Pero nunca estoy seguro. Nunca estoy seguro por completo.
La Unión Jack, que tanto había enfurecido al dictador Stalin cuando la observaba desde las almenas del Kremlin, colgaba lánguidamente de su mástil en el patio exterior de la Embajada británica. El palacio color crema que se alzaba tras ella semejaba una vieja tarta nupcial esperando ser cortada, y el río yacía dócilmente mientras el aguacero matutino azotaba su oleaginoso lomo. En las puertas de hierro, dos policías rusos estudiaron el pasaporte de Barley mientras la lluvia hacía correrse la tinta. El más joven copió su nombre. El de más edad comparó dubitativamente sus atormentadas facciones con su fotografía. Barley llevaba un empapado impermeable marrón. Tenía el pelo pegado al cráneo. Parecía un poco más bajo que su estatura habitual.
—Bueno,
francamente
, ¡menudo día! —exclamó la muchacha de educados modales y falda escocesa que esperaba en el vestíbulo—. Hola, soy Felicity. Usted
es
quien creo que es, ¿verdad? ¿El alegre Scott Blair? El consejero de Economía le
está
esperando.
—Creía que la gente de Economía estaba en el otro edificio.
—¡Oh!, ésos son de Comercio. Son
completamente
diferentes.
Barley siguió su ondulante figura, subiendo por la ancestral escalera. Como siempre que entraba en una misión británica, experimentó una sensación de dislocación que esta mañana era absoluta. El desafinado silbido era el de su vendedor de periódicos de Hampstead. El zumbido y el golpeteo de la enceradora eléctrica era la furgoneta de la cooperativa lechera. Eran las ocho de la mañana, y la Inglaterra oficial no estaba aún oficialmente despierta. El consejero de Economía era un rechoncho escocés de plateados cabellos. Se llamaba Craig.
—¡Señor Blair! ¿Cómo está usted? ¡Siéntese! ¿Qué quiere tomar, té o café? Me temo que los dos saben igual, pero estamos trabajando en ello. Poco a poco, pero lo conseguiremos.
Cogiendo el impermeable de Barley, lo colgó en un perchero del Ministerio de Obras Públicas. Sobre la mesa, una fotografía enmarcada mostraba a la reina con traje de montar. Junto a ella, un letrero advertía que era arriesgado hablar en aquella habitación. Felicity llevó té y pastas Garibaldi. Craig hablaba vigorosamente, como si no pudiera esperar para comunicar sus noticias. Su rubicundo rostro brillaba por efecto del afeitado.
—¡Oh!, y he oído que esos bergantes de la VAAP le ha estado llevando a dar las más
fantásticas
vueltas. ¿Ha sacado usted algo en limpio? ¿Está llegando a alguna parte o no encuentra más que las habituales insustancialidades moscovitas? Aquí todo es apariencia, ya sabe. Rara vez, pero rara vez, se llega a una transacción real. La idea del beneficio como motivo impulsor, la posibilidad de algo parecido a la diligencia, son cosas totalmente desconocidas para ellos. Todo es remolonear y rascarse unos a otros los ya sabe qué. La imposible combinación, digo yo siempre, de ociosidad incurable unida a visiones inalcanzables. El embajador utilizó recientemente mi misma frase en un despacho. No se concede crédito, ni nadie lo pide. ¿Cómo consiguen dominar pregunto yo, una economía edificada sobre la pereza, el tribalismo y el paro latente? Respuesta: ¡No lo consiguen! ¿Cuándo se liberarán? ¿Qué ocurrirá si lo hacen? Respuesta: sólo Dios lo sabe. Yo estoy viendo aquí el mundo del libro como un microcosmos de todo su dilema, ¿me sigue?
Continuó disertando con voz tonante hasta que decidió que Barley y los micrófonos habían tenido ya suficiente.
—Bueno, le aseguro que he disfrutado con nuestra pequeña conversación aquí esta mañana. No me importa decirle que me ha dado mucho en qué pensar. En nuestro oficio, existe el peligro de quedarnos distanciados de la fuente. ¿Me permite que le enseñe la casa? El personal de la cancillería nunca me perdonaría si no lo hiciese.
Con un imperioso movimiento de cabeza, la precedió a lo largo de un pasillo hasta una puerta de metal con mirilla. La puerta se abrió al llegar ellos y se cerró una vez que Barley hubo entrado.
Craig es su enlace, había dicho Ned. Es el infierno sobre la tierra, pero él le llevará hasta su jefe.
La primera impresión de Barley fue que se encontraba en una sala oscurecida, la siguiente que la sala era una sauna, pues la única luz llegaba desde un ángulo del suelo y se percibía un olor a resina. Luego decidió que la sauna estaba suspendida en el aire, pues detectó una especie de oscilación bajo los pies.
Sentándose cuidadosamente en una silla giratoria, distinguió dos figuras detrás de una mesa. Sobre la primera colgaba un abarquillado cartel de un alabardero defendiendo el Puente de Londres. Sobre la segunda, el lago Windermere languidecía bajo una puesta de sol de los ferrocarriles británicos.
