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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (45 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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La directora daba muestras de una curiosidad fabulosa tras el brillante barniz de su autoridad.

—¡Y usted es miembro de dicha junta, señor Scott!

—Bueno, sí y no. Soy una especie de presidente, si me lo permite. Todos tenemos más o menos el mismo peso. No, sería mejor decir que soy una especie de portavoz.

—Pues digamos portavoz, si le parece que se ajusta mejor a su cargo, señor Scott.

Bryan se encontraba en un estado febril. La seducción de aquella mujer huesuda constituía, de por sí, una terapia. Bryan echó un vistazo a su reloj; eran las dos y media. Ya no tendría tiempo de dejar el Volkswagen del hippy delante de la taberna.

—Sí, estamos hablando de los fondos de la CEE que están en fase de ampliación y que ya todos podemos dar por hecho. Es más que probable que todas las clínicas privadas como la suya, Frau Rehmann, sean tenidas en consideración a la hora de conceder ayudas.

—¡Así que la CEE! —dijo ella con cierta reserva—. Sí, me parece haber leído algo al respecto en algún sitio.

Frau Rehmann era una pésima actriz.

—Dice que lo están tratando en una junta. ¿Cuándo se creará una comisión, señor Scott? Quiero decir, ¿cuándo cree que se tomará la decisión definitiva en cuanto a la distribución de estos fondos y al volumen de las ayudas?

—Uf, es difícil de decir. Porque depende, en parte, del estatus de cada uno de los Estados miembros en el nuevo año y, en parte, de la cooperación que establezcamos entre nosotros. Siempre hay alguien que pone trabas a este tipo de iniciativas. Destructivas y que retrasan el proceso, detallitos insignificantes. Mire, ¡como en el caso de nuestro MacReedy! Convendrá conmigo que su comportamiento ha sido extremadamente torpe, ¿no es así?

Bryan se inclinó hacia ella, de manera que su cara quedó a la altura de sus hombros angulosos, y prosiguió:

—Frau Rehmann, ¿no irá a decirme ahora que no sabía nada de todo esto? De pronto me ha sobrevenido la duda.

—Pues así es, debo reconocerlo.

Frau Rehmann rió, ligeramente avergonzada. Ahora Bryan sabía dónde la tenía.

Frau Rehmann fue solícita e instructiva durante la visita a la clínica. Bryan asentía amablemente a sus explicaciones, mostrando gran interés y haciendo tan sólo unas cuantas preguntas, lo que parecía complacer a su guía. A pesar de los amplios conocimientos de Bryan, la mayoría de los términos psiquiátricos que barajó Frau Rehmann durante su introducción le pasaron desapercibidos. Sus sentidos estaban pendientes de otros factores.

Era un establecimiento moderno, con mucha luz y acogedor, de colores suaves y con un personal sonriente. La mayor parte de los pacientes sé concentraban en las salas de estar de una de las alas. Desde todos los rincones se oían las retransmisiones de la televisión, que emitía las últimas finales que marcarían la clausura de los Juegos Olímpicos.

En la primera sección que visitaron, la mayoría de los pacientes sufrían de demencia senil y estaban sumidos en un sopor eterno, en parte provocado por los medicamentos que les suministraban. A algunos se les caía la baba hasta el pecho, sin que por ello hicieran ni el más mínimo gesto por evitarlo; otros se pasaban el tiempo rascándose las partes impúdicas.

El número de mujeres era notablemente bajo.

Aunque Frau Rehmann se mostró asombrada, Bryan insistió en visitar todas las habitaciones y salas.

—Frau Rehmann, jamás había visto unas condiciones tan espléndidas. Entenderá que sienta curiosidad. ¿Realmente es todo así?

La directora sonrió. Era más alta que cualquiera de los hombres con los que se toparon en su camino. La diferencia de estatura se debía, sobre todo, a unas pantorrillas extremadamente largas y a un peinado que amenazaba constantemente con desmontarse. Cada vez que Bryan le dispensaba un piropo, ella se llevaba la mano a aquel enorme recogido. Volvió a hacerlo entonces.

Al pasar por el mostrador del vestíbulo, de camino a la otra ala, ya eran las tres. A ambos lados de la entrada crecía una planta exótica indefinible que extendía sus lóbulos hacia el tragaluz del techo del edificio. La finalidad de las plantas, además de la obviamente decorativa, era tapar la visión de dos horribles burros que servían para colgar la ropa de los visitantes. También Bryan había tenido que abandonar su abrigo en una percha.

Detrás de aquellos arbustos gigantescos y de los armatostes metálicos, un hombretón con el rostro surcado de cicatrices se había retirado inadvertidamente. Respiraba entre dientes, queda y controladamente. El acompañante de Frau Rehmann lo hizo cerrar los puños.

Cuando llegaron a la última habitación de la visita comentada hubo algo que, por fin, llamó la atención de Frau Rehmann. El intercomunicador interno ya había intentado reclamar su presencia en un par de ocasiones, sin que por eso ella pareciera inmutarse.

