Pero Goethe no obstante, y sentado entre un conjunto de contrapuestos santuarios rusos; a menos de un tiro de pistola de las altivas estatuas de Marx, Engels y Lenin, que le miraban ceñudamente desde plintos extrañamente separados; a menos de un tiro de fusil de la sagrada Habitación 67, donde Lenin había establecido su cuartel general revolucionario en un internado para muchachas de la clase alta de Petersburgo; a menos de una marcha fúnebre de la barroca catedral azul de Rastrelli, construida para aliviar los años filiales de una emperatriz; a menos de un paseo a ciegas desde el cuartel general del Partido en Leningrado, con sus corpulentos policías mirando amenazadoramente a las masas liberadas.
Smola
significa alquitrán, recordó estúpidamente Barley en aquel momento sostenido de monstruosa normalidad. En Smolny, Pedro
el Grande
almacenó su alquitrán para la primera Armada rusa.
Los que se hallaban cerca de Goethe eran tan normales como él. Él día había amanecido nublado, pero el sol que luego había acabado luciendo había obrado milagros, y los buenos ciudadanos se despojaban de sus ropas como si un impulso común hubiese hecho presa en ellos. Muchachos desnudos de cintura para arriba, muchachas que semejaban flores caídas en el suelo y corpulentas mujeres con sostenes de raso yacían tendidos a los pies de Goethe, escuchando radios, comiendo bocadillos y hablando de algo que les hacía torcer el gesto, reflexionar y soltar la carcajada, todo ello en rápida sucesión.
Un sendero de gravilla discurría junto al banco. Barley se lanzó por él, estudiando las
Informationen
que figuraban al dorso del plano doblado. Sobre el terreno, había dicho Ned, en una sesión consagrada a la macabra etiqueta de la profesión, la fuente es la estrella y la estrella decide si realizar el encuentro o abandonar.
Cincuenta metros separaban a Barley de su estrella, pero el sendero les unía como una línea prescrita. ¿Estaba andando demasiado de prisa o demasiado despacio? Un momento estaba casi tropezando con la pareja que iba delante de él, y al momento siguiente le estaban empujando a un lado desde atrás. Si no le hace caso, espere cinco minutos y vuelva a pasar entonces, había dicho Paddy. Mirando de soslayo por encima del plano, Barley vio a Goethe levantar la cara como si hubiera olido su proximidad. Vio la palidez de sus mejillas y las apagadas cuencas de sus ojos; luego, la blancura del periódico mientras lo doblaba como si fuese la manta de un campista. Vio que había algo anguloso y un tanto espasmódico en sus movimientos, de tal modo que a la mente desbocada de Barley se le presentaba como la figura disciplinada de un aparato de relojería en una ciudad suiza; ahora levanto mi blanca cara, ahora doy las doce con mi bandera blanca, ahora me enderezo y me alejo. Una vez doblado el periódico, Goethe se lo guardó en el bolsillo y dirigió una pedagógica mirada a su reloj de pulsera. Luego, con el mismo aire mecánico de ser invento de otro, ocupó su puesto en el ejército de transeúntes y caminó entre ellos en dirección al río.
El paso de Barley quedó ahora fijado, pues era el de Goethe. Éste recorría el sendero que conducía a una fila de coches aparcados. Con los ojos y el cerebro despejados, Barley caminó tras él y, al llegar a los coches, le vio parado, recortándose su figura sobre las rápidas aguas del Neva y con la chaqueta hinchada por la brisa que soplaba del río. Pasó un barco de recreo, pero sus pasajeros no daban ninguna muestra de estar recreándose. Una lancha carbonera, moteada de minio, se deslizó lentamente ante ellos, y el sucio humo que brotaba de su chimenea resultaba hermoso a la saltarina luz del río. Goethe se inclinó sobre la balaustrada y contempló fijamente la corriente como si calculase su velocidad. Barley se dirigió hacia él, arrastrando con lentitud los pies mientras se orientaba por su plano con creciente diligencia. Aunque oyó que le llamaban, en el inmaculado inglés que le había despertado en Peredelkino, no respondió inmediatamente.
