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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (64 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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La visión, a pesar de la oscuridad, no daba lugar a equívocos. Las convulsiones todavía se reflejaban en los rostros y los ojos lívidos y sin brillo de los cadáveres, como la película que cubre la yema de un huevo pasado.

El hombre de los ojos enrojecidos aún apretaba entre sus manos lo que les había quitado la vida. Ésa era la razón por la que la luz no se había encendido. Bryan miró los dos cables y estuvo a punto de vomitar. Sobre los labios de Stich corría una línea blanca de carne quemada. Los cadáveres desprendían un hedor agrio y extraño. Como el de un horno de gas sucio. La muerte de Stich fue tan siniestra como lo había sido su vida.

Y se había llevado a la pobre mujer consigo.

CAPÍTULO 58

«Cuando llegue a la altura de la casa, apagaré el motor y dejaré el BMW aparcado en la carretera.» Bryan repasó la situación. Era aconsejable proceder con prudencia. La última hora le había resultado demasiado agitada.

Y no había avanzado nada.

Un mundo desconocido se había tragado a Laureen y a Petra.

Bryan había hecho muchos descubrimientos terribles durante el repaso del piso de Stich. A pesar de la escasa luz de su encendedor, los testimonios del verdadero yo de Peter Stich no dejaron lugar a las dudas. Un cajón tras otro, estante tras estante, estancia tras estancia, todo evidenciaba que el anciano había seguido viviendo en su feroz pasado. Fotografías de muertos, armas, medallas, banderas, estandartes, relieves, figuritas, revistas, libros y más fotografías de muertos.

Bryan había abandonado el piso de Stich sin llamar la atención. Desde Luisenstrasse se había dirigido al palacete de Kröner, que ya había tenido bajo vigilancia dos veces antes. Estaba convencido de que aquélla sería la última vez.

El enorme jardín de Kröner estaba envuelto en la oscuridad cuando Bryan por fin llegó a la casa, y a punto estuvo de desanimarse por ello. La única señal de vida era la débil luz de una bombilla en el primer piso. Por lo demás, la casa parecía deshabitada.

Después de llamar al timbre un par de veces, Bryan volvió al jardín. Una vez allí, cogió una piedra en el sendero y apuntó. El cristal de la ventana del primer piso apenas tintineó una décima de segundo. Luego arrojó unas cuantas más. Al final bombardeó todas las ventanas y la gravilla rebotada por los cristales cayó sobre el césped.

Y entonces se dio cuenta de lo estúpido que había sido.

Bryan miró por la ventanilla lateral. Todavía no había salido la luna. Los viñedos estaban ocultos en la oscuridad.

Antes de llegar al desvío que llevaba a la hacienda de Lankau, Bryan se dio cuenta de que la luz del patio ya no estaba encendida. Cuando apagó los faros, la oscuridad lo envolvió. Un par de cientos de metros más adelante superó la zanja a tientas y, encogido, bordeó el viñedo. Al abrigo de la primera hilera de vides, llegó a la parte trasera de la casa y se acercó a la ventana del frontis para echar un vistazo al interior del salón en el que había dejado a Lankau atado a la silla.

Estaba a oscuras y en silencio.

Tendría que volver a buscar la verdad en aquella casa. Mientras había estado contemplando la casa de Kröner, apenas veinte minutos antes, se había dado cuenta de que probablemente sólo Lankau podría ayudarlo a seguir adelante. La casona de la ciudad había estado vacía. Kröner había abandonado su nido y seguramente ya se había ocupado de que Petra y Laureen estuvieran controladas.

Bryan permaneció un buen rato escuchando en medio de la oscuridad. Nada parecía indicar que Kröner se le hubiera adelantado. Los únicos sonidos que le llegaron fueron los graznidos de pájaros que tantas veces lo habían acompañado en sus paseos por Dover. Los viñedos les pertenecían.

Alzó la vista hacia el oscuro cielo y luego se deslizó los últimos veinte metros al descubierto, siguiendo el muro que lo separaba del patio.

CAPÍTULO 59

Esta vez, Lankau no estaba dispuesto a dejarse sorprender. Tras haber abandonado a Petra en el cuarto de la prensa, se había pasado la mayor parte del tiempo sentado en una silla, explorando la oscuridad. Hubo un momento en que la mujer larguirucha se había puesto algo histérica. Se había despertado sobresaltada y había mirado a su alrededor, dando claras muestras de extravío. Cuando se dio cuenta de que estaba atada y sola, tiró de las cuerdas y profirió algunos sonidos guturales que la mordaza apenas dejaba salir. En el momento en que Lankau salió de su rincón, la mujer enmudeció como por arte de magia.

—Por lo visto, no eres tan muda como querías dar a entender —susurró Lankau, sonriente, y se acercó a ella.

Cuando le aflojó el pañuelo que hacía las veces de mordaza y que se le habia hundido en las comisuras de la boca, Laureen echó la cabeza hacia atrás mostrando todo su odio reprimido.

