»«Escuche —le digo—, dejemos esto y vamos a comer algo. Tienen sopa ahí dentro, puedo olerla. ¿Le gusta la sopa? ¿Sopa?». Que yo sepa, no está llorando, pero tiene la cara completamente empapada. Como un sudor de muerte sobre toda esa piel blanca. Aferrado a mi muñeca como si yo fuese su sacerdote. «Prométamelo», dice.
»Entonces es cuando me levanto. Suave y lentamente, para no alarmarle. Mientras, me sigue agarrando.
»«Yo cometo el pecado de la ciencia todos los días —dice—. Convierto arados en espadas. Engaño a nuestros amos. Engaño a los de usted. Perpetúo la mentira. Asesino a la Humanidad en mí mismo todos los días. Escúcheme».
»«Tengo que irme ya, Goethe, amigo mío. Todas esas bellas camareras de piso del hotel estarán levantadas, preocupadas por mí. Suélteme, ¿quiere? Me está rompiendo el brazo». Me abraza. Me aprieta contra él. Me hace sentirme gordo, tan delgado es él. Barba mojada, pelo mojado, ese calor abrasador.
»«Prométalo», dice. Me exprime. Fervor. Nunca vi nada parecido. «¡Prométalo! ¡Prométalo!».
»«Está bien —digo—. Si alguna vez consigue usted ser un héroe, yo seré un ser humano decente. Trato hecho. ¿De acuerdo? Y ahora deje que me vaya».
»«Prométalo», dice.
»«Lo prometo», respondo y le aparto de un empujón.
Walter está gritando. Ninguna de nuestras anteriores advertencias, ninguna de las furiosas miradas lanzadas por Ned, por Clive o por mí mismo podían contenerle durante más tiempo.
—¿Pero le
creyó
usted, Barley? ¿Le estaba convenciendo? Es usted un tipo perspicaz. ¿Qué
sentía?
Silencio. Y más silencio. Luego, finalmente:
—Estaba borracho. Quizá sólo dos veces en mi vida he estado yo tan borracho como lo estaba él. Pongamos que tres veces. Había estado dándole al blanco todo el día y todavía lo seguía bebiendo como si fuese agua. Pero había recalado en uno de esos momentos de lucidez. Le creí. No es la clase de fulano al que no se cree.
Walter de nuevo, furioso:
—¿Pero
qué
creyó usted? ¿De qué pensaba que estaba hablando? ¿Qué pensaba que pensaba
él?
Todo ese parloteo sobre cosas que no alcanzan sus objetivos, de engañar a sus amos y a los de usted, de ajedrez que no es ajedrez sino alguna otra cosa… Usted puede
sumar
, ¿no? ¿Por qué no acudió a nosotros? ¡Yo sé por qué! Usted escondió la cabeza en la arena. «No sé por qué no
quiero
saber». Ése es usted.
El siguiente sonido que se oye en la cinta es Barley maldiciéndose de nuevo a sí mismo mientras se mueve a grandes zancadas por la habitación.
—Maldita sea, maldita sea, maldita sea —murmura una y otra vez. Hasta que, interrumpiéndole, oímos la voz de Clive. Si en algún momento se ve Clive en el caso de ordenar la destrucción del Universo, le imagino utilizando este mismo helado tono.
—Lo siento, pero me temo que vamos a necesitar su ayuda —dice.
Irónicamente, creo que Clive lo sentía, en efecto. Él era un hombre de tecnología que no se sentía cómodo con fuentes vivas, un espiócrata suburbano de la moderna escuela. Creía que los hechos constituían la única clase de información y despreciaba a quien no se rigiera por ellos. Si algo le gustaba en la vida, aparte de su propio progreso y de su plateado «Mercedes», que se negaba a sacar del garaje con sólo que tuviera un rasguño, era la ferretería y los poderosos americanos, por ese orden. Para que Clive relumbrara, el «Pájaro Azul» hubiera debido ser una clave descifrada, un satélite o un comité interministerial. Entonces Barley no necesitaría haber nacido.