—Braco, Barley —exclamó una recia voz inglesa, no muy diferente de la de Ned, desde debajo del alabardero—. Me llamo Paddy, abreviatura de Patrick, y este caballero es Cy. Es americano.
—Hola, Barley —dijo Cy.
—Nosotros somos los chicos de los recados aquí —explicó Paddy—. Naturalmente, estamos bastante limitados en lo que podemos hacer. Nuestro principal trabajo consiste en proporcionar historias y explicaciones digeribles. Ned envía sus especiales saludos. Y también Clive. Si no estuvieran tan tocados, habrían venido a morderse las uñas con nosotros. Gajes del oficio. Nos ocurre a todos, me temo.
Mientras hablaba, la débil luz le hizo visible. Era velludo pero flexible, con las pobladas cejas y la mirada distante de un explorador. Cy era suave y urbano y una docena de años más joven. Sus cuatro manos reposaban sobre un plano de Leningrado. Los puños de la camisa de Paddy estaban deshilachados. Los de Cy estaban sin planchar.
—Por cierto, que voy a preguntarle si quiere continuar —dijo Paddy, como si se tratara de un chiste muy gracioso—. Si quiere largarse, está en su perfecto derecho y nadie se lo iba a tomar a mal. ¿Quiere abandonar? ¿Qué dice?
—Zapadny me matará —murmuró Barley.
—¿Por qué?
—Soy su huésped. Él paga mi cuenta y prepara mi programa. —Llevándose la mano a la frente, se la frotó, como forma de restaurar la comunicación con su cerebro—. ¿Qué le digo? No puedo ponerme ahora con que adiós muy buenas, me voy a Leningrado. Pensaría que estaba chiflado.
—¿Pero
está
usted diciendo Leningrado, no Londres? —insistió afablemente Paddy.
—No tengo visado. Tengo Moscú. No tengo Leningrado.
—Pero suponiendo.
Otra larga pausa.
—Necesito hablar con él —dijo Barley, como si eso fuese una explicación.
—¿Con Zapadny?
—Con Goethe. Tengo que hablar con él.
Barley se pasó el dorso de la muñeca por la boca en uno de sus habituales gestos y se la miró como si esperara ver sangre.
—No le mentiré —murmuró.
—No tiene por qué mentirle. Ned quiere colaboración, no engaño.
—Y lo mismo nosotros —dijo Cy.
—No utilizaré argucias con él. Le hablaré con franqueza o no le hablaré en absoluto.
—Ned no querría que fuese de otra manera —dijo Paddy—. Nosotros queremos darle todo lo que necesita.
—Nosotros también —dijo Cy.
—«Potomac Boston, Incorporated», Barley, su nuevo socio comercial americano —propuso Paddy con voz animada, mirando un papel que tenía delante—. El jefe de sus actividades editoras es un tal señor Henziger, ¿no?
—J.P. —dijo Barley.
—¿Le ha visto alguna vez?
Barley meneó la cabeza y dio un respingo.
—Figura en el contrato —dijo.
—¿Eso es lo más cerca que ha estado de él?
—Hemos hablado por teléfono un par de veces. Ned pensó que debía oírsenos por la línea trasatlántico. Como cobertura.
—¿Pero no se ha formado usted un retrato mental de él? —insistió Paddy, con su forma de forzar respuestas claras aunque ello le hiciese parecer pedante—. ¿No es para usted una persona concreta de alguna manera?
—Es un nombre con dinero y oficinas en Bastan y es una voz en el teléfono. Nunca ha sido otra cosa.
—Y en sus conversaciones con terceros locales, con Zapadny, por ejemplo, ¿no se le ha representado J.P. Henziger como alguna especie de figura horrible? ¿No le ha atribuido una barba postiza, o pata de madera o una vida sexual espeluznante? ¿Nada que debiera uno tener en cuenta si quisiera concebirle de carne y hueso?
Barley consideró la pregunta y pareció desorientado.
—¿No? —preguntó Paddy.
—No —respondió Barley, y volvió a menear la cabeza.
—De modo que una situación que podría haber surgido es la siguiente —dijo Paddy—: el señor J.P. Henziger, de «Potomac Boston», joven, dinámico, agresivo, se encuentra actualmente de vacaciones en Europa con su mujer. Es la temporada. En este momento están, por ejemplo, en el hotel «Marski», de Helsinki. ¿Conoce el «Marski»?
—He tomado un trago allí —dijo Barley, como si se avergonzara de ello.
—Y, con su característica impulsividad americana, a los Henziger se les ha metido en la cabeza la idea de hacer un viaje a Leningrado. Y esto ya es tu terreno, creo, Cy.
Cy sonrió e hizo un gesto de asentimiento. Tenía un rostro expresivo y una forma inteligente, aunque desabrida, de hablar.
—Los Henziger se apuntan a una excursión organizada de tres días, Barley. Visados en la frontera finlandesa, el guía, el autobús y toda la pesca. Son gente honrada, decente. Esto es Rusia, y es su primera vez. La
glasnost
es noticia allá en Boston. Él tiene dinero invertido en usted. Sabiendo que está en Moscú gastándolo, le requiere para que lo deje todo y acuda a toda prisa a Leningrado, le lleve las maletas e informe de los progresos realizados. Ésa es práctica normal, típica de un joven magnate. ¿Ve algún problema? ¿Alguna causa por la que no vaya a dar resultado?