Bryan echó un vistazo a su alrededor. La decoración seguía siendo la misma que en la sección que acababan de abandonar.

Sin embargo, el estado de los pacientes era distinto. Había un mundo de diferencia entre aquello y la muerte lenta de la psicosis de la tercera edad.

Bryan se estremeció. Aquella sección le recordó, más que nada en este mundo, el tiempo que había pasado en la sección psiquiátrica del lazareto de las SS. Las formas inarticuladas del lenguaje, sobre todo del lenguaje corporal. La apatía subyacente y la sensación de represión.

A pesar de que Bryan no había visto ni un solo paciente relativamente joven, la edad media no era superior a cuarenta y cinco años. Algunos de los pacientes parecían, a primera vista, razonablemente sanos y se dirigían a la directora correcta y amablemente cuando, al pasar por su lado, ella los saludaba con una leve inclinación de cabeza que hacía que el peinado también les dispensara un saludo casi imperceptible.

Luego había otros pacientes que soportaban el estigma de la esquizofrenia en todo su lenguaje corporal; muecas de una apatía terrorífica y extraña, miradas profundas de expresión inquietante.

Todos mantenían la mirada fija en el televisor desde sus respectivos asientos. La mayoría estaban sentados en fila india, sobre sillones de diseño de madera de roble clara, algunos en sofás de colores alegres y, unos pocos, en unas grandes butacas de orejas que dominaban la sala, de espaldas a la puerta de entrada.

En el momento en que Bryan paseó la vista por los pacientes que miraban la televisión, lo atrapó la expresión de preocupación del rostro de Frau Rehmann, que seguía hablando por el intercomunicador. Dijo un par de palabras más y se fue directamente hacia Bryan, al que cogió amablemente del brazo.

—Perdone, señor Scott, pero tenemos que seguir con nuestra visita rápidamente. Tendrá que disculparme, pero todavía nos queda toda una planta por ver y han surgido problemas que requieren de mi presencia.

Algunos de los pacientes apartaron la vista del televisor y los siguieron con la mirada hasta que hubieron abandonado la estancia. Sólo hubo uno que no reaccionó; había permanecido inmóvil en la butaca de orejas a la que la antigüedad de muchos años le había dado derecho. Al abrigo de aquel monstruo de mueble, sólo había movido los ojos ligeramente.

Lo que sucedía en la pantalla lo tenía atrapado.

CAPÍTULO 39

En el mismo momento en que abandonaron la sala, el hombre de la butaca retomó lo que estaba haciendo antes de que lo interrumpieran. Primero empezó a menear los pies como de costumbre. Luego separó los dedos de los pies hasta que empezaron a dolerle, respiró profundamente y se relajó. Acto seguido tensó las pantorrillas, hasta que éstas también empezaron a dolerle y luego la parte delantera de las piernas y los muslos. Después de haber activado y relajado todos los grupos de músculos de su cuerpo, volvió a empezar desde el principio.

La pantalla de televisión de grano grueso cambiaba de color constantemente. Las siluetas que se movían en el televisor habían sudado y transmitido toda la excitación que tenían dentro durante un buen rato. Ya era la tercera vez que veía a los mismos velocistas preparándose para la misma carrera. Movían los brazos y las piernas en un extraño ejercicio de relajamiento. Algunas de las zapatillas tenían tres rayas, otras sólo una. En el disparo y el posterior impulso hacia adelante, todos movieron los brazos describiendo molinillos en el aire, en un principio, hacia adelante y hacia atrás, luego hacia arriba, al cruzar la línea de meta. Todos eran hombres musculosos, sobre todo, los hombres de color; por todo el cuerpo, de los pies a la cabeza.

El hombre se puso en pie cautelosamente y alzó los brazos. Ninguno de los demás pacientes apartó la mirada de la pantalla. Nadie le hacía caso. Entonces volvió a tensar los músculos, grupo por grupo. Su cuerpo era como el de los hombres de color, armonioso, de los pies a la cabeza.

Algunos de los corredores se tumbaron en el césped. Ninguno era de color, y todos llevaban pantalones claros. La mayoría eran claros; los pantalones, claros. Mientras alzaba los brazos en el aire por décima vez, contó a los oficiales que formaban una fila en la barrera, separando la pista de los espectadores. Por cada cambio de cámara volvía a contarlos. Había veintidós.

Y entonces volvió a sentarse y retomó su programa.

Los velocistas se pasearon un buen rato con los brazos en jarras. También había visto esta carrera antes. No se miraban. La mayoría llevaban zapatillas con tres rayas. Sólo uno de ellos se había conformado con una. Contó el número de oficiales de la barrera. En esta carrera sólo había unos cuantos; ocho. Volvió a contarlos.

En medio del rótulo que indicaba una pausa entre las retransmisiones, volvió a ponerse en pie. Se inclinó hacia adelante y se agarró los tobillos, acercando el torso a los muslos. Cerró los ojos y tomó nota de los sonidos de la sala. El zumbido de los espectadores era ahogado por el silencio que anunciaba la próxima carrera, la misma que había visto el día anterior.