Mientras que Ned era todo lo contrario, y por ello se hallaba más en peligro. Por temperamento y por educación, era organizador de agente y capitán de hombres. Las fuentes vivas eran su elemento y, en la medida en que conocía esta palabra, su pasión. Despreciaba las luchas internas de la política de los servicios de inteligencia y se las dejaba gustosamente a Clive, lo mismo que dejaba el análisis a Walter. En ese sentido, él era el primitivo lleno de decisión, como deben serio las personas que tratan con la naturaleza humana, mientras que Clive, para quien la naturaleza humana era una vasta y hedionda ciénaga, gozaba de la reputación de modernista.
Nos habíamos trasladado a la biblioteca en que habían empezado a hablar Ned y Barley. Brock había instalado una pantalla y un proyector y había colocado varias sillas dispuestas en forma de herradura, pensando en una persona determinada para cada silla, pues como otras mentes violentas, Brock tenía una exagerada afición al trabajo doméstico. Había escuchado la entrevista por el transmisor y, pese a sus siniestras insinuaciones sobre Barley, un destello de excitación brillaba en sus pálidos ojos bálticos. Barley, profundamente sumido en sus pensamientos, se hallaba sentado en la primera fila entre Bob y Clive, privilegiado aunque distraído invitado a una proyección privada. Observé la silueta de su cabeza mientras Brock encendía el proyector, primero reflexivamente inclinada y levantada luego bruscamente al aparecer la primera imagen en la pantalla. Ned estaba sentado junto a mí. No decía ni una palabra, pero podía percibir la disciplinada intensidad de su excitación. Veinte rostros masculinos titilaron en nuestro campo visual, la mayoría científicos soviéticos que, en una apresurada búsqueda en los registros de Londres y Langley, se estimó que podrían haber tenido acceso a la información de «Pájaro Azul». Algunos aparecían más de una vez, primero con barba y luego sin ella. A otros se les veía tal como eran cuando tenían veinte años menos porque eso era lo único que los archivos tenían de ellos.
—Ninguno de ellos —declaró Barley cuando finalizó la proyección, llevándose bruscamente la mano a la cabeza como si hubiera recibido un picotazo.
Bob simplemente no podía creerlo, pero sus incredulidades eran tan seductoras como sus credulidades.
—¿Ni siquiera un quizás o un acaso, Barley? Parece muy seguro de sí mismo para ser un hombre que estaba bebiendo a base de bien cuando los vio por primera vez. Cristo,
yo
he estado en fiestas en las que no podía recordar ni mi propio nombre.
—Ninguna duda, amigo —respondió Barley, y tornó a sus pensamientos.
Le tocaba ahora el turno a Katya, aunque Barley no podía saberlo. Bob comenzó a aludirla cautelosamente, un profesional de Langley mostrándonos su destreza.
—Barley, éstos son algunos de los hombres y mujeres del mundillo editorial de Moscú —dijo con aire desenfadado, mientras Brock pasaba las primeras diapositivas—. Personas con las que puede que usted se haya tropezado durante sus viajes rusos, en recepciones, ferias del libro y todo eso. Si ve alguien que conozca, avise.
—¡Válgame el cielo, pero si esa es Leonora! —exclamó Barley con alegría mientras Bob hablaba aún. En la pantalla, una espléndida y corpulenta mujer con un trasero que parecía un campo de fútbol cruzaba una despejada extensión de asfalto—. Leni es un alto cargo dentro de «SK» —añadió Barley.
—¿SK? —repitió Clive, como si hubiese descubierto una sociedad secreta.
—Soyuzkniga. «SK» encarga y distribuye libros extranjeros por toda la Unión Soviética. Otra cosa es si los libros llegan o no. Leni es muy divertida.
—¿Conoce su otro nombre?