—¿Señor? Disculpe, señor. Creo que nos conocemos.
Pero Barley rehusó oír al principio. La voz era demasiado nerviosa, demasiado vacilante. Continuó mirando fijamente sus
Informationen
. Debe de ser otro tipo que me quiere vender algo, se estaba diciendo a sí mismo. Otro de esos traficantes de drogas o alcahuetes.
—¿Señor? —repitió Goethe, como si él mismo se sintiera ahora inseguro.
Sólo ahora, vencido por la insistencia del desconocido, accedió Barley de mala gana a levantar la cabeza.
—Creo que usted es el señor Scott Blair, señor, el prestigioso editor inglés.
Ante lo cual, Barley se resolvió finalmente a reconocer al hombre que le dirigía la palabra, primero con duda, luego con sincero pero mudo placer, al tiempo que le tendía la mano.
—Vaya, que me ahorquen —dijo en voz baja—. Santo Dios. El gran Goethe en persona. Nos conocimos en aquella ignominiosa fiesta literaria. Nosotros dos éramos los únicos serenos. ¿Cómo está usted?
—¡Oh!,
muy
bien —respondió Goethe, mientras su tensa voz se iba afianzando. Pero su mano estaba resbaladiza de sudor cuando Barley se la estrechó. No sé cómo podría estar mejor en este momento—. Bienvenido a Leningrado, señor Barley. Qué pena que yo tenga un compromiso para esta tarde. ¿Puede usted pasear un rato conmigo? ¿Podemos intercambiar ideas? —bajó ligeramente la voz y explicó—: Es más seguro mantenerse en movimiento.
Había cogido del brazo a Barley y le estaba llevando rápidamente a lo largo de la orilla. Su premura había ahuyentado de la mente de Barley todo pensamiento táctico. Barley miró a la oscilante figura que caminaba a su lado, la palidez de sus demacradas mejillas, las líneas de dolor, o de miedo, o de preocupación que las surcaban. Vio los asustados ojos posarse nerviosamente en cada rostro que pasaba. Y su único impulso fue protegerle: por el propio Goethe y por Katya.
—Si pudiéramos seguir caminando durante media hora, veríamos el acorazado
Aurora
, que disparó el cañonazo que desencadenó la Revolución. Pero la próxima revolución empezará con unas cuantas frases melodiosas de Bach. ¿Está de acuerdo?
—Y sin director —dijo Barley, con una sonrisa.
—O quizás un poco de ese jazz que usted toca tan espléndidamente. ¡Sí, sí! ¡Ya lo tengo! Usted anunciará nuestra revolución tocando a Lester Young al saxofón. ¿Ha leído la nueva novela de Rybakov? Veinte años prohibida y, por lo tanto, una gran obra maestra rusa. Yo creo que es un robo de tiempo.
—No se ha publicado en inglés todavía.
—¿Ha leído la mía? —la delgada mano se había tensado sobre su brazo. La excitada voz se había convertido en un murmullo.
—Lo que he podido entender, sí. ¿Qué le parece?
—Es valiente.
—¿Nada más que eso?
—Es sensacional. Lo que he podido entender. Soberbio.
—Aquella noche nos reconocimos el uno al otro. Fue algo mágico. ¿Conoce nuestro refrán ruso: «Un pescador siempre ve a otro desde lejos»? Nosotros somos pescadores. Alimentamos a los miles de personas con nuestra verdad.
—Tal vez —dijo dubitativamente Barley, y notó que la delgada cabeza se volvía hacia él—. Debo hablar de ello con usted, Goethe. Tenemos uno o dos problemas.
