de la cara ancha representaba diariamente su particular espectáculo y no paraba de gritar
«heih
a Vonnegut y a los demás pacientes de la sala. Algunas noches había hecho que la enfermera de guardia entrara corriendo y se precipitara a su lado por un repentino ataque de felicidad al que daba rienda suelta cantando a viva voz y golpeando rítmicamente los barrotes de la cama.

Bryan optó por imitar al simulador enjuto: encogía el cuerpo, se escondía debajo de la manta y se mantenía relativamente callado.

Su evidente alto rango, la gran responsabilidad, su fragilidad v su dudosa recuperación eran el seguro de vida de Bryan y su garantía de que no acabaría en el frente como sus dos vecinos. A lo mejor, no sabrían adonde destinarlo.

Bryan no temía por su vida; sólo por la de James, como también temía lo que podría llegar a ocurrírseles a los simuladores.

Había despertado de su inconsciencia con una sombra de su antiguo yo, espiritualmente pasivo y físicamente demacrado. Todavía pasaría algún tiempo hasta que pudiera volver a levantarse y abandonar la cama.

Y, por entonces, Bryan ya llevaba más de cuatro meses dándole vueltas y más vueltas a la fuga y a la manera de llevarla a cabo.

El principal problema de la fuga era la ropa. Aparte del camisón, Bryan sólo poseía un par de calcetines que cada tres días era sustituido por otro aún más desteñido y gastado que el anterior. Desde que Bryan había empezado a ir al baño por cuenta propia, también le habían suministrado un albornoz. Su idea había sido que aquel albornoz tendría que resguardarlo de las frías ráfagas de viento.

Y ahora el albornoz había desaparecido; uno de los enfermeros llevaba mucho tiempo sin quitarle ojo. Hacía tiempo que habían desaparecido las zapatillas.

La distancia que lo separaba de la frontera suiza era asequible, apenas unas treinta o treinta y cinco millas. El cielo seguía teniendo un aspecto veraniego y dibujaba el contorno del paisaje con líneas nítidas y claras, aunque de noche hacía frío.

Unas semanas antes, el viento del oeste se había levantado y había transportado nuevos sonidos hasta el lugar. Como un eco de salvación, un silbido intermitente y el traqueteo profundo de un convoy ferroviario. «¡Nos encontramos en las faldas de las montañas, James! —pensó—. ¡Las vías del tren no están lejos! ¡Podemos saltar al tren y llegar a la frontera! Ya lo hicimos una vez; ahora volveremos a hacerlo. ¡Nos llevarán hasta Basilea, James! ¡Saltaremos!»

Sin embargo, James constituía un problema. Los bordes azulados debajo de sus ojos no desaparecían.

La hermana Petra estaba cada vez más seria.

Una noche, Bryan entendió por fin que tendría que huir solo. Se había despertado sobrecogido, con la sensación, de la que no lograba librarse, de que había hablado en sueños. El hombretón del rostro picado de viruela estaba de pie al lado de la cama con la mirada fija en él. En aquella mirada se palpaba la sospecha.

Ya no podía aplazar la fuga por más tiempo.

En algunos momentos de peligro había considerado la idea de dejar a algún enfermero sin conocimiento y robarle la ropa. También cabía la posibilidad de que un médico hubiera dejado su ropa de paisano en la sección o en uno de los despachos. Sin embargo, sus ilusiones no parecían querer coincidir nunca con la realidad. El campo de acción diario de Bryan era limitado. Sólo conocía a fondo la sala, el consultorio, la sala de electro-choques, el lavabo y las duchas. Ninguna de aquellas estancias encerraban nada que pudiera serle útil.

La solución le llegó cuando uno de los pacientes orinó en la puerta que daba a las duchas y empezó a gritar y a aullar hasta que el personal acudió al lugar y le fue administrado un calmante. Mientras Vonnegut estaba de rodillas recogiendo la orina, Bryan aprovechó para acercarse a la puerta del lavabo dando saltitos y sacudiendo la cabeza como quien no quiere la cosa.

La puerta delante de los compartimentos de los váteres estaba abierta de par en par. Bryan se sentó pesadamente sobre la tapa y dejó la puerta entreabierta. No se había fijado nunca en el almacén que había dentro.

En realidad, era un armario grande donde almacenaban paños, detergente, escobas y cubos de cualquier manera, sobre estantes o directamente en el suelo.

Un rayo de luz lateral iluminaba la estancia. Vonnegut seguía enfrascado en la limpieza del suelo y no se reprimía precisamente a la hora de contar adonde deseaba ir él y adonde quería que se fuera el resto del mundo. Bryan alcanzó el armario en dos pasos. Examinó el marco: estaba tierno; la cerradura apenas sostenía aquella madera frágil, hacía tiempo que el herraje había dejado de ofrecer resistencia. La puerta se abría hacia adentro y podía abrirse dándole un empujón decidido al tirador, si a su vez se ejercía presión sobre la puerta con la rodilla.

Al otro lado de la puerta colgaba una bata ajada de un colgador de porcelana. Bryan soltó un grito ahogado cuando Vonnegut abrió la puerta de golpe. Cogido firmemente de la muñeca, el corazón latiendo a toda velocidad y conteniendo la respiración fue conducido de vuelta a la cama.

Bryan estuvo repasando una y otra vez lo que había visto en el armario empotrado hasta que desapareció la luna y la sala se sumió en la oscuridad. Había abandonado la cama para dirigirse al váter cuatro veces durante las primeras horas de la noche. En aquella sección, los ataques constantes de diarrea eran bastante frecuentes. La comida, cada vez más miserable, estaba surtiendo efecto.

La primera vez que Bryan visitó el váter, se había metido en el almacén y había sacado los dos estantes superiores.

En el almacén había una ventanita. Era difícil acceder a ella porque se hallaba en lo más alto del armario, por encima del estante superior, pero era suficientemente amplia para salir por allí. Al contrario de los estrechos resquicios que había debajo del techo de la sala de duchas y en los lavabos, ésta ventana no tenía rejas.

Los ganchos de la ventana se soltaron de sus pestillos sin hacer ruido.

Bryan se decidió rápidamente. La próxima vez o la siguiente lo intentaría. Se pondría la bata, se subiría al estante, se escurriría por la ventana y pondría todas sus esperanzas en salir ileso de la caída. Luego se dirigiría hacia la plaza de actos y saltaría la alambrada; un plan con el que tenía todas las de perder; una empresa arriesgada, como la mayor parte de las misiones que él y James habían sobrevivido. Y, esta vez, James estaba inconsciente en la cama. La realidad era un señor severo. La sensación de tener que convivir el resto de su vida con el remordimiento lo desgarraba. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

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