—Zinovieva.
Confirmado, decía la sonrisa de Bob.
Le mostraron otras y eligió las que ellos sabían que conocía, pero cuando le enseñaron la fotografía de Katya que le habían mostrado a Landau —Katya con su abrigo y su peinado alto, bajando la escalera con su bolsa de compra—, Barley murmuró «otra», como había hecho con todas las que no conocía.
Pero Bob se apresuró a intervenir.
—Deja ésta, por favor —dijo, con un tono tan apremiante que hasta un niño de pecho habría adivinado que aquella fotografía poseía algún oculto significado.
Así que Brock retuvo allí la foto y, como todos nosotros, también el aliento.
—Barley, la damita de pelo oscuro y grandes ojos de esta foto trabaja en la «Compañía Editora Octubre», Moscú. Habla un inglés excelente, clásico, como el de usted y el de Goethe. Tenemos entendido que es
redaktor
y se ocupa de encargar y aprobar traducciones de obras soviéticas al inglés. ¿No le suena?
—No tengo esa suerte —respondió Barley.
En vista de lo cual, Clive me lo entregó con una inclinación de cabeza. Para usted, Palfrey, es su testigo. Asústelo.
Yo utilizo una voz especial para mis sesiones de adoctrinamiento. Se supone que debe infundir el terror de la promesa matrimonial, y la detesto porque es la voz que Hannah detesta. Si mi profesión tuviese una falsa bata blanca, éste sería el momento en que yo administrase la perversa inyección. Pero esa noche, en cuanto me quedé a solas con él, adopté un tono más protector y me convertí en un Palfrey diferente y quizá rejuvenecido. Hablé a Barley, no como a un inexperto principiante, sino como a un amigo al que se trata de prevenir.
Éste es el trato, dije, utilizando lo menos parecido a la jerga legal que se me ocurrió. Éste es el lazo que le estamos echando en torno al cuello. Tenga cuidado. Reflexione.
A otras personas las hago sentarse. A Barley le dejé moverse de un lado a otro porque había visto que se encontraba más a gusto cuando podía pasearse por la habitación y agitarse y estirar lánguidamente los brazos. La empatía es una maldición aun cuando sea efímera, y ni todas las leyes de Inglaterra me pueden proteger de ella.
Y mientras le alentaba momentáneamente percibí varias cosas de él que me habían pasado inadvertidas cuando había más gente. Como se inclinaba su cuerpo apartándose de mí, como si se protegiera contra su arraigada disposición a entregarse a la primera persona que se lo pidiera. Cómo sus brazos, pese a sus esfuerzos por dominarse, se mantenían rebeldes, especialmente en los codos, que, como desertores, parecían deseosos de liberarse de cualquier uniforme que se les impusiera.
Y, para mi propia frustración, advertí que aún no podía observarle lo bastante atentamente, sino sólo tener breves atisbos de él en los dorados espejos, según pasaba por delante de ellos. Hoy es el día en que todavía me lo represento como muy alejado de mí.
Advertí su meditabundo talante mientras se sumergía en mi homilía y emergía luego de ella, captando uno o dos extremos y alejándose seguidamente de mí, con lo que me veía de pronto ante una extensión poderosa espalda que no podía reconciliarse con el irreconciliado frente.
Y cómo, al volverse hacia mí, sus ojos carecían del servil sometimiento que tan frecuentemente me había asqueado en otros receptores de mis sabias palabras. Él no se sentía intimidado. Ni siquiera se sentía afectado. Sus ojos me turbaban, no obstante, como lo habían hecho la primera vez que se habían posado valorativamente sobre mí. Eran demasiado veraces, demasiado claros, demasiado indefensos. Ninguno de sus vivaces gestos podía protegerlos. Me daba la impresión de que yo o cualquier otra persona habría podido penetrar en ello posesión de él, y esa sensación me asustaba como si fuese una amenaza. Me hacía temer por mi propia seguridad.
