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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (5 page)

BOOK: La casa Rusia
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Levantó defensivamente el puño izquierdo, pero su mano derecha estaba extendida en ademán de saludo.

—Yo no quiero un secretario —dijo Landau—. Yo quiero un alto funcionario o nada.

—Bueno, un secretario es
bastante
alto —le aseguró modestamente Palmer—. Supongo que es el idioma lo que le llama a engaño.

Era justo dejar constancia, y así lo hizo nuestro comité, de que nada había que reprochar hasta el momento a la actuación de Palmer Wellow. Se mostró jocoso, pero eficaz. No cometió ningún error. Condujo a Landau a una sala de entrevistas y le invitó a sentarse, derrochando atenciones. Encargó para él una taza de té y le ofreció una galleta digestiva. Con una lujosa pluma estilográfica, regalo de un amigo, anotó el nombre y dirección de Landau y los de las compañías que contrataban sus servicios. Anotó el número del pasaporte británico de Landau y su fecha y lugar de nacimiento. 1930 en Varsovia. Insistió con desarmadora sinceridad en que él no sabía nada de cuestiones propias de los servicios de información, pero se comprometía a entregar el material de Landau a «las personas competentes», que, sin duda, le dedicarían la atención que merecía. Y como Landau volvió a insistir en ello, improvisó un recibo para él en una hoja con membrete azul del Foreign Office, lo firmó e hizo que el conserje añadiera un sello con la fecha y la hora. Le dijo que si había algo más que las autoridades desearan tratar, muy probablemente se pondrían en contacto con él, quizá por medio del teléfono.

Sólo entonces, vacilante, Landau entregó su desaliñado paquete por encima de la mesa y contempló con cierto pesar cómo se cerraba en torno a él la lánguida mano de Palmer.

—¿Pero por qué no se lo da simplemente al señor Scott Blair? —preguntó Palmer, después de haber leído el nombre que figuraba en el sobre.

—¡Lo he intentado, vive Dios! —estalló Landau en un nuevo arranque de exasperación—. Ya se lo he dicho. Le he telefoneado a todas partes. Le he telefoneado hasta ponerme morado. No está en su casa, no está en su trabajo, no está en su club, no está en ninguna parte —protestó Landau, resintiéndose de su desesperación su gramática inglesa—. Lo intenté desde el aeropuerto. Muy bien, es sábado.

—Pero es domingo —objetó Palmer con una indulgente sonrisa.

—Así que ayer era sábado, ¿no? Pruebo en su oficina, y me sale un aullido electrónico. Miro en la guía telefónica, hay uno en Hammersmith. No sus iniciales, sino Scott Blair. Se pone una enfurecida dama que me dice que me vaya al infierno. Hay un representante que conozco, un tal Archie Parr, que hace la parte occidental para él. Le pregunto a Archie: «Archie, por los clavos de Cristo, ¿cómo puedo localizar urgentemente a Barley?». «Ha desaparecido, Niki. Ha hecho una de sus escapadas. No se le ha visto en la tienda desde hace semanas». Trato de investigar, Londres, los condados vecinos. No figura inscrito, no hay ningún Bartholomew. Bueno, no podría estarlo, ¿verdad?, no si es un…

—Si es un ¿qué? —preguntó Palmer, intrigado.

—Escuche, se ha esfumado, ¿no? Ya se había esfumado antes. Podría haber razones para hacerlo. Razones que usted no conoce porque no quieren que las conozca. Podría haber vidas en juego, no sólo la de él. Es muy urgente, me dijo ella. Y alto secreto. Vamos, ocúpese del asunto, por favor.

Esa misma noche, como no ocurría gran cosa en el mundo aparte de una nueva crisis en el Golfo y un sórdido escándalo de televisión sobre militares y dinero en Washington, Palmer decidió acudir a una fiesta organizada en Montpellier Square por un grupo de compañeros de promoción de Cambridge, solteros como él, pero divertidos. Un relato de este encuentro llegó también a oídos de nuestro comité.

—A propósito, ¿habéis oído hablar de Nosecuántos Scott Blair? —les preguntó Wellow ya avanzada la noche, cuando su recuerdo de Landau fue reavivado por unos compases de Chopin que estaba tocando al piano—. ¿No había un Scott Blair con nosotros? —volvió a preguntar al no haberse podido hacer oír por entre el ruido.

—Un par de años por delante de nosotros. En el Trinity —llegó borrosamente la respuesta a través de la sala—. Estudiaba Historia. Un fanático del jazz. Quería ganarse la vida tocando el saxofón. El viejo no lo soportaba. Barley Blair, borracho como una cuba desde el amanecer.

Palmer Wellow hizo sonar un atronador acorde que sumió silencio a la locuaz concurrencia.

—¿Os he dicho que es un peligroso espía? —preguntó.

—¿El padre? Está muerto.

—El hijo, estúpido. Barley.

Como si saliera de detrás de una cortina, su informante emergió de entre la multitud de jóvenes y menos jóvenes y se detuvo ante él, con un vaso en la mano. Y para su satisfacción, Palmer reconoció en él a un querido compañero del Trinity de hacía cien años.