—Me parece a mí que no eres muda del todo —volvió a intentarlo Lankau, esta vez en inglés—. Pues sí, estás sola —dijo alternando los dos idiomas—. ¡La pequeña Petra no está aquí! ¿La echas de menos?

Lankau se rió. Sin embargo, la mujer no reaccionó.

—Venga, deja que te oiga hablar una vez más, querida Laura, o como sea que te llames —dijo sentándose en cuclillas delante de ella—. ¿Qué te parece, por ejemplo, un pequeño grito?

Lankau levantó el puño y abrió la mano delante de su rostro. Luego lo agarró como si fuera una enorme piedra que quisiera lanzar muy lejos. Y al cerrar él la mano a su alrededor llegó el grito. Sin embargo, Lankau no consiguió sacarle ni una sola palabra.

El hombre del rostro ancho apretó el pañuelo y volvió a ocupar su silla delante de la ventana.

La primera vez que vio a Amo von der Leyen fue cuando éste salió del BMW aparcado en la carretera. La visión de la figura encogida lo llenó de alegría a la vez que lo excitó. Lankau deslizó la mano por el alféizar de la ventana sin perder de vista a su víctima. Cuando alcanzó el cuchillo que había dejado listo al lado de la manzana a medio comer, se volvió decidido hacia la mujer atada en la silla. Tras haberlo rumiado un segundo, decidió que, de momento, la dejaría vivir.

El golpe que le propinó en el cuello, justo por encima de la clavícula, la dejó inconsciente.

La silueta desapareció un tiempo, oculta detrás de la vides. Lankau intentó detectar algún movimiento en el terreno. Al no conseguirlo, volvió a la ventana.

Aunque no había humedad en el aire, el patio daba la sensación de estar resbaladizo. Bryan adelantó los pies sobre los adoquines con mucho cuidado y, aun así, estuvo a punto de resbalar varias veces sobre la capa de musgo. No le gustaba la idea de introducirse en la casa sin antes saber por qué no estaba encendida la luz del patio. Pese a la Shiki Kenju que sostenía en la mano, resultaba difícil sentirse totalmente seguro. La oscuridad había sido su compañera desde que se había escurrido al interior del piso de Stich.

Y ya no le hacía ninguna gracia.

Al dar el primer paso por el pasillo registró algo conocido. Incluso antes de que tuviera tiempo de reconocer lo que era, sintió un profundo pinchazo en el costado. Al caer hacia adelante por el efecto de
shock
que le produjo el pinchazo, volvió a notar lo que había notado antes. Viva y fervorosamente.

La pistola voló de su mano de un puntapié, y entonces se encendió la lámpara del techo.

Lo único que pudo ver Bryan fue a Lankau, que ocupaba todo su campo visual. La luz del techo lo rodeaba como una aura. La luz lo había cegado e, instintivamente, Bryan rodó hacia un lado
y
chocó con algo duro e irregular. Lo agarró inmediatamente y lo arrojó contra la cabeza de su contrincante con todas las fuerzas que pudo movilizar.

El resultado fue abrumador. La silueta cayó al suelo con un rugido.

Bryan se incorporó dolorido y se echó rápidamente a un lado buscando apoyo en la pared. Los contornos y la composición de la estancia se le revelaron de pronto. Delante de él yacía Lankau mirándolo con una expresión enfurecida. Todavía sostenía el cuchillo en la mano, pero aún no estaba listo para saltar sobre él. Era fácil ver por qué. Una brecha corta pero profunda recorría su nariz dejando entrever un pedazo de cartílago de color blanco azulado.

Bryan notó un dolor agudo en el costado y miró hacia abajo. Lankau le había clavado el cuchillo en el costado, debajo de la tercera costilla. De haberlo hundido cinco centímetros más, le habría perforado el pulmón. Y si hubieran sido diez, ya estaría muerto.

La sangre abandonaba su cuerpo muy lentamente, pero tenía el brazo izquierdo anquilosado.

En el momento en que lo descubrió, Lankau avanzó hacia él, arrastrándose por el suelo. Bryan buscó a tientas por el suelo y encontró un leño igual que el que había lanzado contra su agresor. Cuando Lankau se disponía a lanzarse contra él, Bryan lo golpeó en el brazo con tanta fuerza que tanto el leño como el cuchillo salieron despedidos por el aire.

—¡Cerdo! —rugió Lankau mientras luchaba por incorporarse.

Ambos respiraban con dificultad, aunque no perdían de vista al otro ni por un momento. Tan sólo los separaban un par de metros.

—¡No la encontrarás! —gruñó Lankau al ver que Bryan recorría el suelo de la estancia con la mirada.

Movió los ojos con mayor rapidez. Ni el cuchillo ni la Kenju podían estar muy lejos. Cuando su mirada alcanzó el encendedor que, hacía tan sólo un par de meses, le había regalado a su mujer, se le heló la sangre. De pronto fueron apareciendo las pequeñas pertenencias de Laureen diseminadas por la superficie ruda del suelo. Al volver la cabeza y ver unos pies atados a las patas de una silla le sobrevino el mayor susto de su vida. En ese mismo instante, reconoció la sensación que había tenido al entrar en la estancia: una impresión pesada e insistente que debería haberlo puesto sobre aviso; una insinuación ligera e incitante del perfume que Laureen había utilizado a diario durante los últimos diez años.

