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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (61 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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Gerhart contempló el cabrilleo en el agua hasta que se calmó, cerró los ojos y dejó que desapareciera una parte del pasado. Se había sacado dos espinas de su mente torturada: Kröner y Stich. Se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con el botiquín.

Empezó a temblar.

La habitación le pareció fría. Todo lo que lo rodeaba se deformó. La realidad y la seguridad estaban reñidas. Vio reflejado su rostro en el espejo del botiquín: un extraño.

El contenido del botiquín era escaso. Tardó poco tiempo en encontrar el frasco grande del que los simuladores le habían dejado tomar con tanta prodigalidad.

Esta vez se limitó a metérselo en el bolsillo.

El único vestigio visible de su encuentro con Kröner eran las alfombras arrugadas, resultado de la lucha que había tenido lugar dentro de la casa.

Después de colocarlas bien, Gerhart volvió al estudio de Kröner. Una vez allí, recogió el abrecartas con el pie de ciervo del suelo y lo dejó encima de la mesa de escritorio. En el rincón más alejado de la estancia había un cesto de mimbre estrecho repleto de bastones y tubos de cartón. Se quedó un rato mirando aquel bosque de pinchos antes de introducir la mano hasta el fondo. Después de unos segundos, encontró lo que buscaba. Un rollo pequeño y fino envuelto en papel de embalar de color marrón. Se lo quedó mirando un rato. Cuando los simuladores se juntaban para beber, Kröner solía sacarlo de vez en cuando para provocarlo.

Se lo metió en la chaqueta, subió la cremallera y lo estrechó contra el cuerpo.

Cuando se disponía a abandonar la casa, sonó el timbre. Allí estaba, desposeído de ideas y sentimientos, en medio del oscuro vestíbulo, hasta que el timbre dejó de sonar.

CAPÍTULO 55

Después de que hubieran abandonado el hotel Colombi, Laureen empezó a llorar desconsoladamente.

Estaba fuera de sí.

En un intento de tranquilizarla, Petra la había introducido en un portal.

—No te preocupes, lo encontraremos a tiempo —dijo con resolución, considerando, a su vez, si debía darle una bofetada.

Diez minutos más tarde, Laureen volvía a estar serena.

—¿A dónde vamos? —preguntó, intentando sonreír.

—Tendremos que hablar con Wilfried Kröner. Mientras no haya forma de dar con Peter Stich, es con él con quien debemos hablar.

—Pareces preocupada...

—Es que tengo razones para estarlo. ¡Las dos tenemos razones para estarlo!

—¿Realmente crees que es recomendable que vayamos a su casa?

La calle estaba iluminada. Los visitantes ya habían aparcado sus coches a lo largo de la acera en una hilera ininterrumpida. Los sábados, la gente aprovechaba para hacer visitas. Laureen dejó vagar la mirada por la calle.

—Se parece un poco a Canterbury —comentó, distraída.

Un destello melancólico de una vida tranquila y pretérita, a varios años luz.

Laureen se apoyó contra un coche ostentoso de color gris metalizado que estaba aparcado en la acera enfrente de la casa de Kröner que, dejando a un lado el Audi de la entrada y una solitaria ventana iluminada, parecía estar desierta y abandonada.

—También se pueden ver coches como éstos aparcados en Tavistock Street —masculló casi para sus adentros.

Laureen se llevó la mano al cuello, de pronto cohibida.

—Bueno, es la calle donde el auditor de mi marido tiene su despacho.

Petra asintió con la cabeza y miró a la mujer alta; parecía desequilibrada.

—No sé si hacemos bien en presentarnos en su casa. ¡Ya nos enteraremos! —dijo Petra al cabo de un rato—. ¿Viste hace un momento algo que se movía cerca de la puerta principal? —preguntó.

—¡Desde aquí ni siquiera soy capaz de ver la puerta! —contestó Laureen.