—La verdad es que no sé si Barley es o no un peligroso espía —dijo el compañero de Palmer con una aspereza habitual en él, mientras la barahúnda de voces se elevaba de nuevo hasta su estruendo anterior—. Pero ciertamente es un fracasado.

Estimulada más aún su curiosidad, Palmer regresó a sus espaciosos aposentos del Foreign Office y al sobre y los cuadernos de Landau, que había confiado al conserje para su custodia. Y fue entonces cuando, en palabras de nuestro documento provisional de trabajo, sus actos adoptaron un rumbo nefasto. O, en las palabras más duras de Ned y sus colegas de la Casa Rusia, fue entonces cuando, en cualquier país civilizado, P. Wellow habría sido suspendido por los pulgares en un punto elevado de la ciudad y abandonado allí para que reflexionara en paz sobre sus logros.

Pues lo que Palmer hizo fue pasárselo en grande con los cuadernos. Durante dos noches y un día y medio. Porque los encontró en extremo divertidos. No abrió el satinado sobre —en el que, con la letra de Landau, se leía ahora: «Absolutamente privado, a la atención del señor B. Scott Blair o un alto miembro del Servicio de Inteligencia»— porque, como Landau, era de una escuela que consideraba indigno leer la correspondencia ajena. De todos modos, el sobre estaba pegado por los dos extremos, y Palmer no era hombre que se enfrentara a obstáculos físicos. Pero el cuaderno —con sus delirantes aforismos y citas, su exhaustiva abominación de políticos y militares, sus esporádicas referencias a Pushkin, el puro hombre del Renacimiento, y a Kleist, el puro suicida— le fascinó.

Experimentaba escasa sensación de urgencia y ninguna de responsabilidad. Él era un diplomático, no un Amigo, como se les llamaba a los espías. Y los Amigos, en la zoología de Palmer, eran gentes carentes de la potencia intelectual necesaria para ser lo que Palmer era. Esto se debía, en realidad, a su declarado resentimiento por el hecho de que el ortodoxo Foreign Office al que pertenecía semejando fuera cada vez más una organización destinada a encubrir las ignominiosas actividades de los Amigos. Pues Palmer era un hombre de erudición impresionante, aunque desorganizada. Había estudiado árabe y se había diplomado en Historia Moderna. En sus ratos libres, había añadido ruso y sánscrito. Lo tenía todo, menos matemáticas y sentido común, lo cual explica por qué pasó por alto las fatigosas páginas de fórmulas algebraicas, ecuaciones y diagramas que componían los otros dos cuadernos y que, en contraste con las divagaciones filosóficas del autor, tenían un aspecto aburridamente disciplinado. Y lo cual explica también —aunque el comité encontró difícil aceptar semejante explicación— por qué decidió Palmer hacer caso omiso de la vigente Orden a los Secretarios Residentes relativa a desertores y ofrecimientos de información, solicitada o no, y obrar a su antojo.

—Él establece las conexiones más insólitas e inesperadas, Tig —dijo el martes a un colega más veterano del Departamento de Investigación, habiendo decidido que era ya momento de compartir su adquisición—. Simplemente, tienes que leerlo.

—Pero ¿cómo sabemos que se trata de un hombre, Palms?

Palmer lo sentía, simplemente, Tig. Las vibraciones.

El veterano colega de Palmer echó un vistazo al primer cuaderno, luego al segundo, luego se sentó y examinó el tercero. Después, miró los dibujos del segundo cuaderno. Y el lado profesional de su personalidad asumió entonces el control de la emergencia.

—Yo en tu lugar creo que les entregaría esto inmediatamente, Palms —dijo. Pero pensándolo mejor, se lo entregó él mismo inmediatamente, después de haber telefoneado a Ned por la línea verde pidiéndole ayuda.

Tras lo cual, dos días después, se desató el infierno. A las cuatro de la madrugada del miércoles, las luces del piso superior del puesto que Ned ocupaba en el edificio de ladrillo de Victoria conocido como la Casa Rusia permanecían todavía brillantemente encendidas mientras tocaba a su fin la primera y desconcertada reunión del que más tarde se convertiría en el equipo «Pájaro Azul». Cinco horas después, tras haber participado en dos reuniones más en el cuartel general del Servicio, en un elevado edificio situado en el Embankment, Ned estaba de nuevo sentado a su mesa, mientras las carpetas se amontonaban a su alrededor tan rápidamente como si las chicas de Registro hubieran decidido levantar una barricada.

«Dios puede actuar de forma misteriosa —se le oyó a Ned decir a su pelirrojo ayudante Brock, en un momento de calma entre dos entregas—, pero no hay nada como la forma en que elige sus chorbos».

Un chorbo, en la jerga del Servicio, es una fuente viva, y una fuente viva en lenguaje liso y llano es un espía. ¿Se refería Ned a Landau cuando hablaba de chorbos? ¿A Katya? ¿Al anónimo escritor de los cuadernos? ¿O estaba ya su mente concentrada en los vaporosos contornos de aquel gran caballero espía británico que era el señor Bartholomew Scott Blair? Brock no lo sabía ni le importaba. Él era de Glasgow, pero de padres lituanos, y los conceptos abstractos le irritaban.

