—¿Está usted muy borracho? —preguntó Ned, bajando la voz y ofreciendo a Barley un vaso de agua helada.
—No —respondió Barley—. ¿Quién me está secuestrando? ¿Qué ocurre?
—Me llamo Ned, y voy a ir derecho al grano. No hay ningún telegrama, ni ninguna crisis en sus asuntos, fuera de lo habitual. Nadie está siendo secuestrado. Yo soy del Servicio de Inteligencia británico. Y también las personas que le están esperando aquí al lado. Una vez, usted solicitó unirse a nosotros. Ahora es su oportunidad de ayudar.
Se hizo el silencio entre ellos mientras Ned esperaba que respondiera. Ned tenía exactamente la misma edad de Barley. Durante veinticinco años, bajo un aspecto u otro, había estado revelándose como agente secreto británico a personas que necesitaba atraerse. Pero ésta era la primera vez en que su cliente se abstenía de hablar, parpadear, sonreír, retroceder un paso o manifestar la más mínima señal de sorpresa.
—Yo no sé nada —dijo Barley.
—Quizá necesitemos que averigüe algo.
—Averígüenlo ustedes mismos.
—No podemos. No sin usted. Por eso es por lo que estamos aquí.
Acercándose a las estanterías de libros, Barley inclinó a un lado la cabeza y miró los títulos por encima de sus redondas gafas, mientras continuaba bebiendo su agua.
—Primero eran comerciantes, ahora son espías —dijo.
—¿Por qué no habla con el embajador?
—Es un estúpido. Estuve en Cambridge con él.
Cogió un libro encuadernado y miró la portada.
—Basura —declaró con desprecio—. Debe de comprarlos por metros. ¿De quién es esta casa?
—El embajador acreditará la verdad de mis palabras. Si usted le pregunta si puede jugar al golf el jueves, le dirá que no antes de las cinco.
—Yo no juego al golf —replicó Barley, cogiendo otro volumen—. No juego a nada, en realidad. Me he retirado de todos los juegos.
—Excepto del ajedrez —sugirió Ned, tendiéndole la guía telefónica abierta.
Encogiéndose de hombros, Barley marcó el número. Al oír al embajador no pudo evitar una sonrisa granuja, aunque un poco desconcertada.
—¿Eres tú, Tubby? ¿Qué tal un poco de golf el jueves para tu hígado?
Una voz áspera respondió que estaba comprometido hasta las cinco.
—A las cinco, imposible —replicó Barley—. Se nos haría de noche jugando… El cabrón de él ha colgado —se lamentó, agitando el auricular. Luego vio la mano de Ned sobre el soporte del teléfono.
—Me temo que no es una broma —dijo Ned—. En realidad, es algo muy serio.
De nuevo sumido en sus propias reflexiones, Barley colgó lentamente el auricular.
—La línea divisoria entre lo realmente muy serio y lo realmente muy divertido es realmente muy fina —observó.
—Pues crucémosla, ¿eh? —dijo Ned.
Las voces del otro lado de la puerta habían callado. Barley hizo girar el picaporte y entró, Ned le siguió, Brock se quedó en el pasillo para proteger la puerta. Nosotros habíamos estado escuchando todo por el transmisor.
Si Barley sentía curiosidad respecto a qué encontraría allí, también nosotros. Es un juego extraño el de volver del revés la vida de un hombre sin conocerle. Entró lentamente. Avanzó unos pasos en la habitación y se detuvo, con los largos brazos colgando a los costados mientras Ned hacía las presentaciones.
—Éste es Clive, éste es Walter, y aquél es Bob. Éste es Harry. Aquí, Barley.
Barley fue inclinando levísimamente la cabeza a medida que iban siendo pronunciados los nombres. Parecía preferir la evidencia de sus ojos a cualquier cosa que se le dijese.