—Por eso es por lo que ha venido usted. Y también yo. Gracias por venir a Leningrado. ¿Cuándo lo publicará? Tiene que ser pronto. Aquí los escritores esperan para publicar tres o cinco años, aunque no sean Rybakov. Yo no puedo hacer eso. Rusia no tiene tiempo y yo tampoco.
Pasó una fila de remolcadores, mientras un pequeño bote de dos plazas se bamboleaba en su estela. Dos enamorados se abrazaban en la barandilla. Y en la sombra de la catedral, una joven balanceaba un cochecito mientras leía el libro que sostenía con la mano libre.
—Al no acudir yo a la feria fonográfica de Moscú, Katya le dio su manuscrito a un colega mío —dijo cautelosamente Barley.
—Lo sé. Tuvo que correr el riesgo.
—Lo que usted no sabe es que el colega no pudo encontrarme a su regreso a Inglaterra. Así que se lo entregó a las autoridades. Personas discretas. Expertos.
Goethe se volvió bruscamente hacia Barley con súbita alarma, y su rostro adquirió una expresión consternada.
—No me gustan los expertos —dijo—. Son nuestros carceleros. Desprecio a los expertos más Que a nadie sobre la tierra.
—Usted mismo lo es, ¿no?
—¡Por eso lo sé! Los expertos son adictos. ¡No resuelven nada! Son servidores del sistema que les contrate, cualquiera que sea. Ellos lo perpetúan. Cuando seamos torturados, seremos torturados por expertos. Cuando seamos ahorcados, nos ahorcarán expertos. ¿No ha leído lo que escribí? Cuando el mundo sea destruido, lo será no por sus locos, sino por la cordura de sus expertos y la superior ignorancia de sus burócratas. Usted me ha traicionado.
—Nadie le ha traicionado —replicó airadamente Barley—. El manuscrito se extravió, eso es todo. Nuestros burócratas no son sus burócratas. Lo han leído, lo admiran, pero necesitan saber más acerca de usted. No pueden creer el mensaje a menos que puedan creer en la fuente.
—¿Pero quieren publicarlo?
—Ante todo, necesitan cerciorarse de que usted no es un fraude, y la mejor forma que tienen para ello es hablar con usted.
Goethe estaba caminando a zancadas grandes y demasiado rápidas, arrastrando a Barley consigo. Miraba fijamente ante sí y le corría el sudor por las sienes.
—Yo soy un hombre de letras, Goethe —dijo Barley, jadeante, a su rostro apartado—. Todo lo que sé de física se reduce a
Beowulf
, chicas y cerveza caliente. Esto es algo que me sobrepasa. Y también a Katya. Si quiere seguir este camino, sígalo con los expertos y déjenos a nosotros al margen. Eso es lo que he venido a decide.
Cruzaron un sendero y atravesaron otro segmento de césped. Un grupo de escolares rompió filas para dejados pasar.
—¡Ha venido para decirme que se niega a publicar mi obra!
—¿Cómo
puedo
publicada? —replicó Barley, enardecido a su vez por la desesperación de Goethe—. Aunque pudiéramos dar forma al material, ¿qué hay de Katya? Ella es su correo, ¿recuerda? Ha entregado secretos militares soviéticos a una potencia extranjera, lo cual no es cosa que pueda tomarse a broma aquí. Si llegan a averiguar la intervención de ustedes dos en el asunto, ella morirá en cuanto el primer ejemplar aparezca en los escaparates. ¿Qué clase de papel es ése para que lo desempeñe un editor? ¿Cree que voy a quedarme en Londres apretando el botón que les condenará a ustedes dos aquí?
Goethe estaba jadeando, pero sus ojos habían dejado de escrutar a la multitud y se habían vuelto hacia Barley.
—Escúcheme —suplicó Barley—. Espere un momento. Yo entiendo. Realmente creo que entiendo. Tenía usted talento, y fue aplicado a finalidades perversas. Usted conoce todas las formas por las que el sistema apesta y quiere lavar su alma. Pero usted no es Cristo ni es tampoco Pecherin. Carece de entidad suficiente para que se le tenga en consideración. Si quiere suicidarse, eso es cosa suya. Pero la matará a ella también. Y si no le importa a quién mata, ¿por qué ha de importarle a quién salva?