Por lo que a mí se refiere, tuve que esperar otra semana: antes de que Ned decidiese con la adecuada renuencia que era el momento de recurrir al viejo Palfrey. Llevo siendo el viejo Palfrey desde todo el tiempo que puedo recordar. Todavía no he llegado a comprender qué fue de mis nombres de pila. «¿Dónde está el viejo Palfrey? —dicen—. ¿Dónde está nuestra águila legal doméstica? ¡Traed al viejo leguleyo! ¡Esto es mejor echárselo al viejo Palfrey!».

Es fácil tratar conmigo. No hacen falta grandes complicaciones. Mis nombres son Horatio Benedict de Palfrey, pero puede usted olvidarse inmediatamente de los dos primeros, y el hecho es que nadie se ha acordado jamás del «de». En el Servicio soy Harry, por lo que con frecuencia, dado mi natural obediente, soy Harry también para mí mismo. A solas en mi pequeño pisito de soltero, me siento inclinado a llamarme a mí mismo Harry mientras me preparo una chuleta. Asesor legal de los ilegales, ése soy yo, y en otro tiempo socio más joven de la desaparecida casa de Mackie, «Mackie de Palfrey, Procuradores y Notarios Públicos», de Chancery Lane. Pero eso fue hace veinte años. Durante veinte años he sido su más humilde servidor secreto, dispuesto en cualquier momento a robar la balanza de la misma diosa ciega a quien mi joven corazón había aprendido a venerar.

Según me han explicado, un palafrén, que es lo que significa
palfrey
, no era un caballo de guerra ni un cazador, sino un caballo de silla considerado adecuado para las damas. Bueno, pues sólo hay una damita que condujera jamás durante algún trecho a este Palfrey, pero lo condujo casi hasta su tumba, y se llamaba Hannah. Y fue por cusa de Hannah por lo que me apresuré a buscar cobijo en el interior de la ciudadela secreta en que la pasión no tiene lugar, donde los muros son tan gruesos que no puedo oír sus puños golpeando contra ellos, ni su lacrimosa voz implorando que la deje entrar y arrostre el escándalo que tanto aterrorizaba a un joven procurador en el umbral de una carrera respetable.

Esperanza en el rostro y nada en el corazón, dijo ella. Una mujer más juiciosa podría haberse guardado para sí esa clase de observaciones, según he pensado siempre. A veces se llega a la verdad a través de la autoindulgencia. «Entonces, ¿por qué insiste en un caso desesperado? —protestaba yo—. Si el paciente está muerto, ¿por qué seguir intentando resucitarle?».

Porque ella era una mujer, parecía ser la respuesta. Porque ella creía en la redención de las almas masculinas. Porque yo no había pagado lo suficiente por mi insuficiencia.

Pero ya he pagado ahora, créanme.

Es por causa de Hannah por lo que continúo caminando por los corredores secretos, llamando a mi cobardía deber, ya mi debilidad, sacrificio.

Es por causa de Hannah por lo que permanezco hasta altas horas de la noche aquí, en el gris cubículo de mi despacho que ostenta en su puerta el letrero de LEGAL, rodeado de carpetas y cintas y películas amontonadas como el caso de Jarndyce contra Jarndyce, mientras redacto el exculpatorio informe de la operación que denominamos «Pájaro Azul» y de su protagonista, Bartholomew, alias Barley, Scott Blair.

Y es también por causa de Hannah por lo que, incluso mientras garrapatea su exculpación, este viejo Palfrey deja de vez en cuando la pluma, y levanta la cabeza y sueña.

El retorno de Niki Landau a la bandera británica, si es que había llegado a abandonarla seriamente, tuvo lugar exactamente cuarenta y ocho horas después de que los cuadernos fueran depositados sobre la mesa de Ned. Desde su desdichado paso por Whitehall, Landau había estado enfermo de ira y mortificación. No había ido a trabajar, no se había ocupado de su pisito de Golders Green que normalmente cuidaba y pulía como si fuese el faro de su vida. Ni siquiera Lydia pudo sacarle de su melancolía. Yo mismo había arreglado apresuradamente las cosas para que Interior autorizase a intervenir su teléfono. Cuando ella le llamó, escuchamos cómo se la quitaba evasivamente de encima. Y cuando ella hizo una trágica aparición en su puerta, nuestros observadores informaron que la dejó quedarse a tomar una taza de té y luego la despidió.

—No sé qué es lo que he hecho mal, pero, sea lo que sea, lo siento —la oyeron decir con tristeza cuando se marchaba.

Apenas si había llegado ella a la calle cuando llamó Ned. Después, Landau me preguntó astutamente si realmente se trataba de una coincidencia.

—¿Niki Landau? —preguntó Ned, con una voz que no le daba a uno ganas de bromear.

—Podría ser —respondió Landau, irguiéndose.

—Me llamo Ned. Creo que tenemos un amigo común, no hace falta mencionar nombres. Usted tuvo la amabilidad de entregar el otro día una carta suya, no sin ciertas dificultades, me temo. Y también un paquete.

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