Estiró con fuerza de sus piernas, golpeó la frente contra las rodillas y empezó a contar hacia atrás. ¡Cien, noventa y nueve, noventa y ocho, noventa y siete...! Volvió a oírse un disparo. Volvió la mirada y dejó que la imagen de la sala pasara volando patas arriba. Un rostro en la silla contigua a la suya se emborronó con sus movimientos intensos. Todos los rasgos se confundieron, los colores se mezclaron y volvió a oír los gritos de los espectadores; una amplia y profunda consonancia desarticulada. Se incorporó, echó un vistazo rápido a la pantalla y registró la imagen de la masa maciza de brazos y colores. Volvió a cerrar los ojos y empezó a contar las cabezas de aquella imagen evocada. El sonido de fondo se apagó. Llegado a este punto de sus ejercicios, el hombre solía marearse. Realizó las últimas treinta flexiones por reflejo. Inspiró un par de veces y volvió a incorporarse. Tras realizar un par de estiramientos de la musculatura del cuello, se estiró hacia el techo y se sentó en el sillón en cuanto los granos de la pantalla volvieron a confluir en una imagen.

Luego respiró profundamente varias veces y retuvo la respiración. Ésta era la recompensa que seguía a cada repetición. Una concentración y un sosiego absolutos. Todos los poros se abrían. En aquellos instantes, la sala se hacía real.

Entonces cerró los ojos y repasó la última repetición desde atrás, movimiento por movimiento. Al volver al inicio, percibió claramente cómo habían sonado los pasos del visitante a sus espaldas. Evocó todos los movimientos en la sala.

Los zapatos que había llevado el extraño estaban provistos de suelas duras. Los golpes contra el suelo habían sido cortos; los pasos, rápidos y cuantiosos, numerosos. Se había quedado quieto cuando la directora se había acercado al intercomunicador. Y luego habían vuelto a hablar.

El hombre de la butaca de orejas juntó las rodillas rápidamente y desenfocó la mirada. Después soltó el aire entre los dientes e inspiró repentina y profundamente, una vez más. Habían hablado. Ambos habían pronunciado sonidos que lo importunaban y lo corroían al evocarlos. Abrió los ojos y vio a un nuevo grupo de corredores que se preparaban para la próxima carrera. Cinco de ellos llevaban las zapatillas con las tres rayas. Dos sólo llevaban una. Luego contó a los oficiales en la barrera. Esta vez tan sólo eran cuatro. En el tercer recuento empezó a respirar con ansiedad y alzó la vista.

Algunas de las palabras se negaban a abandonarlo.

Volvió la mirada hacia la pantalla y empezó a mover las pantorrillas de nuevo. Esta vez se saltó la mitad del programa, tomó impulso, se puso en pie y se agarró los tobillos. Al oír pasos en el pasillo, los soltó y se incorporó. Hasta entonces, nadie lo había pillado realizando aquel ritual.

Cuando el hombre del rostro picado de viruela se sentó a su lado, volvió la cabeza. Dejó que su visita le acariciara el dorso de la mano y contó las veces que lo hizo, como de costumbre. Esta vez, su visita estuvo más suave que de costumbre.

—Ven, amiguito —se limitó a decirle—, vamos a ver a Hermann Müller.

Le apretó la mano y prosiguió:

—Ven, Gerhart, vamos a tomar el café de los sábados.

Fue la primera vez en años que aquel nombre se le hizo extraño a James.

CAPÍTULO 40

Hasta que Bryan no se encontró en el sendero del Stadtgarten no se dio cuenta de que las flores que había comprado para la tumba de James se hallaban en el despacho de la directora Rehmann. Desde la interrupción de la visita, le había parecido sospechosamente reservada.

Pocos minutos después, se habían despedido.

Todo el montaje había sido en vano. El deseo de saber más cosas de Kröner o Hans Schmidt —que era el nombre que había adoptado— no se había visto recompensado. Nunca se le había ofrecido la oportunidad de hacer las preguntas adecuadas. El intento de unir las ayudas de la CEE con preguntas de carácter más privado había sido un acto de inconsciencia y muy arriesgado. Frau Rehmann habría sospechado en seguida y habría desconfiado de él; además, pronto habría llegado a los oídos de Kröner. Bryan no necesitaba un enfrentamiento así, desde luego.

Llegada la hora, ya se las vería con el tipo del rostro picado de viruela.

En resumen, la visita había sido un enorme despropósito. El tiempo había pasado sin que se apreciara ningún resultado.

En la entrada del parque, Bryan se agachó y cogió una flor, un engendro violeta, larguirucho, más bien vulgar, parecido a una ortiga y medio marchito, que se había dejado arrancar de raíz, sin que el guardia del parque diera muestras de la más mínima desaprobación. Intentó arreglar los pétalos suavemente. Aquella planta insignificante ilustraba mejor la soledad y la conmoción que lo acongojaba que cualquier ramo de flores podría haberlo hecho.

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