Cuando uno de los habitantes del barrio, ligeramente desconfiado, volvió a saludarlas por segunda vez, esta vez después de haber paseado al perro, Petra agarró a Laureen por el brazo con decisión y se la llevó hacia la casa.

—¡No creo que haya nadie en casa! ¿Tú qué opinas?

—Yo no he visto nada.

—Me temo que tendremos que tocar el timbre.

—¿Y qué pasará si hay alguien en casa? ¿Qué puede hacernos Kröner?

—No tengo ni la menor idea.

Petra se detuvo y miró a Laureen con una mirada oscura.

—¡Pero recuerda. Laureen! ¡Si algo malo ocurriera, recuerda que tú misma te has embarcado en este asunto, voluntariamente! ¡No se te ocurra decir después que no sabías lo que hacías!

Cuando Petra llamó a la puerta, se fijó en que la mujer alta daba un paso atrás.

Después de haber esperado un buen rato sin que nadie abriera la puerta, Petra fue la primera en romper el silencio.

—Estoy convencida de que están juntos los tres. No están aquí; creo que Stich y Lankau han recogido a Kröner y se lo han llevado a alguna parte.

—¿Por qué crees eso?

—Porque Kröner no está en casa y, aun así, su coche está aquí.

Hizo un gesto en dirección al cobertizo.

—¿Adonde pueden haber ido?

Laureen se estremeció. Le había contado a Petra que era muy normal que tuviera frío después de la caída de la tarde; no importa la estación del año en que se encontraran. Sin embargo.

aquella noche era la noche más cálida de septiembre de los últimos muchos años.

—No lo sé, Laureen. ¿Es que no lo entiendes? Los fines de semana suelen estar con sus respectivas familias. Y puesto que no están en casa, es de suponer que están en algún restaurante cenando, o que se han ido todos juntos a una velada de
Heder
y que ahora mismo están cantando
Im gruñen Wald
a viva voz o algo por el estilo. De hecho, ahora mismo pueden estar en cualquier sitio y hacer cualquier cosa. Siempre y cuando, está claro, realmente estén con la familia. ¡Pero no lo están! ¡Lo sé! Esta noche, no. ¡Han salido por su cuenta, sólo Dios sabe a dónde!

—¿Qué te hace pensar eso?

—Cuando llamé desde el hotel Colombi, Andrea Stich estaba sola en casa. Peter Stich no sale por ahí sin ella. Pueden decirse muchas cosas de él, pero jamás permitiría que Andrea se quedase sola en casa, si los demás se han llevado a sus mujeres. Además, el coche de la esposa de Kröner no está. ¡Seguramente la habrá enviado de visita familiar o algo parecido! Y en cuanto a Lankau, es muy capaz de quitar a su mujer de en medio en un caso como éste. ¡No, estoy convencida de que están juntos en este preciso instante!

—¿Y Bryan? ¿Dónde está Bryan?

—Sí —dijo Petra con un suspiro—, luego está tu marido. Sin duda también es una de las razones por las cuales están fuera.

Petra toqueteó su bolso. De momento, no tenía intención de decir nada más. Por primera vez aquel día encendió un cigarrillo. Laureen negó con la cabeza cuando le ofreció uno.

—¿La casa tiene otra entrada? —preguntó Laureen.

—Sí, hay una puerta que da al jardín. Pero la puerta cochera es la única entrada que da acceso al solar, si es eso en lo que estás pensando.

—No lo es.

Mientras Laureen desaparecía por la esquina más próxima de la casa, Petra se puso a pensar en sus posibilidades. La vida en Friburgo sería muy difícil para ella y Gerhart. La vida que tenían en común estaba basada en los vínculos que habían trabado a lo largo de los años con aquellos tres hombres. Si mezclaban a la policía en el asunto, esos diablos sabrían cómo zafarse. La verdadera victima sería Gerhart y, por tanto, ella. ¡O a lo mejor no! Si no implicaban a la policía en todo aquello, el desenlace podría resultar fatal para todos. Estaba convencida de que sabría defenderse de los hombres por separado. Pero si estaban juntos y la situación se salía de madre serían peligrosos, muy peligrosos. Y esta situación estaba a punto de darse.