El perfume que, en su día, él mismo le había pedido que usara.

El jadeo que profirió al ver a su mujer atada a la silla, pálida y con la mirada embotada y soñolienta, se interrumpió de golpe.

Lankau aprovechó un momento de descuido, cuando Bryan había buscado los ojos de Laureen con la mirada, para abalanzarse sobre él con todo el peso de su cuerpo, y la herida del costado se volvió a abrir.

Lankau se había quedado con la boca abierta. El aliento fétido y la saliva viscosa le salía a borbotones. Estaba profundamente concentrado en las llaves de lucha libre que intentaba aplicar a su víctima. Toda su fisonomía parecía ávida de infligir dolor. Las manos de Bryan buscaban febrilmente atajar aquella coraza. Tuvo que atrapar puñetazos, interceptar golpes, detener puntapiés y rodillazos. Las bocas de ambos eran como tijeras cortantes que se abrían y cerraban sin cesar, buscando el cuello del otro.

La fuerza centrífuga arrojó los cuerpos sobre el contenido del bolso de Laureen: paquetes de tabaco, tampones, perfiladores de ojos, polvera, agenda, apuntes y otros objetos de carácter indefinido. Chocaron contra los muebles, arrancaron mantelillos de encaje de los aparadores, volcaron figuritas negras de Kenia y rompieron carcajes zulús como si de cascaras de huevo se tratara.

En el preciso momento en que Bryan había conseguido liberar una mano con la que agarrar a Lankau por la entrepierna, el gigante se revolcó y alejó a Bryan de un empujón.

Separados por apenas un par de metros, los dos hombres intentaron formarse una idea general de la situación y de las posibilidades de cada uno mientras recuperaban el aliento. Un viejo que lo había aprendido todo acerca del arte de matar y un médico de mediana edad que sabía que la suerte no es un valor eterno. Sus ojos no buscaban lo mismo. Lankau buscaba cualquier objeto que pudiera usar como arma; Bryan sólo buscaba la Kenju.

Lankau fue el primero en encontrar lo que buscaba. A Bryan no le dio siquiera tiempo de verlo lanzar su pieza de artillería. El aparador lo alcanzó de lleno en la clavícula, cortándole la respiración. En ese mismo instante, el hombre corpulento saltó sobre Bryan como si de pronto tuviera alas.

Mientras su brazo derecho impactaba contra el diafragma, el otro se cerraba alrededor del cuello de Bryan, atrapando los pelos de la nuca que Laureen siempre había intentado que se afeitara. Aquel brazo, tan grueso como un poste, estuvo a punto de romperle el cuello. El nudo en la garganta creció de manera casi sobrenatural. Entonces Lankau volvió a ponerse en pie y, con una fuerza sobrehumana, lanzó a Bryan contra la pared en la que estaban colgadas las cornamentas. Uno de los trofeos de los últimos años colgaba a la altura del pecho. Los pequeños y afilados cuernos desgarraron la americana de Bryan con tanta facilidad que podría creerse que la tela de la que estaba hecha tenía varios cientos de años.

El grito de Laureen hizo que Bryan volviera la cabeza. Lo siguiente que notó fue la colisión con el cuerpo de Lankau. Uno de los cuernos rebotó en la columna vertebral de Bryan con un chasquido aterrador que hizo que Lankau soltara un rugido de alegría y se ensañara con Bryan con fuerzas renovadas.

Fuera el dolor o la intuición lo que lo llevó a hacerlo, el caso es que Bryan alzó los brazos, que fueron a dar contra la cornamenta de otro de los trofeos de caza de Lankau.

Cuando finalmente los dedos alcanzaron los cuernos del trofeo, la sangre salía a borbotones de su espalda. Aplicando el peso de su cuerpo, Bryan logró arrancar la cornamenta de la pared y continuó e! movimiento descendiente con tal fuerza que los cuernos se clavaron en los recios músculos de la nuca de Lankau. El hombre de la cara ancha reculó de un salto con una expresión de sorpresa y el cráneo del ciervo sobresaliéndole de la cabeza.

Estaba visiblemente afectado y dio unos pasos titubeantes que suelen preceder al desplome. En el momento en que cayó sobre el cuerpo de Laureen, Bryan tuvo que reconocer que Lankau todavía guardaba un as en la manga.

Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, el hombre corpulento se había puesto en pie y había rodeado la silla. Desde aquella postura agarró el cuello de Laureen con su brazo derecho. La intención era clara: un solo tirón de aquel fornido brazo, y la vida de Laureen habría terminado.

Lankau no dijo nada. Se limitó a respirar pesadamente y miró a Bryan fijamente a los ojos mientras su mano izquierda buscaba la cornamenta que pendía de su carnosa nuca. Bryan se separó de la pared en el momento en que Lankau tiraba hacia arriba. Sus alaridos de dolor se fundieron en un largo grito aterrador.

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