Le interesaron el ornamentado mobiliario y la maleza de las vulgares plantas de interiores. Y también un naranjo. Tocó un fruto, acarició una hoja y, luego, se olfateó delicadamente el índice y el pulgar como asegurándose de que eran reales. Había en él una ira pasiva que prescindía de toda averiguación de causas. Ira por ser despertado, pensé. Por ser individual izado y citado…, cosa que, según Hannah, era lo que yo más temía.
Recuerdo también que era elegante. No, bien lo sabe Dios, por sus raídas ropas. Sino en sus gestos, en su desvaída caballerosidad. En su cortesía natural, aunque se resistiese a ella.
—Parece que no quieren hablar de apellidos, ¿verdad? —preguntó Barley cuando hubo terminado su examen de la habitación.
—Me temo que no —respondió Clive.
—Porque un tal señor Rigby visitó la semana pasada a mi hija Anthea. Dijo que era un inspector de Hacienda, alguna patochada sobre que quería revisar una valoración indebida. ¿Era algún payaso de ustedes?
—A lo que parece, yo pensaría que probablemente lo era —respondió Clive, con la arrogancia de quien no quiere tomarse el trabajo de mentir.
Barley miró a Clive, que tenía uno de esos rostros ingleses que parecían haber sido embalsamados mientras era todavía un rey niño, a sus ojos duros e inteligentes que no tenían nada detrás, a la ceniza bajo su piel. Se volvió hacia Walter, redondo y jovial, una especie de Falstaff de las salas comunes. Y de Walter su mirada pasó a Bob, observando su porte patricio, su mayor edad, su masculina desenvoltura, los tonos marrones, en lugar de grises y azules, que vestía. Bob se hallaba cómodamente recostado, con las piernas estira das y el brazo apoyado posesivamente sobre el respaldo de la silla. Del bolsillo superior de su chaqueta asomaban unas gafas de montura de oro y medios cristales. Las suelas de sus agrietados zapatos color caoba eran como planchas de hierro.
—Barley, yo soy el elemento extraño de esta familia —anunció plácidamente Bob, con acusado deje bostoniano—. Supongo que también soy el más viejo, y no quiero estar aquí sentado bajo una falsa bandera. Tengo cincuenta y ocho años, así Dios me ampare, y trabajo para la Agencia Central de Inteligencia, que como usted probablemente sabe, tiene su base en Langley, en el Estado de Virginia. Tengo un apellido, pero no le insultaré ofreciéndole uno, porque, sin duda, no se parecería mucho al auténtico.
Levantó con aire desenfadado una mano salpicada de motitas oscuras.
—Encantado de conocerle, Barley. Vamos a divertirnos y a hacer algo bueno.
Barley se volvió de nuevo hacia Ned.
—Bueno, esto
es
estupendo —dijo, aunque sin animosidad perceptible—. Así que ¿adónde nos vamos? ¿A Nicaragua? ¿A Chile? ¿A El Salvador? ¿A Irán? Si quiere el asesinato de un líder del Tercer Mundo, yo soy su hombre.
—No desvaríe —dijo lentamente Clive, aunque eso era lo último de que podía acusarse a Barley—. Nosotros somos tan malos como los compañeros de Bob y hacemos las mismas cosas. Tenemos también una Ley de Secretos Oficiales, que ellos no tienen, y que esperamos que usted firme.
Y al decir esto Clive movió la cabeza en dirección a mí, haciendo que Barley reparase adecuada aunque tardíamente en mi existencia, Yo siempre procuro sentarme un poco apartado en esas ocasiones, y así lo había hecho también aquella noche. Alguna fantasía residual, supongo, respecto a ser un funcionario del Tribunal. Barley me miró, y por un momento me sentí desconcertado ante la fijeza animal de su mirada. No encajaba en nuestra desaliñada imagen de él. Y Barley, después de pasar sus ojos sobre mí y ver yo no sé qué, emprendió un examen más detallado de la habitación.