La cuestión era qué hacer y por dónde empezar. Al fin y al cabo, estaban intentando encontrar al marido de Laureen y no al suyo. En realidad, podría haber dado media vuelta y desaparecer. Podía hacerle una visita a Gerhart, tal como debería haber hecho ya, y luego volver a casa, donde la esperaban el televisor y los libros, los muebles y un montón de vecinos banales.

Fue la última asociación de ideas la que sobre todo asustó a Petra. Ya llevaba demasiado tiempo haciendo lo mismo. Era preferible la nada. ¿Cuál era el riesgo que corría?

Al fin y al cabo, la muerte era lo más cercano a la nada.

A juzgar por los zapatos de Laureen, había examinado minuciosamente cada palmo del jardín que rodeaba la casa. La tierra le llegaba a los tobillos.

—No podemos entrar. He sacudido todas las puertas y ventanas que he encontrado en el camino —dijo, sin saber que, en aquel preciso instante, había una persona al otro lado de la puerta, a unos pocos centímetros de ella, apretujándose contra el marco y conteniendo la respiración.

Petra llamó a Lankau desde una cabina telefónica en la última vía de acceso al barrio. Tampoco había nadie en la casona de Lankau. Se quedó pensativa un rato, apoyada en la cabina; le extrañaba.

—Tendremos que esperar a mañana. Pueden estar en cualquier lugar —anunció.

—¡No podemos esperar, Petra!

Petra sabía que Laureen tenía razón.

—¿No tienes ni la menor idea de dónde pueden estar? —prosiguió Laureen—. ¿No tendrán algún refugio donde reunirse? Una oficina, un lugar apartado. ¡Cualquier sitio!

La sonrisa que Petra le brindó era insondable pero compasiva.

—Laureen, escúchame bien. Lankau, Kröner y Stich son propietarios de casas en casi todas las calles de la ciudad; pueden estar en cualquier parte. ¡ De hecho, ya podrían estar de vuelta de donde acabamos de estar! En el sanatorio, en casa de Stich o de Kröner. Pueden estar en la casa de veraneo de Kröner en el lago de Titisee, pueden estar en la hacienda de Lankau, en el barco de Kröner que está atracado en el Rin, cerca de Sasbach, o pueden estar de camino a algún lugar. Esperemos a mañana.

—¡Ahora escúchame tú, Petra! —Laureen agarró a Petra de los hombros y la miró fijamente a los ojos—: ¡Se trata de mi marido! Ya sé que hay muchas cosas que pertenecen al pasado. Mi marido jamás me comentó nada de lo que tú me has contado. Pero ¿sabes qué? ¡Una cosa sí sé, ahora que lo pienso! Bryan tiene que acabar lo que ha venido a hacer aquí. ¡Él es así! Y luego, gracias a Dios, hay algo más: Bryan y yo llevamos casados muchos años y estoy en disposición de decir que, en muchos aspectos, somos diferentes. Sin embargo, hay un punto en el que nos parecemos. Los dos somos perdidamente pesimistas. Yo siempre me imagino lo peor, y eso también lo hace Bryan en cualquier situación. Por esa misma razón, hasta el momento, debe de haber hecho todo lo posible por adelantarse a cualquier situación complicada.

Laureen dejó de temblar.

—¿Qué es, ahora mismo, lo peor imaginable?

Petra no tenía la menor duda:

—Que Stich, Kröner y Lankau intenten borrar las huellas del pasado que tanto les molestan. Son capaces de utilizar cualquier método. ¡Sin remordimientos!