A Barley se le estaba despejando la cabeza, y, con ella, también su visión.
—No. Dará resultado. Puedo hacer que funcione si usted puede.
—Lo primero de todo, esta mañana, hora del Reino Unido, J.P. llama desde el «Marski» a su oficina de Londres y le sale el contestador automático —continuó Cy—. J.P. no habla con contestadores automáticos. Una hora después, le manda un télex a través de Zapadny, en la VAAP, con una copia para Craig, en la Embajada británica en Moscú, pidiéndole que se reúna con él este viernes en el hotel «Evropeiskaya»,
alias
el «Europa», Leningrado, que es donde se hospeda su grupo turístico. Zapadny se retorcerá, quizás incluso lance un grito de dolor. Pero, como usted está gastando el dinero de J.P., nuestra predicción es que no tendrá más remedio que someterse a las fuerzas del mercado. ¿Comprende?
—Sí —respondió Barley.
Paddy retornó el hilo de la historia.
—Si tiene un poco de sentido común, le ayudará a conseguir que le cambien los visados. Si remolonea, Wicklow puede llevarlos al OVIR, y allí se los cambiarán mientras espera. En nuestra opinión, usted no le insistiría demasiado a Zapadny. No suplicaría ni se rebajaría, no ante Zapadny. Haría de ello una virtud. Le diría que así es como se vive hoy en día, con rapidez.
—J.P. es de la familia —dijo Cy—. Es un excelente oficial. Y también su mujer.
Se detuvo bruscamente.
Como un árbitro que ha visto una falta, Barley había levantado la mano y apuntaba con ella al pecho de Paddy.
—¡Eh, vamos a ver! Un momento, un momento. ¿Para qué va a servir
ninguno
de ellos, por
excelentes
que sean, si se pasan todo el día metidos en un autobús de turistas y dando vueltas por Leningrado?
Paddy tardó sólo un instante en recuperarse de este inesperado arranque.
—Díselo tú, Cy —dijo.
—Barley, a su llegada al hotel «Europa» el jueves por la noche, la señora Henziger contraerá una grave afección estomacal. J.P. no tendrá ganas de visitas turísticas mientras su bella esposa yace post rada de dolor. Se quedará con ella en el hotel. No es problema.
Paddy colocó la lámpara y el transformador junto al plano de Leningrado. Tres direcciones de Katya estaban señaladas con círculos rojos.
Barley no la telefoneó hasta última hora de la tarde, cuando calculó que ella estaría ya recogiendo sus cosas para irse. Había echado una siesta ya continuación se había tomado un par de whiskies para ponerse a tono. Pero cuando empezó a hablar descubrió que su voz era demasiado alta, y tuvo que bajarla.
—¡Hola! ¿Llegó a casa sin novedad? —dijo—. El tren no se convirtió en una calabaza ni nada, ¿no?
—Gracias, no hubo problemas.
—Magnífico. Bien, en realidad sólo llamaba para saberlo. Sí. Oiga, gracias por esa noche tan maravillosa. Bueno, y adiós por el momento.
—Yo también le doy las gracias. Fue útil.
—Esperaba que pudiéramos tener otra oportunidad de vernos, ¿sabe? Lo malo es que tengo que ir a Leningrado. Se ha presentado una estúpida cuestión de trabajo y me he visto obligado a cambiar de planes.
Un prolongado silencio.
—Entonces debe sentarse —dijo ella.
Barley se preguntó quién de los dos se había vuelto loco.
—¿Por qué?
—Es costumbre entre nosotros, cuando nos estamos preparando para un largo viaje, sentarnos primero. ¿Está usted sentado ahora?
Él percibió la felicidad que latía en su voz, yeso le hizo sentirse feliz también.
—En realidad, estoy echado. ¿Servirá?
—No lo sé. Se supone que debe usted sentarse sobre su equipaje o en un banco, suspirar un poco y, luego, santiguarse. Pero espero que el estar echado produzca el mismo efecto.
—Así es.
—¿Volverá a Moscú desde Leningrado?
—Bueno, en este viaje no. Creo que volveremos directamente a la escuela.
—¿La escuela?
—Inglaterra. Una estúpida expresión mía.
—¿Qué denota?
—Obligaciones. Inmadurez. Ignorancia. Los habituales defectos ingleses.
—¿Tiene muchas obligaciones?
—Montones de ellas. Pero estoy aprendiendo a clasificarlas. Ayer dije «no» y dejé estupefacto a todo el mundo.
—¿Por qué tiene que decir «no»? ¿Por qué no decir «sí»? Tal vez se quedaran más estupefactos aún.
—Sí, bueno, eso fue lo malo de anoche, ¿no? No encontré momento para hablar de mí mismo. Hablamos de usted, de los grandes poetas de todos los tiempos, del señor Gorbachov, del negocio editorial. Pero dejamos fuera el tema principal. Yo. Tendré que hacer un viaje especial sólo para ir a aburrirla.