Era elegante, y quizá pensó que su propietario era Clive. Ciertamente, habría sido de su gusto, pues Clive era de clase media solamente en el sentido de que ignoraba que hubiese un gusto mejor. Tenía tallados tronos y sofás de algodón de zaraza y velones eléctricos en las paredes. La mesa del equipo, en cuyo torno habría podido celebrarse toda una ceremonia de armisticio, se hallaba en un hueco elevado, flanqueado de plantas ornamentales dispuestas en jarrones de Alí Babá.
—¿Por qué no fue usted a Moscú? —preguntó Clive, sin esperar más tiempo a que Barley se instalara—. Le esperaban. Alquiló un puesto en la exposición, reservó su billete de avión y su hotel. Pero no apareció por allí y no ha pagado. En lugar de ello, vino a Lisboa con una mujer. ¿Por qué?
—¿Preferiría usted que viniese aquí con un hombre? —preguntó Barley—. ¿Qué tiene que ver con usted ni con la CIA el que yo venga aquí con una mujer o con un pato ruso?
Cogió una silla y se sentó, más como señal de protesta que de obediencia.
Clive movió la cabeza en mi dirección, y yo hice mi número habitual. Me puse en pie, di la vuelta en torno a la absurda mesa y coloqué delante de él el impreso de la Ley de Secretos Oficiales. Saqué del bolsillo del chaleco una pluma de aspecto importante y se la ofrecí con fúnebre gravedad. Pero sus ojos se hallaban fijos en un lugar situado fuera de la habitación, cosa que observé con frecuencia en él esa noche y los meses siguientes, una forma de mirar más allá del lugar en que se encontraba, a algún turbulento territorio privado suyo; de romper a hablar ruidosamente como medio de exorcizar fantasmas que nadie más había visto; de chasquear sin motivo los dedos, como diciendo «entonces, eso queda decidido», cuando, que nadie supiese, no se había propuesto nada.
—¿Va usted a firmar eso? —preguntó Clive.
—¿Qué hará usted si no firmo? —replicó Barley.
—Nada. Porque le estoy diciendo, formalmente y delante de testigos, que esta reunión y todo lo que tiene lugar entre nosotros es secreto. Harry es abogado.
—Me temo que es cierto —dije.
Barley empujó sobre la mesa el impreso sin firmar, apartándolo de sí.
—Y yo le estoy diciendo que lo pintaré en los tejados si me apetece —replicó con igual calma.
Regresé a mi sitio, llevando conmigo mi ostentosa pluma.
—Parece haber armado un buen follón en Londres también antes de marcharse —observó Clive, mientras volvía a guardar el impreso en su carpeta—. Deudas por todas partes. Todo el mundo ignorando su paradero. Una estela de llorosas amantes. ¿Está usted tratando de destruirse a sí mismo o qué?
—Heredé un catálogo romántico —dijo Barley.
—¿Qué diablos significa eso? —preguntó Clive sin avergonzarse de su propia ignorancia—. ¿Estamos utilizando una palabra elegante para designar los libros verdes?
—Mi abuelo se especializó en novelas para criadas. En aquellos tiempos la gente tenía criadas. Mi padre las llamó «novelas para las masas» y continuó la tradición.
Sólo Bob se sintió movido a oponerse.
—Maldita sea, Barley —exclamó—, ¿qué tiene de malo la literatura romántica? Es mejor que alguna de la basura que se publica. Mi mujer la lee en cantidades industriales. A
ella
nunca le ha hecho ningún daño.
—Si no le gustan los libros que publica, ¿por qué no los cambia? —preguntó Clive, que nunca leía nada más que los informes del Servicio y la Prensa de derechas.
—Tengo un Consejo de Administración —respondió cansadamente Barley, como si hablara con un niño fastidioso—. Tengo administradores. Tengo accionistas familiares. Tengo tías. Ellos quieren seguir la línea segura de siempre. Idilios. Intrigas. Aves del Imperio Británico —una mirada a Bob—. Interioridades de la CIA.