—¡Bryan debe de haberlo tenido en cuenta, Petra! ¡A lo mejor nunca subió a esa montaña! Si ha tenido ocasión de hacerlo, los habrá seguido él. ¿Dónde pueden estar ahora los simuladores? Tendremos que averiguarlo. Porque allí estará también Bryan.

—¡Ya te lo he dicho mil veces, Laureen! ¡Pueden estar en cualquier sitio!

Petra se quedó traspuesta, parecía pensativa y cansada. Su voz era apagada cuando dijo:

—Pero si usamos el método de descartes, la hacienda de Lankau podría ser una posibilidad factible. ¡Suelen ir allí cuando quieren estar tranquilos!

—¿Por qué allí?

—¿Por qué crees? Porque es un lugar apartado. Nunca hay nadie por allí.

—¡Venga, llama!

—¡No puedo hacerlo, Laureen! Lankau sabe protegerse. ¡No tengo el número, es secreto!

—¿Cómo podemos llegar hasta allí? ¿Está lejos?

—Se tarda veinte minutos en bicicleta.

—¿Y de dónde saco yo una bicicleta?

—¡Y se tarda diez minutos si cogemos ese taxi! —la interrumpió Petra agitando los brazos violentamente.

CAPÍTULO 56

A pesar de su edad y de algunas deficiencias físicas, en el fondo, Lankau seguía siendo un soldado curtido. Ya se había hecho una idea general de la situación. Después de que Amo von der Leyen se hubiera marchado, no había más que hacer que esperar. Se había liberado, había advertido a Stich y ahora esperaba; el mayor don de un soldado.

Allí, al amparo de la noche, al lado de la ventana que daba a la carretera, había dejado volar los pensamientos en más de una ocasión. Las montañas de Bolivia rebosaban literalmente de oportunidades. Mano de obra sedienta de pedidos, llanuras esquilmadas y abandonadas que podían adquirirse por cuatro duros... El río Mamoré había sido su compañero de viaje la última vez que había estado cazando rodeado de criollos de rostros morenos y movimientos sumisos. Fue entonces cuando tomó la decisión. El cambio continuo de vegetación, las prometedoras capas de minerales del subsuelo, las tascas de San Borja y de Exaltación donde el aire se consumía y las
jukeboxes
vertían, como por arte de magia, estridentes melodías patrióticas interpretadas con virtuosismo por Elisabeth Schwarzkopf.

Todo aquello sería su futuro. La llegada de Amo von der Leyen había convertido aquella posibilidad en una realidad, en algo más que palpable. En cuanto se hubiera terminado el asunto, tomaría las medidas pertinentes y definitivas.

El último paso hacia la seguridad sería ligero.

Lankau sonrío para sus adentros. La sensación desconocida de estar solo en medio de la oscuridad le resultaba atractiva. Refuerza las decisiones, el odio y la fuerza primitiva que conlleva concentrarse en ella.

Su cuerpo no había estado tan macizo desde que, años atrás,

se había caído en una pista negra de St. Ulrich, en los Alpes dolomíticos. Le escocía el ojo, los hombros le dolían y allí donde la cuerda se había hundido en la carne de piernas y brazos palpitaban unas estrías rojas de piel macerada. Además, se había hecho un chichón en la cabeza cuando la silla se hizo añicos.

En resumidas cuentas, esperaba con impaciencia pagar a Amo von der Leyen con la misma moneda.

Volvería, Lankau estaba totalmente convencido de ello. Por tanto, sólo cabía esperar, una espera en la que se alternaba el odio con la promesa de futuros escarceos con jóvenes mujeres mestizas y el aroma pesado de caña de azúcar, cacao y café.

La casa estaba como la había dejado Amo von der Leyen y a oscuras. En el patio sólo brillaba una luz tenue que siempre estaba encendida. Al otro lado de la viña que daba a la carretera, los conos de luz de los coches centelleaban ocasional y repentinamente, iluminando durante uno o dos segundos los trofeos de caza de Lankau de un modo siniestro y vivificante.

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