Estaba dirigiéndose hacia un merendero con sillas y mesas hechas de troncos. Se sentaron uno junto a otro y Barley extendió su plano. Se inclinaron sobre él, fingiendo examinarlo juntos. Goethe estaba todavía ponderando las palabras de Barley, relacionándolas con sus propósitos.
—Sólo existe el
ahora
—explicó finalmente, con voz que no era más que un murmullo—. No hay más dimensión que el presente. En el pasado lo hemos hecho todo mal pensando en el futuro. Ahora debemos hacerlo todo bien pensando en el presente. Perder tiempo es perderlo todo. Nuestra historia rusa no nos da segundas oportunidades. Cuando saltamos sobre un abismo, no nos da la oportunidad de un segundo salto. Y cuando fracasamos, nos da lo que nos merecemos: otro Stalin, otro Breznev, otra purga, otra era glacial de aterrorizada monotonía. Si el impulso actual continúa, yo habré estado en la vanguardia. Si cesa o retrocede, seré otra estadística de nuestra historia posrevolucionaria.
—Y también Katya —dijo Barley.
El dedo de Goethe, incapaz de permanecer quieto, se movía sobre el plano. Miró a su alrededor y continuó:
—Estamos en Leningrado, Barley, la cuna de nuestra gran Revolución. Nadie triunfa aquí sin sacrificio. Usted dijo que necesitábamos un experimento en la naturaleza humana. ¿Por qué se horroriza cuando pongo en práctica sus palabras?
—Me interpretó mal aquel día. Yo no soy el hombre por el que usted me tomó. Soy el clásico bocazas. Usted me encontró simplemente cuando el viento soplaba en la dirección adecuada.
Con un esfuerzo de autocontrol, Goethe abrió las manos y las extendió sobre el plano, con las palmas hacia abajo.
—No necesita recordarme que el hombre no está a la altura de su retórica —dijo—. Nuestros nuevos dirigentes hablan de apertura, desarme, paz. Así, pues, dejémosles que tengan su apertura. Y su desarme. Y su paz. Sigamos su juego y démosles lo que piden. Y asegurémonos de que esta vez no pueden atrasar el reloj. —Se había puesto en pie, sin soportar por más tiempo el confinamiento de la mesa.
Barley estaba a su lado.
—Goethe, por amor de Dios. Tómeselo con calma.
—¡Al diablo con la calma! ¡Es la calma lo que mata! —empezó a caminar de nuevo a grandes pasos—. ¡No rompemos la maldición del secreto pasándonos nuestros secretos de mano en mano como ladrones! ¡Yo he vivido una gran mentira! ¡Y usted me dice que la mantenga secreta! ¿Cómo sobrevivió la mentira? Por el secreto. ¿Cómo se desmoronó nuestra gran visión hasta convertirse en este horrible caos? Por el secreto. ¿Cómo mantiene uno a su propio pueblo ignorante de la vesanía de sus planes de guerra? Por el secreto. Manteniendo la luz apagada. Muestre mi obra a sus espías si es eso lo que debe hacer. Pero publíquela también. Es lo que prometió, y yo creeré su promesa. He metido en su bolsa un cuaderno con nuevos capítulos. Sin duda responde a muchas de las preguntas que los necios quieren hacerme.
La brisa del río acariciaba el acalorado rostro de Barley mientras caminaban. Mirando las relucientes facciones de Goethe, creyó percibir huellas de la inocencia herida que parecía ser el origen de su resentimiento.
—Quiero una sobrecubierta que tenga sólo letras —anunció—. Ningún dibujo, por favor, ni tampoco un diseño sensacionalista. ¿Me ha oído?
—Aún no tenemos título —objetó Barley.