—¿Por qué no fue usted a la feria de material fonográfico de Moscú? —repitió Clive.
—Las tías cancelaron la partida.
—¿Quiere explicar eso?
—Yo pensaba introducir la firma en el campo de las cassettes magnetofónicas. La familia se enteró y decidió que no lo haría. Fin de la historia.
—Así que usted se largó —dijo Clive—. ¿Es eso lo que hace normalmente cuando alguien frustra sus propósitos? Quizá sea mejor que nos diga a qué se refiere esta carta —sugirió, y, sin mirar a Barley, la deslizó sobre la mesa en dirección a Ned.
No era el original. El original estaba en Langley, sometido a examen por las firmes fuerzas de la tecnología en busca de todo cuanto pudiera ofrecer, desde huellas dactilares hasta la enfermedad del legionario. Era un facsímil, preparado conforme a las meticulosas instrucciones de Ned, que incluía también el cerrado sobre marrón con la indicación «Señor Bartholomew Scott Blair. Personal y urgente» escrita con letra de Katya y rasgado luego con un cortaplumas para demostrar que había sido abierto más tarde. Clive se lo entregó a Ned. Ned se lo entregó a Barley. Walter se rascó la cabeza con su manaza y Bob se le quedó mirando magnánimamente como el chico bueno que había dado el dinero. Barley volvió la vista hacia mí como si se hubiera nombrado a sí mismo cliente mío. ¿Qué hago con esto? preguntaba con la mirada, ¿Lo leo o se lo tiro a la cara? Yo me mantuve, espero, impasible. Ya no tenía clientes. Tenía el Servicio.
—Léalo despacio —aconsejó Ned.
—Tómese todo el tiempo del mundo, Barley —dijo Bob.
¿Cuántas veces no habríamos leído nosotros la misma carta durante la última semana?, me pregunté, viendo cómo Barley examinaba por uno y otro lado el sobre, lo alejaba de sí y se lo acercaba, con las redondas gafas levantadas sobre la frente como las de un motorista. ¿Cuántas opiniones no se habían escuchado y descartado? Había sido escrita en un tren, habían declarado seis expertos de Langley. En la cama, dijeron otros tres en Londres. En el asiento trasero de un automóvil. Con prisa, en broma, con amor, con terror. Por una mujer, por un hombre, habían dicho. El autor es zurdo, diestro. Es alguien cuya escritura de origen es cirílica, es latina, es ambas cosas, no es ninguna.
Como giro final de la comedia, incluso habían consultado con el viejo Palfrey. «Conforme a nuestra ley de propiedad intelectual, el receptor es propietario de la carta física, pero el autor tiene la propiedad intelectual y el derecho de reproducción —les había dicho yo—. No creo que nadie os lleve a los tribunales soviéticos». No podría decir si se sintieron preocupados o aliviados por mi opinión.
—¿Reconoce la letra, o no? —preguntó Clive a Barley.
Introduciendo sus largos dedos en el sobre, Barley extrajo finalmente la carta, pero desdeñosamente, como si todavía esperase que fuese una factura. Luego hizo una pausa y se quitó sus curiosas gafas redondas y las dejó sobre la mesa. Luego se volvió en la silla, apartándose de los demás. Y al empezar a leer, una expresión ceñuda se dibujó en su rostro. Terminó la primera página y miró el final de la carta en busca de la firma. Volvió a la segunda página y leyó el resto de la carta sin detenerse. Luego la volvió a leer entera de un tirón, desde «Mi querido Barley» hasta «Tu amante K». Después de lo cual, apretó celosamente la carta contra su regazo con las dos manos e inclinó el busto sobre ella, de tal modo que, ya fuera deliberadamente, ya fuera por casualidad, su rostro quedó oculto a todos los presentes, y su mechón de pelo quedó colgando como un gancho, y sus oraciones privadas se mantuvieron en su exclusivo ámbito personal, sin manifestarse al exterior.