Pensé en su expediente. Tantos choques frontales, actos de aparente autodestrucción, tan poca prudencia. Su terrible historial escolar. Sus esfuerzos por lograr unos pocos laureles boxeando, que acabaron llevándole a la enfermería de la escuela con la mandíbula rota. Su expulsión por estar borracho mientras leía la Epístola en la misa cantada. «Estaba borracho desde la noche anterior, señor. No fue intencionado». Azotado y expulsado.
Qué útil, pensé, para él y para mí, si yo hubiera podido señalar algún gran crimen que le obsesionara, algún acto de cobardía u omisión. Pero Ned me había mostrado toda su vida, incluidos anexos secretos, historial médico, dinero, mujeres, esposas, hijos. Y todo eran casillas de poca monta. Ninguna gran explosión, ningún gran crimen. Ningún gran nada…, lo que tal vez constituyera la explicación de él. ¿Era por necesidad de un mar más vasto, por lo que repetidamente se había hecho a sí mismo naufragar contra rocas pequeñas, desafiando a su Hacedor a que se presentara con algo más grande o dejara de molestarle? ¿Sería tan arrojado y temerario cuando se enfrentase a peligros mayores?
Y luego, de pronto, antes de que me dé cuenta de ello, nuestros papeles se han invertido. Él está en pie delante de mí, mirándome desde arriba. El equipo está todavía esperando en la biblioteca, y oigo los ruidos de su impaciencia. El impreso de declaración reposa delante de mí, sobre la mesa. Pero me está leyendo a mí, no al impreso.
—¿Alguna pregunta? —le digo, consciente de su estatura—. ¿Algo que quiera saber antes de firmar? —Finalmente estoy utilizando mi voz oficial, como medio de autoprotección.
Se siente desconcertado al principio, y, luego, regocijado.
—¿Por qué? ¿Tiene más respuestas que quiere decirme?
—Es un asunto grave —le advierto severamente—. Le han confiado a usted un gran secreto. Usted no lo pidió, pero no puede desconocerlo. Sabe lo suficiente para colgar a un hombre, y, probablemente, a una mujer. Eso le coloca a usted en una cierta categoría, le impone obligaciones que no puede rehuir.
Y, Dios me ayude, vuelvo a pensar en Hannah. El hombre ha despertado en mí el dolor de ella, como si fuese una herida recién abierta.
Se encoge de hombros, rechazando la carga.
—No sé lo que sé —dice.
Suena un golpecito en la puerta.
—La cuestión es que tal vez quieran decirle más cosas —añado, suavizando de nuevo la voz, tratando de hacerle consciente de mi interés por él—. Puede que lo que usted ya sabe sea sólo el principio de lo que quieran que averigüe.
Está firmando. Sin leer. Es un cliente de pesadilla. Podría estar firmando su sentencia de muerte y no lo sabría ni le importaría. Están llamando a la puerta, pero aún tengo que añadir mi nombre como testigo.
—Gracias —dice.
—¿Por qué?
Dejo la pluma sobre la mesa. Ya te tengo, pienso con helado triunfo, en el momento en que entran Clive y los demás. Un cliente difícil, pero le he hecho firmar.
Pero la otra mitad de mi ser se siente avergonzada y misteriosamente alarmada. Experimento la sensación de haber encendido un fuego dentro de nuestro propio campamento, y no hay medio de saber cómo se propagará ni quién lo apagará.
El único mérito del acto siguiente consistió en que fue breve. Me dio pena Bob, nunca fue un hombre astuto y, ciertamente, no era un fanático. Era transparente, pero eso no es todavía un crimen, ni aun en el mundo secreto… Era más de la pasta de Ned que de la de Clive y estaba más cerca de la forma de hacer las cosas del Servicio que de la de Langley. Hubo un tiempo en que Langley tenía muchos como Bob y no le iba nada mal.